
Las cosas por su nombre
Por Pablo Callejón
La derrota emerge en todas las batallas. Incluso, la de las palabras. Nos quedamos en la grieta política y nos olvidamos de la disputa social, la que realmente importa. Una división histórica, que define a los vencedores y vencidos. Desde Rivadavia hasta hoy. Las diferencias siempre existieron, pero las hicieron brutales, con más de un 40 por ciento de los argentinos y argentinas en la pobreza. La batalla la perdimos desde el bolsillo y sobre todo, en lo conceptual. Se impuso el relato del poder hegemónico. Las palabras mandan, ordenan, convencen, acusan, deciden, subordinan. Si el Gobierno intenta afectar intereses de los que más ganan lo acusan de “atacar”, ser “voraz”, “insaciable”. Lo señalan como un Estado que “asfixia”. En cambio, cuando las medidas impactan en los trabajadores o sectores más vulnerables hablan de “racionalidad”, lo “inevitable”, el “reperfilamiento”, la “adecuación” o “reordanamiento”. Nos derrotaron en forma lenta y agónica. Entre el 2018 y 2019 los salarios perdieron un 17 por ciento del poder adquisitivo. Ya suman más del 20 por ciento de caída. La inflación podría ser del 70 por ciento, superar el 85 y llegar hasta 100. El mayor impacto se observa en los alimentos, alquileres, medicamentos y ropa. Se trata de un saqueo a las clases medias y bajas que destinan la mayor parte de sus ingresos a salvar el mes. Un saqueo, sí, perdonen la dimensión de la palabra. Empecemos a llamar las cosas por su nombre. Es difícil saber cuánto más perderán las familias de obreros, changarines y pequeños comerciantes este año. Más de un tercio ni siquiera tienen la previsibilidad de un salario. Son los trabajadores en negro y emprendedores que apuestan por un cambio de rumbo.
Los dueños del dinero son los propietarios del sentido. La información cotiza en bolsa y la construcción de las palabras queda bajo el poder dominante. La economía concentrada, el poder judicial y las corporaciones comunicacionales se ubican en un mismo status social. La política termina siendo lobista de sus intereses o se resigna en la sumisión. Y no esperen un gesto de subordinación colonizada. Yo sí creo en la política como herramienta de transformación. Los beneficiados del modelo se victimizan en las ganancias extraordinarias y nos buscan convencer del mandato del mercado. Piden “no tocar a los que generan riqueza”, con la promesa no remunerativa de que esto será bueno para todos. En ningún lugar del mundo puede funcionar sin la presencia del Estado. Los que ganan hoy, cantaron victoria en todas las crisis. Se enriquecieron aún en plena pandemia y multiplicaron sus réditos a pesar de una inflación desbordante. El país naufraga entre los salones del titanic y las bodegas de tercera clase, sin puntos medios. Hay restaurantes repletos y colas en los comedores comunitarios por una vianda. Hay tres millones de argentinos que disfrutan de cada fin de semana de vacaciones y más 15 millones que no cubren la canasta básica de alimentos. Hay quienes reclaman por dólares para viajar al exterior y los que piden una tregua en los intereses de la tarjeta de crédito. Hay quienes remarcan los precios y niños que no llegan a dos comidas diarias. Hay dueños de inmuebles vacíos y familias que temen un desalojo. Hay bancos que fijan tasas usurarias y adjudicatarios que lamentan pagar su casa en cuotas. Es un tiempo de abismos. Inconmensurables. Un trabajador puede ser pobre aún con un salario estable. Dejamos de soñar poder mejorar su casa, cambiar el auto, programar unas vacaciones o comprar un televisor. Nos caemos del mundo del consumo. Nos empujaron y no tenemos cómo volver. Cada mes resignamos algo más. Por segundo mes consecutivo se desmoronaron las ventas en supermercados pero se triplicaron las de los shoppings. En vacaciones, los aeropuertos estuvieron abarrotados de turistas, aunque a muchos laburantes les cuesta pagar el colectivo. Abismos. La ministra Silvina Batakis y la presidenta del Fondo, Kristalina Georgieva, se comprometieron a “fortalecer la sostenibilidad fiscal”. Palabras. Ellos son los dueños. Nos dicen que el ajuste es necesario e irremediable. ¿Y qué fue lo que sucedió en estos últimos cinco años? ¿No pagamos ya el ajuste? Perdimos y van por más. Nadie conoce cuáles serán los límites, pero podemos intuir quienes deberán soportar lo que viene. Las pymes comienzan a perder, los comerciantes no saben qué precios fijar, los empleados no llegan a fin de mes y los changarines no salvan el día. El ajuste empieza y termina por abajo. Nos dicen que “un país es como el hogar de cada familia, no puede vivir gastando más de lo que ingresa”. Es un lugar común que esconde un dato sustancial (entre muchos otros): en ninguna familia se permitiría que dos integrantes cenen en un restaurante a la carta, mientras los otros dos se van a la cama con un mate cocido. La búsqueda del equilibrio fiscal no apunta a recaudar mejor entre los más ricos, sino a destinar menos recursos para los más pobres. Ya lo dijimos, son los dueños de las palabras y sus sentidos. El Gobierno se mostró hasta ahora incapaz de establecer una búsqueda real de un mínimo equilibrio. El macrismo aumentó la pobreza, elevó la inflación a más de 50 puntos, redujo el PBI y la actividad productiva. No hay un solo indicador oficial, ni uno, que brinde un saldo positivo de los cuatro años de gobierno de Cambiemos. Pero el desenlace quedó demasiado lejos. Algo debía cambiar. Hubo una pandemia y se desarrolla una guerra, es verdad. La pregunta que subyace es siempre la misma: ¿si hay crisis, quien la paga? Los que se beneficiaron antes, ganan cifras extraordinarias ahora. Y siguen perdiendo los que esperaban algo mejor.
