La vida como viene

Por Pablo Callejón

La puñalada ingresó cerca del corazón. K. no pudo constatar si lo había matado. Comenzó a correr por calle Alberdi impulsado por ese cóctel de pastillas que había consumido durante todo el día. Estaba agitado, le faltaba el aire, pero no pudo detenerse. Llegó exhausto a la avenida Perón donde lo esperaban las luces de dos patrulleros. El joven apuñalado fue asistido frente al colegio Nacional. Podía sentirse afortunado, los médicos comprobarían que el arma blanca se desplazó hacia su brazo izquierdo y las venas estaban intactas. K. no lo sabía. La ficha con la que ingresó al Complejo Esperanza refería a un robo e intento de homicidio. Un mes antes de la feroz pelea, había aceptado efectuar algunos recados para un tranza. En uno de aquellos viajes lo tentó quedarse con “un extra”. Durante varias semanas, otros pibes lo amenazaron de muerte y le exigieron que devolviera el dinero. Para pagar la deuda, comenzó a robar lo que podía. La desesperación lo llevó a arrebatarles unos pesos o el celular a otros adolescentes como él y a enfrentarse con ellos. La noche de la puñalada no podía saber que la víctima sería uno de los jóvenes que lo buscaban para recobrar lo adeudado. “Me estaba recuperando, pero me pintó ganar esa plata. Quedarme con el vuelto fue un error y cuando estás empastillado no entendés nada. Por suerte, el chabón está vivo. Estuve preso tres meses gracias a mi vieja que se plantó. Me iba a comer un año  y 5 meses. El Complejo Esperanza es un lugar de espaldas, la comida es un asco. Por ser de Río Cuarto yo era chuncano y me trataban para la bosta. Los policías y otros chabones me verdugueaban. Un “Pluma” me adoptó y me drogaba más que afuera. Quedé así de flaquito”, recordó levantando el dedo meñique  de su mano derecha. El día que lo visitó su mamá se le partió el corazón. K. estaba sedado por el Clonazepan y al despertar, la encontró llorando en el suelo. “Me dije hasta acá cuando vi a mi vieja tirada. Ahora, cada tanto me fumo un porro y nada más. Llegó temprano a los lugares, soy persona”, afirmó convencido.

Cuando Mariana tuvo su primera recaída, la madre buscó ayuda en un centro sanitario. Solo le dieron un libro que explicaba “Cómo salir de las drogas”. No hubo tiempo para seguir la guía de instrucciones obvias. La “blanca” estaba demasiado cerca, al frente de su propia casa. Probó cocaína hasta llegar a las pastillas que se vendían por tabletas o en caja. “Yo era una piba normal. Me metí en esto a los 18, cuando terminé el secundario. Después empecé tres carreras en la Universidad y las tuve que dejar porque vivíaa drogada. Me internaron varias veces para desintoxicarme. En una de esas derivaciones me dieron un medicamento para controlar la ansiedad y quedé tres días en coma por una broncoaspiración. Me hizo un efecto adverso que me pudo haber matado. Sin embargo, eso no fue lo que me sacó. Un día estaba probando la merca y me dio asco, mucho asco. Esa tarde dije que no volvería a consumir cocaína y acá estoy”, expresó la joven que a los 30 años parece decidida a no volver atrás. Abandonar las pastillas le resultó más difícil. Su primo, en realidad su hermano, falleció por un paro cardiorrespiratorio por los efectos del consumo. Mariana se tatuó su nombre en el brazo, con un dibujo de alas de ángel. La muerte parece aún más severa cuando se ensaña con los que amamos. 
La familia se había alejado de ella cansada de los robos para costear la adicción, pero su madre “movió tierra y cielo” para sacarla. “A la noche salía a buscarme y no paraba hasta que me encontraba. Un día estaba pasada y le pegué. No me olvidó más de eso. Me arrepiento de muchas cosas, pero sobre todo de eso”, admitió. Siempre creyó en Dios aunque estaba demasiado triste cuando llegó al Hogar en el IPV. No fue el temor a las recaídas ni la efectividad del tratamiento la que la convenció de volver. “Cuando estaba mal, acá nadie me echaba. Por eso me quedé. La ciudad no está preparada para ayudar a los pibes pobres. No alcanza con tenerlos un tiempito sin drogas, tienen que sacarlos de la calle. Acá tenemos un psicólogo y una psiquiatra que nos hablan y si estamos bajoneados, te atienden el teléfono. Pero, ¿sabés lo que me sacó realmente? Me hice un poco egoísta, dejé de consumir para salvarme a mí misma”, aseveró.
A Pamela, en cambio, la salvó su hijo. A los cuatro meses de gestación comprendió que estaba embarazada. Las pibas del fútbol le pedían que frenara un poco y recién lo hizo a los 7 meses, cuando ya se sentía “muy pesada” para correr. Había comenzado a fumar marihuana a los 12 años para escapar de las peleas familiares y en la escuela le ordenaron que buscara ayuda. “En Las Delicias te vendían en todos lados, el problema no era conseguir droga. Se daban cuenta y se acercaban. Me mandaron a Salud Mental pero no fue una solución. Yo no estaba mucho en la calle, pero en mi casa todo era pelea y golpes. La droga me sacaba. Los chicos están dados vuelta desde los 8 años, ahora hay una canchita de fútbol y los miran más. Eso ayuda mucho”, relató la madre de 21 años que no deja de entrelazar los dedos de sus manos, como intentando armar figuras imaginarias que descifren su relato. “Mi hijo me cambió todo, no toco ni el cigarrillo, ni la cerveza. Me costó aceptar que iba a ser mamá. Ahora lo hago todo por él. Mi familia tiene mucha desconfianza, no creen que haya dejado la droga o que terminé de robar. Pero yo no cambié por ellos. Me faltaba una meta y la encontré”, dijo convencida.

