Cada uno es cada cual

Por Pablo Callejón

La mujer de pelo negro muestra su credencial de Osde y pide disculpas por olvidar el carnet de su esposo. Se coloca por tercera vez alcohol en gel y frota las manos fuertemente. Es un intento por limpiar los tejidos y alcanzar la carne, las articulaciones y esa maldita conexión de huesos viejos que antes solo preocupaban por la artrosis. Observa nerviosa hacia el costado cada vez que alguien ingresa al hall de la clínica, pero evita interpelarlos con su mirada. Le hubiese gustado contar con la máscara de plástico que recubre el rostro de la secretaria. ¿Dónde las venderían? Ella estaba allí, sin barbijo, con los pómulos empapados de un sudor frío, expuesta a un estornudo involutario o el roce casual de los que esperaban un turno como ella. La mujer de pelo negro firma la orden y toma asiento sobre un sillón de cuerina negro. No estaba acostumbrada a esperar ¿Por qué hacerlo justo ahora? Decide sentarse lo suficientemente lejos de la puerta de ingreso y debajo de una ventana abierta por la que ingresaba un aire cálido de abril. Se da cuenta que tocó la misma lapicera que utilizaron otros y regresa el frío que entumece los párpados. Recuerda que también apoyó su brazo en el mostrador de vidrio. Las manos están otra vez secas, desnudas. Podría buscar el alcohol en gel pero hay demasiados en la fila. Cuenta las baldozas, tres, cuatro cinco. La distancia no parece suficiente. Pasan algunos minutos y el médico finalmente abre la puerta.

Una mujer recostada sobre la vereda inclina su pecho para alimentar al bebé. Son las 11 de la mañana y la columna de gente se mueve a pasos adormecidos. Los más privilegiados ocuparon algunas de las sillas dispuestas frente al banco. Son muchas, pero la fila ya abraza la manzana hasta encadenarse con otras concentraciones de jubilados y jóvenes que esperan su lugar en otros bancos. La tercera semana de cuarentena los reunió en un intento desesperado por retirar dinero. Una octogenaria muestra su tarjeta de débito envuelta en una especie de instructivo y pregunta cuántos pueden permanecer en el salón de pagos. Hay policías en las puertas y en las esquinas. Dos agentes de tránsito insisten con un movimiento febril de sus brazos para agilizar el paso de conductores que demoran intencionalmente sus vehículos. Parecen observar ese espectáculo sombrío de ancianas y ancianos resueltos a esperar horas por sus jubilaciones. Después de tres semanas de cuarentena, la necesidad se revela más urgente que el miedo.

“Dejen de hacer barbijos y mantas y entreguen comida la puta que los parió” Con las manos engrasadas de jabón blanco vuelve a mirar enojado un “posteo solidario” en Facebook. Su mujer sabe que rara vez putea. Tiene un hablar pausado, como el de un cura en su homilía. Hace algunos días que el depósito de la cocina está vacío de alimentos frescos. Solo quedan fideos secos, algunas botellas de tomate y bolsas de especies. Antes la comida alcanzaba. En el cuaderno Gloria están los nombres de los que vienen siempre y aún no pudo anotar a los nuevos. El mecánico nunca había pedido una vianda. Tampoco la mujer que le envió un mensaje avergonzado al celular. Nunca antes habían estado anotados en el cuaderno. Ayer vino la señora de los plantines. Ella siempre se ofrecía para ayudarlo en la cocina, pero esta vez le pedía comida. “La puta que los parió con los barbijos”.

Después de 20 años arriba del taxi, por primera vez resolvió pasar dos semanas sin salir de casa. No fue por temor a la molesta arritmia y la pre diabetes que le diagnosticaron hace 6 meses. Estaba convencido de haberlo hecho por los otros. Si todos los taxistas salían al mismo tiempo nadie podría trabajar en medio de calles vacías y peatones de caminar apresurado. La extensión de la cuarentena por otras dos semanas obligó a un cambio de planes. La jubilación mínima nunca les alcanzó para la segunda quincena. Su esposa le pidió que se cuide y él volvió a las calles. En un buen día se pueden hacer hasta cuatro viajes y recaudar unos 500 pesos. Al final, solo quedarán 230 mangos por el costo del gas y el aporte para el dueño del auto. Parece poco, casi nada. El promedio de espera es de dos horas por viaje. Podría hacer algo más si trabajara más tiempo, si eligiera mejor la parada. En estos días tal vez haya más gente en las calles. Y quizás, deba volver a trabajar los sábados.

Le extiende la mano y su amigo le hace un gesto risueño con el codo. Antes se hubieran abrazado, le hubiese preguntado por su mujer, por los chicos. Esa mañana mantienen distancia, aunque se acercan casi por instinto. El hombre de camisa blanca le dice que esto no va más, que hay que volver. Le explica que los yanquis se dieron cuenta y Bolsonaro no es un boludo como dicen. “Morir van a morir algunos, no importa lo que hagamos van a morir igual”, advierte con gestos nerviosos. El de chomba gris decide interperlarlo: “¿Quiénes? ¿Cuántos muertos serían tolerables?” El hombre de camisa blanca levanta los hombros y luego se excusa. “No fue por indiferencia”, asegura. Sin quererlo, se acerca un poco más y le advierte que no quiere ver morir a su empresa. Argumenta que sin economía no hay vida posible y parece hurgar en sus bolsillos, como buscando algo, quizás argumentos que puedan convencer mejor a su amigo. El hombre de chomba gris busca calmarlo, pero finalmente desiste. Se prometen un café, volver a hablar de fútbol, de las minas, de los pibes. Y vuelven a caminar en sentido contrario sobre la vereda casi vacía. Bajo el mandato de una pandemia que no ha logrado hacerles olvidar que al final, cada uno es cada cual.