Estaba en vivo, en la radio, cuando los portales de internet comenzaron a difundir el video en el que Cristina Fernández anunciaba que Alberto sería candidato a presidencial y ella, su vice. Me resultaba extraño imaginar a Cristina delegar el poder, ser la segunda de alguien que hasta hacía pocos meses la cuestionaba en cada oportunidad que le daban los medios hegemónicos. La hoja de la continuidad del programa se fue a la papelera de reciclaje y fue necesario rearmarlo todo. Me dispuse a buscar voces que pudieran interpretar una decisión que definía la estrategia del principal partido opositor y desarmaba la táctica del gobierno de Macri. Ella tenía los votos, pero no le alcanzaba. Si el objetivo era unificar al peronismo la figura debía ser otra y allí aparecía Alberto, un operador con currículum de buen negociador al que Néstor Kirchner le había delegado la jefatura de gabinete. Después vino el café con Sergio Massa y la historia ya conocida. Macri delegó en Fernández dos bombas difíciles de desactivar: una inflación del 53,55 por ciento y un endeudamiento con vencimientos a corto plazo de 100 mil millones de dólares, entre los préstamos del Fondo Monetarios y los acreedores privados. “La jugada maestra” de Cristina, elogiada por oficialistas y opositores, sirvió para que el peronismo ganara la elección pero no resultó útil para gobernar en un tiempo donde las medidas debían ser de fondo. Alberto nunca había sido intendente o gobernador. No había enfrentado dificultades de administración. Jamás ganó por sí mismo una elección. Su rol fue siempre el de un negociador político. Y, en general, un negociador responde por otros. El sistema institucional en la Argentina le otorga al presidente un poder cuasi paternalista, pero el gobierno de Fernández no generó ninguna de las transformaciones esperadas. Ni la económica, ni la judicial, ni la comunicacional. Los programas a favor de los sectores más vulnerables fueron apenas paliativos en medio de una brutal desigualdad en la distribución de recursos. El crecimiento que ostentó la Argentina tras la pandemia se vislumbró en una transferencia de recursos para los sectores más concentrados. Alberto eligió a Martín Guzmán y se sintió desguarnecido cuando el ministro por el que apostó todo su capital de gestión renunció a través de las redes sociales. Confrontaron los mundos dentro de la coalición. Fernández podría haber roto con Cristina como lo hizo Néstor con Duhalde. Pero, no lo hizo. Cada vez que habla o decide, todos nos vamos a mirar el twitter de la vicepresidenta. Es difícil imaginar las soluciones para los enormes y críticos desafíos del país si uno tiene la lapicera y la otra ostenta el poder.
Resulta ingenuo reclamar gestos patrióticos. Los mercados no se calman ni ceden por el énfasis de un discurso oficial. El capitalismo podrá ser el sistema más eficaz en la producción de bienes, pero no tiene como objetivo la justicia social. Sin Estado, ganan los que pueden hacerlo. Los intentos por generar equilibrios no deberían, sin embargo, imaginarse en embestidas generalizadas. El Gobierno se equivoca ahora, como lo hizo en el 2008. Cuando habla del Campo como una generalidad involucra a los dueños o inquilinos de enormes extensiones de tierra con los productores más chicos. Si el objetivo es desestimar todas las opciones agrícolas ganaderas y reducirlas a la patria sojera, también aparece confundido. Sucedió con la creación de la Mesa de Enlace, que unificó a la Sociedad Rural con la Federación Agraria y redujo la discusión productiva y económica a una cuestión meramente ideológica.
La apropiación de las palabras declara admisible la “necesidad de reducir gastos”, “ajustar”, “cumplir con el Fondo”, “no emitir ni aumentar recursos sociales”. Y el país persigue las señales de su discurso hegemónico. Los que pagan la crisis deberán apretar aún más el cinturón, mientras se sustentan las condiciones de los que nunca dejaron de acumular y pueden aguardar el tiempo para un próximo zarpazo. A veces, la aparente calma popular es solo la confusa sensación que nos mantiene encerrados en el ojo del huracán. Y es necesario recuperar el sentido social del relato, apropiarse de las palabras y dejar de jugar “con las cosas que no tienen repuesto”. Dar batalla por lo que nos sucede y volver a decir las cosas por su nombre.
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