Las balas de los libres

Por Pablo Callejón

Un hombre libre nos dice que “primero es bala”. El señor de ínfulas de acero se siente libre para desenfundar. O para que otros lo hagan por él. Libertad para transformar “a un par de delincuentes en queso gruyere”. Libertad para ejercer el miedo sobre los otros. Libertad que se apropia de la vida vencida, marginal, vulnerable y pobre. Libres, profundamente libres, para decidir que “empiecen a tener miedo”. Una libertad que necesita ver que “algunos terminan bien agujereados antes”. El poder de apuntar entre los ojos y gatillar hasta asegurar el fin de la presa. La bala que persigue, vence la piel y asfixia el corazón vencido por la propia muerte. La bala que antecede el martillo en las manos firmes y libres de José Luis Espert. Pablo aceleró el Renault 4 hasta perder el sentido de sus maniobras. Los gritos se enmudecían en el desquicio de la persecución. A su lado estaba su amiga y detrás, un matrimonio con un bebé. ¿Por qué querrían matarlos? La noche cerrada del 11 de noviembre de 1993 impedía saber quiénes eran los hombres libres que disparaban. Pablo intentó salvarlos hasta caer desvanecido sobre el volante. Los hombres libres que lanzaban insultos desde el otro vehículo habían dejado de gatillar sus pistolas 9 milímetros. La muerte puede reducirse a veces a un silencio ensordecedor. Pablo había recibido el disparo en la nuca. No lo sabía, pero moriría tres días después. El agente Walter Criado observaba el vehículo con el arma humeante. A su lado, el oficial Gustavo Bergese buscaba identificar a los ocupantes del automóvil. El estudiante universitario agonizaba en brazos de su amiga. Los hombres libres afirmaron en el juicio que habían confundido a Pablo González con un delincuente. Primero fue la bala.

La Ministra que recibe las reverencias de los agentes fuertemente armados advierte que “nosotros queremos el país del que las hace las paga’”. Con gestos de sobremesa en un restaurante del centro riocuartense, Patricia Bullrich propone que “quien quiera estar armado que ande armado”. Y nos recuerda que “Argentina es un país libre”. Esa libertad de rotas cadenas y balas que nunca pierden el objetivo. Disparos que liberan a los que dominan la empuñadura o los que ordenan hacerlo. Los libres que deciden por seguridad, para evitar lo peor. El daño colateral, el fuego cruzado, la muerte por error, los errores que matan. El Estado al resguardo de los poderosos y libres.

El día que lo mataron, el Negro fue temprano a votar. Aquel 20 de diciembre se elegía gobernador. Parecía que José Manuel De la Sota saldría de perdedor. María saludó a su hermano después del desayuno y acordaron almorzar juntos. En la familia comenzaban a celebrar el triunfo del Gallego. Sergio se fue con los amigos al río y volvió cuando la tormenta de verano se convirtió en una seria amenaza. María sintió un escalofrío por la espalda. Ya era de noche cuando un policía golpeó a su puerta, mientras alumbraban con unas linternas al interior de la casa. El efectivo que hablaba por los otros les dice que Sergio había muerto en un supuesto tiroteo. El joven de 20 años no estaba armado, pero los agentes que lo ultimaron por la espalda le habían colocado convenientemente una pistola sobre su mano desvanecida. El sargento primero Jorge Ferreyra había dado la voz de alto y el agente Gabriel Lajara decidió no esperar más. Dos agentes con libertad para matar. El balazo que recibió Sergio Bonahora entró por el glúteo derecho y salió a la altura de la ingle del albañil asesinado sobre calle Güemes. El análisis de dermotest reveló que nunca había accionado un arma. El error imprevisible de los libres.

Javier Milei advierte que “si los honestos portasen armas habría menos delincuencia”. Lo hace ante los micrófonos de los medios libres. Unas horas antes, un custodio de la libertad amenazó con desenfundar el arma por un revoltoso que interrumpía el festejo de los libres al Congreso. El hombre de ojos celestes desencajados advierte que “a los delincuentes no les importa si hay permiso o no, por lo tanto llevan armas”. Son los libres o ellos. La bala solo espera el impulso de la pólvora, el gesto supremo de la libertad que activa el martillo, un golpe seco y certero sobre la humanidad de los no libres. La decisión sobre la vida de los otros, esos súbditos de una casta indolente al dominio inconmensurable de los dueños de la libertad.

Soledad supo que estaba embarazada cuatro días después del crimen de su hijo Blas. La vida y la muerte confluyeron en esa dolorosa contradicción. Dos agentes de la policía cordobesa se sintieron libres para matar. A Blas le plantaron un arma, como a muchos otros, pero la escena fue demasiado burda. La complicidad de la fuerza solo incrementó el número de imputados. Aquel 6 de agosto, el Fiat Argo en el que viajaba un grupo de amigos por la avenida Vélez Sarsfield, intentó evitar un control en medio de las restricciones por la pandemia. Buscaban volver temprano a casa. Un móvil comenzó una persecución demencial que incluyó cuatro descargas. Una de ellas impactó en la espalda del conductor. Blas intentó calmar a sus amigos. Les dijo que le habían disparado, pero no le dolía. Cuando los jóvenes ingresaron al Hospital de Urgencias, el herido ya estaba muerto. Dos horas demoraron desde la Policía en informarle a la familia que una bala oficial fue la causa del homicidio. Los cabos Lucas Gómez y Javier Alarcón fueron imputados por el crimen. Otros 11 efectivos resultaron acusados por encubrimiento. Libres para asesinar y libres para ocultar.

“Mataron al mejor de nosotros”, afirmaron los jóvenes que acompañaban el féretro de su amigo de 15 años. En Paso Viejo aún resonaban los disparos que habían marcado a sangre y fuego la historia del poblado de unos mil habitantes. A Joaquín lo asesinaron por la espalda. Habían pasado apenas dos meses y medio del asesinato de Blas. Joaquín cursaba el tercer año en el IPEA 306 Amadeo Sabattini y trabajaba en la cosecha de papas. Antes de caer sin fuerzas por el impacto de la bala, disfrutaba de unos vinos y música con otros pibes del pueblo. Manuel, tío abuelo de Joaquín y policía retirado, advirtió que ningún fallo de la Justicia resultará suficiente cuando solo podés visitarlo en un cementerio.

Según datos de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), en 5 años la Fuerza de Capital Federal asesinó a 121 personas en casos de gatillo fácil. Desde el CELS advirtieron además sobre la violencia policial en la Bonaerense, la Policía de Córdoba y otras agencias provinciales. En una mayoría de casos, se buscan disimular los crímenes con episodios de enfrentamientos. La libertad de la mano dura y la bala que habla primero, es para algunos, una política de seguridad. En el país, unas 1.300 personas fueron asesinadas entre diciembre de 2015 y febrero de 2019, a razón una cada 21 horas, según la CORREPI. ¿Cuándo asesina el Estado, quien nos cuida del Estado?, se preguntan los familiares de las víctimas. El 8 de marzo de 2018, Facundo Ferreira fue ultimado por agentes libres de la División Motorista de Tucumán. Los agentes armaron una escena ficcional y fueron liberados. Debieron transcurrir varios meses hasta vulnerar el cerco de mentiras que intentaban justificar el crimen de un niño de 12 años. Los medios hegemónicos suelen sostener el relato de los libres. Titulan sobre persecución, tiroteo, delincuentes, ladrones y fuga. La primera versión siempre es policial. Y a veces, también la última. Rara vez aparece el gatillo fácil o represión. El poder que acciona el martillo y da lugar a las balas de los libres.