K. comenzó a probar las drogas a los 12 años, aunque la historia podría escribirse desde los 6. Se sentía solo y en la canchita observaba a los chabones que manejaban la zona. Los pibes consumen la merca y cada tanto, “revientan” un quiosco o el almacén. Como muchos otros jóvenes, no pueden salir del sector y deben obtener dinero en el propio barrio. La Policía los detiene por cualquier motivo y sin ninguna razón, los golpean.  “Quería ser como ellos. Me empecé a dar maza con porros y el cuerpo me pedía algo nuevo. El “Paraguas” es un asco, parece bosta. La “Flor” se pasa mejor. A los 13 me hicieron probar la merca y así estuve hasta los 16, mezclando todo con pastillas. No es difícil conseguir la droga, en todos los barrios hay tranzas. Yo hacía changuitas para comprar, pero se iba rápido. Llegué a estar dos días perdido por pasarme de Rivotril. Me buscaron en Despertar Río Cuarto y por Instagram. Estuve medio muerto. No quería ir al Hospital, me daba vergüenza, y un amigo de la familia me habló del Hogar de Cristo”, recordó.
K. advirtió que no hay muchas puertas por abrir cuando la droga impacta en los barrios vulnerables. “En las 400 o San Eduardo los padres se cagan de hambre para darle un plato de comida a los chicos. ¿De dónde van a sacar para un psiquiatra? Los pibes a veces piensan en robar para que los padres coman. Así de fuerte es todo”, subrayó. La persecución policial es la respuesta represiva que alimenta el odio y la violencia. “La gorra no te deja nunca. Me paran donde me ven y me hacen cagar. Eso a los pibes los pone rebeldes. Los policías te pegan por andar con la visera y el pantalón Adidas. No se rescatan”, lamentó.  

La muerte, como la vida, tiene su propio status. Para un amplio sector social, los crímenes se reducen a una disputa en la clande o la fiesta de Facebook. Los medios hablan de un ajuste de cuentas o de una pelea entre barrios. Es una muerte efímera en los títulos de tapa. Los rostros de las víctimas finalmente se convierten en leyendas de paredones barriales y pintadas que los inmortalizan en los pasillos del Cementerio. Los que resisten deben lidiar con la ausencia de respuestas estructurales. Río Cuarto está incorporado a la Red Asistencial de las Adicciones de Córdoba, un programa de atención único y público para el abordaje de las adicciones, que depende de la Provincia y requiere de la articulación con los municipios. El esquema dispone de cuatro niveles. El primero apunta a las actividades preventivas y el segundo, impulsa tratamientos ambulatorios en centros que promueven  terapias con especialistas y la inclusión en grupos de autoayuda. El tercer nivel incluye a establecimientos que cuenten con todos los recursos de un hospital general de agudos o especializado en psiquiatría, para realizar desintoxicaciones. La cuarta instancia es la de mayor complejidad y solo se desarrolla en comunidades terapéuticas ubicadas en Santa María de Punilla y San Francisco.
En la Secretaría de Políticas integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar) apuntan al abordaje territorial que ejecutan en el CIC de Barrio Obrero, la vecinal Peirano y los dispensarios 12 y 15.  Desde el bloque de concejales de Juntos por el Cambio promueven la creación de un “Sistema de abordaje integral de adicciones”, que fue presentado junto al juez Federal Carlos Ochoa. “Es necesario gestar espacios en los que se puedan articular políticas que hacen a la salud”, argumentó el magistrado. 

La mesa estuvo servida poco después de las 14 en el salón de usos múltiples que actúa como comedor. El párroco prometió que sumaría un televisor para seguir los partidos del mundial. En el lugar hay libros, algunos juegos didácticos y un espacio para las reuniones grupales. En las paredes blancas no abundan los símbolos religiosos. Mariana había preparado unas albóndigas con papas y como gesto de aprobación, la mayoría de los comensales pidió repetir el plato. Pamela con su hijo ocuparon una de las puntas de la mesa y K, se sentó junto a otro joven que solo expresó algunos gestos tímidos, casi sin hablar, durante toda la charla. Pablo, el psicólogo, y Santiago, a cargo de la coordinación de los talleres, celebraron que aquella tarde “estuviéramos todos”.  Antes de almorzar, K. fue el encargado de manifestar un breve agradecimiento a Dios por la comida. El joven no cree demasiado en la Iglesia ni en sus curas, pero está convencido de que “hay un barba allá arriba”. Cuando llegó al Hogar les dejó en claro que no venía a pagar viejas facturas. “Lo bueno es que acá nadie te juzga”, afirmó.
El mural que actúa como portal del ingreso a la calle Felipe Neri Guerra, frente a la Iglesia San Pantaleón, describe un pedido de los curas villeros que actúa como bandera: “Ni una pibe menos por la droga”.  El Hogar de Cristo fue creado por el Padre “Pepe” Di Paola, actual coordinador nacional de la Pastoral Nacional de Drogadependecia y Adicciones de la Conferencia Episcopal Argentina y un hombre de la Iglesia muy cercano al Papa Francisco. En la página de la federación de centros barriales advierten que “no se puede pensar en una recuperación plena e integral si quien consume está solo, vive en la calle o no tiene un documento que le permita tramitar los beneficios sociales o acceder a cualquier institución sea pública, de salud o social”.
Al final del almuerzo, K. preguntó por uno de los jóvenes que solía participar de los talleres. El cura le recordó que, “desde hace algún tiempo está preso y aún le quedan otros cuatro meses”. Los pibes y pibas a veces abandonan el espacio y vuelven sin dar explicaciones. Es un acuerdo sin preguntas incómodas para los que decidieron “recibir la vida como viene”.