La emoción apretando por dentro

Por Pablo Callejón


Blades afirmó que los desaparecidos vuelven cada vez que pensamos en ellos. Y la señal de advertencia, es aquella emoción apretando por dentro. Hablamos de una sensación tan fuerte y dolorosa que puede impulsar la búsqueda de las víctimas con un ímpetu sobrenatural o bloquearlas sobre una nube negra, donde los canallas aprovechan de un tiempo para ocultarse.
Los desaparecidos son ausencias que nunca desaparecen del todo. No hay duelo en las desapariciones. Nadie puede adaptarse a las respuestas emocionales de una pérdida que no es definitiva. Aún cuándo exista la presunción, y hasta la certeza misma de un final abrupto, para quienes los quisieron, la búsqueda nunca termina.
Nicolás Sabena aún no es una calle o un mural. Su nombre es una interpelación tan convincente, que en los Tribunales de Río Cuarto prefieren no hablar de ello. Nadie en esas oficinas lo busca. No hay un solo expediente sobre las mesas de madera encerada que hablen de algún operativo reciente. Ni siquiera aguardan un golpe de suerte. La desaparición del joven riocuartense cumplirá 17 años en pocos meses, aunque Nico nunca dejó de ser el jovencito fachero, de ojos despiertos, que practicaba la adolescencia con el cuello levantado de la camisa. Los desaparecidos jamás envejecen.
Rosa no lo hubiera esperado el día que recibió el diploma de colación. Si Nicolás no hubiera desaparecido jamás hubiera estudiado abogacía, ni la hubiesen convocado de la Universidad Nacional de Río Cuarto para entregarle un Doctor Honoris Causa. Nada de eso hubiera sido necesario. Era feliz viéndolo llegar junto al Milo y su hijo Federico, cuando arribaban del taller mecánico con los jeans manchados de grasa y aceite. Su vida tenía mejores razones que pasar las noches tratando de descifrar las engorrosas actas judiciales. Si lo hizo, fue para buscarlo. Su instinto de madre le permitió reconocer las mentiras de policías y fiscales con solo mirarlos a los ojos. Allí también parecen volver los desaparecidos.
A Fede le incomodaba ver la otra cama vacía. Aunque su hermano ya salía, y a veces regresaba en la madrugada, compartían la misma habitación. Cuando eran niños se parecían mucho. Fede había heredado la sonrisa inmensa de su madre y Nico, la mirada bondadosa del viejo. A los dos les hubiese gustado que el mundo fuera un campo sin alambrados, donde pudieran montar a caballo y no existieran los ataques de asma.
Al clan familiar lo condenaron por la desaparición de Nicolás y nunca fueron juzgados por su muerte. Para la Justicia, sin cuerpo no hay homicidio. A José Vargas Miserendino y sus hijos, “el Yaca” y “la Cori”, los sentenciaron a 18 años por “privación ilegítima de la libertad”. Extraño el destino de los desaparecidos. El Tribunal entendió que ´puede perderse todo rastro de ellos, como si fuera posible que los tragara la tierra. Rosa no solo debió aprender a redactar requerimientos procesales, sino también, a leer entrelíneas. El poder pareció ensañado en completar esa desaparición. No solo dejaron de buscarlo, también creyeron posible que una desaparición forzada puede suponer que Nicolás no hubiera sido asesinado. Cuando condenaron a los Vargas ya habían pasado seis años de una búsqueda infructuosa.
Los secuestradores de Nicolás están libres, duermen en camas calientes o cuentan los días para comenzar las salidas transitorias. Los policías que los encubrieron cambiaron sus fotos de perfil y evitaron las malas conductas para abandonar la Cárcel con los dos tercios de la pena. Algunos, todavía esperan que las fiscalías diriman su suerte con algún resquicio de impunidad. Sus prontuarios y expedientes se extinguen mucho antes que la angustia inagotable de las víctimas. El dolor nunca prescribe, ni se reconoce en los burócratas y cómplices. Cómo si fuera posible que el desaparecido no sea solo el pibe de la foto. La espera interminable por descubrir que hicieron con Nicolás, y poder aliviar esta maldita emoción que no deja de apretar por dentro.