
Vivir equivocado
Por Pablo Callejón Periodista
Vivía equivocado. Pensaba que la niñez podía ser infinita. Que se podría jugar a cualquier hora y que el timbre sonaba siempre por el arribo de un amigo. Creía que era posible cambiar las figuritas sobre el cordón de la vereda y caminar con los bolsillos llenos de bolitas japonesas, lecheras y de acero. Las de acero me las regalaba mi viejo. Volvía del taller con el bolillero desarmado y las dejaba sobre la mesa de luz, como si fuera un pirata malayo que regresaba a casa tras visitar las playas de Borneo.
Vivía equivocado cuando creía que la muerte solo se ensaña con los malos como en las películas de los domingos por la tarde. La profe María Marta me pedía que nunca dejara de escribir. Que lo hiciera incluso a costa de sufrir algunos desencantos. Por alguna razón, antes de elegir un libro en la Biblioteca de Huinca pensaba en cuál me hubiera sugerido ella. Aprendí a leer y a escribir cuando aún no iba al jardín de infantes. También a dibujar a Condorito sin mirar la hoja. Un día me dijeron que María Marta había fallecido en un accidente de tránsito y comprendí que la tristeza puede aprisionar el corazón por mucho tiempo. A veces, durante toda la vida.
Vívía equivocado cuando leía el Página los domingos y suponía que el periodismo podía terminar con cada corrupto de traje gris. Sentía que el oficio era el arte de lo imposible, como si pudieras enamorar a la chica que te gusta con solo estacionar al frente de su casa. Escribía el diario de todos los días en mis cuadernos Gloria y representaba a la Máquina de River con los bigotes de Labruna y las medias caídas sobre los tobillos del Charro Moreno.
Vivía equivocado cuando empecé a caminar los pabellones universitarios y no lograba advertir que molestaban más las pintadas en la pared que la fiesta de la pizza y champagne de la política en los 90. El rock era una rebeldía triste en los videoclips de la MTV hasta que la muerte de Cobain incendió cada garaje del condado de Grays Harbor. Eran los fines de semana en los que se rociaba de sudor el piso de La Rosada frente al Boulevard Roca. Una madrugada me crucé a Sokol en el baño de ese antro donde se podía cantar el Ojo Blindado abrazado a un poste de cemento.
Vivía equivocado cuando comencé a andar solo con lo puesto. Cuando creía que la vida era una experiencia matemática donde la lógica tenía el sabor de la rutina al volver a casa. La presunción de que no hay más horario que el vértigo por la noticia, como si fuese posible entender la realidad de otros olvidando la propia. Y al final, quedaban los cuentos que inventaba para que mis hijas se fueran a dormir abrazadas a un “milín” y los osos de felpa.
Vivía equivocado cuando olvidé decir las cosas a tiempo. Cuando la estación vacía quedaba demasiado lejos y el ruido del corazón acelerado no podía entibiarse sobre ningún regazo. La ingenuidad de creer que el mar siempre devuelve las mismas olas y que hay un botón para cada ojal. Como si tuviera la confianza de las vecinas de Santiago Nazar o pudiera adjudicarme el honor de haber provocado la desilusión de Bayardo San Román.
Vivía equivocado cuando pensé que el destino no puede estar presente en todas las venganzas. Que se puede ser feliz con un cassette de Sabina en la guantera y la plata justa para el café de cualquier bar. Esa extraña malformación de los manuales que no explican los puntos suspensivos ni ayudan a presumir el punto final. Las caminatas al lado del río, las tardecitas encerradas en el auto y la prisa para llegar a ningún lado. Esas noches que dormía escuchando a Dolina y despertaba sobre un ventanal del Castillo de Windsor.
Vivía equivocado cuando dejé pasar la vida entre tantas urgencias. Cuando llegaba a los actos escolares pensando en no perderme alguna primicia. Cuando creía que todos estarían allí cuando más los necesitara. Nadie podría saldar cuentas sin aceptar los costos de la factura. Y uno puede morir muchas veces, sin morirse de veras.
Vivía equivocado cuando le pegaba de puntín al bollito de papel y daba pasos apresurados para buscar que me devolvieran el pase. Cuando levantaba el volumen de la radio y la música me dejaba sin sitios por habitar, ni alguna isla para naufragar. La compleja sensación de saber que me estaba pasando de listo, mientras el tiempo comenzaba a darle la razón a los espejos.
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