
Donde nacieron los vientos
Por Pablo Callejón
Cuando Pablo presenta su DNI inmediatamente aclara que es oriundo de la ciudad donde nacieron los vientos. Es aquí, en este sitio, donde podés acomodar bien el empeine, inclinar el cuerpo en la posición correcta, fijar la mirada sobre el ángulo izquierdo del arquero que espera agazapado, y lanzar un disparo certero que impactará en una maceta a 20 metros por la decisión antojadiza de una ráfaga o el remolino empecinado del viento. Y aunque Andrés y Pablo habían demostrado ser realmente buenos a la hora de sortear la arbitrariedad de un intenso soplido, Mary les pedía que jugaran afuera para evitar que volaran con la pelota los adornos de la casa.
Antes de probarse en Ríver, el Payo le dijo “’andá a Buenos Aires, visitá el Monumental y volvete, que hay un millón de pibes como vos'”. El desafío de Ricardo conjugaba la ternura del padre que se desvivía por las cualidades futbolísticas de su hijo y la sabiduría del viejo zorro que se imponía en las canchas regionales con la camiseta de Banda Norte. Pablo regresó algo incómodo con toda esa inmensa complejidad del fútbol de Buenos Aires. El riocuartense Héctor Pitarch había tomado nota y le comentó a Daniel Pasarella sobre la prueba del pibe que la descosió. El Kaiser decidió hablar a la casa de los Aimar y lo atendió el Payo. El entonces entrenador millonario se presentó y quiso saber “por qué no trae a Pablito a jugar en River”. Del otro lado recibió una respuesta lacónica: “si usted es Passarella, yo soy Juan XXIII”. La llamada se interrumpió abruptamente y Pitarch fue anoticiado sobre lo sucedido. Al otro día, el Flaco, un histórico entrenador de las inferiores riverplatenses, lo llamó a su amigo en Río Cuarto y le preguntó sin vueltas: “¿cómo le vas a cortar a Passarella?”. Debió pasar un tiempo hasta que el Payo recuperó el color en el rostro y pudo contar entre risas la anécdota. Pablito finalmente se sumó a la pensión de River para convertirse en una de las mayores promesas del fútbol argentino.
“Esas 9 mil personas que están acá quieren ser uno de ustedes. Yo mismo voy a querer ser uno de ustedes desde mañana. Los voy a envidiar”, les dijo el hombre de barba rojiza y cinta de capitán a los jugadores de Estudiantes que debían enfrentar a Sportivo Belgrano San Francisco. En la cancha no cabía un alfiler. El cotejo sería transmitido a todo el país y en las tribunas aguardaba el inicio un tal Marcelo Bielsa. Aquel fue el último partido oficial de Pablo. La maldita entesopatía aquiliana, que le provocaba dolores intensos en su tobillo derecho, le había impedido jugar más tiempo en su regreso a River.
El gurrumín de medias caídas que había desconcertado a los defensores ingleses, brasileños y uruguayos en el mundial de Malasia, tiraba paredes con su amigo Juan Román, incluso, cuando abandonaban las canchas. Ambos preferían hablar de música y buenos relatos en lugar de responder las preguntas de los movileros. Con Saviola en River y en el mítico Valencia que desbancó a los galácticos del Madrid, Pablo jugaba con el mismo desparpajo que le permitía eludir las ráfagas de viento en los picados de la calle Paul Harris, antes de impactar la pelota con delicadeza y verla traspasar la barrera impuesta por dos buzos de un arco improvisado.
La verticalidad, el pase entrelíneas y la gambeta impredecible habían convencido a Bielsa de convocarlo para el mundial de Japón y Corea. Pablo reemplazó a Verón en la derrota con Inglaterra y fue titular en aquel fatídico empate con Suecia que eliminó en primera ronda a una selección que había llegado con el rótulo de máxima candidata. En la Copa del Mundo de Alemania, Peckerman eligió la pausa de su amigo Riquelme y el genio riocuartense disputó solo 57 minutos. En el banco de suplentes esperaba recostado con los pies hacia adelante y los brazos cruzados un ofuscado Lionel Messi.
Hasta que concluyó el partido no pudimos verlo tomarse la cara, con el corazón agitado y exhausto, después del pase a la red de Messi frente a México. Creo que todos, o casi todos, habíamos repetido el mismo gesto cuando la selección rompió la monotonía de un partido que parecía un deja vu de aquel mundial asiático. Pablo estaba junto a los amigos del fútbol que un mes antes viajaron a Río Cuarto para acompañarlo en el último adiós a Mary. “Se me cruzó todo, mamá… el gol que hizo Messi, todo eso”, le confió al Payo tras la victoria ante los de verde.
Algunas veces, Pablo llegaba a entrenar al predio de Estudiantes con la nariz colorada y la ropa que le había preparado su mamá para que no se resfriara. En el ingreso, alguien los esperaba con facturas y chocolate caliente. Realmente era un distinto en un millón. En cancha de once, decidieron que jugara detrás de los delanteros, para armar el juego. La libertad lo hacía feliz. Nunca creyó que aquello pudiera significar un plan de trabajo o algo parecido. Su misión era la de crear. Inventar lo impredecible, y hasta lo imposible.
Con el paso de los años, Pablo fue docente de la compleja sencillez del fútbol. El zaguero brasileño David Luiz recordó cuando el crack del Benfica lo convocó a ver el último partido del equipo para enseñarle “cómo pasar de una pelota en defensa a una en ataque, cómo crear espacios y cómo esconder el pase para tratar de encontrarlo a él”. Ningún otro entrenador le había hablado antes sobre aquellas acciones futboleras.
En la madurez, Pablo pudo finalmente desprenderse de aquel apodo de “Payasito”, que siempre detestó. “En River ahora hay uno que le dicen sicario y a mí me llamaban con esa palabra que hasta tiene cierta connotación negativa”, lamentó el hombre que le hubiera advertido al jovencito que fue, sobre lo que implicaría salir disfrazado en aquella entrevista con el diario Clarín.
“Vamos Pablito Aimar / que la gloria volverá/cómo Kempes y el Piojo / otro pibe inmortal”, cantaban los fanáticos del equipo Che en España. Pablo ya era el ídolo de Messi y el talentoso con la 21 en la espalda que hacía estallar las gradas del Mestalla. Alguna vez reflexionó que Lionel jugaba “pensando en ese hincha que no lo va a volver a ver”. Y en los bares de la avenida de Baleares, los parroquianos sienten que ya no habrá nadie capaz de improvisar un tranco que parecía despegarse para siempre del suelo.
Cuando Montiel convirtió el último penal, Pablo salió corriendo hacia el centro del campo, envuelto por esa maraña de abrazos y gritos al cielo que despertaban la mayor celebración de la que se tenga memoria en la Argentina. La historia pareció completarse con la imagen de la Copa del Mundo en sus manos. Pasaron algunos días hasta que lo volvimos a ver con un short deportivo y una remera de los Stones, mientras esperaba ser atendido en una estación de servicios. Un discreto regreso a la ciudad donde nacen los vientos y un niño puede jugar sin más obsesiones que evitar el impacto de la pelota sobre las macetas de Mary.
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