“Los siete sábados que pasé con el hombre que mató a mi hijo”

Por Pablo Callejón

Está crónica fue reconocida en el premio Alejandra Elstein del semanario Otro Punto

“Se fue a vivir acá cerquita. No lo va a reconocer, se operó los pómulos, se estiró los labios y se hizo algo en las cejas. Creo que le dicen lifting”, precisó la mujer que vivía frente al domicilio que figuraba en los expedientes por la desaparición de su hijo. En realidad, no le importó demasiado aquella descripción. No lo había visto nunca. No sabía cómo era antes de aquellas operaciones estéticas. Para él, la persona que buscaba no tenía un rostro, ni un tono de voz, ni era lo suficientemente alto o delgado. Podría ser cualquiera en esa barriada cordobesa de viviendas de clase media, donde los vecinos podían seguirte los pasos con un mayor sigilo que los fiscales de la causa. Miró el reloj, eran los 8:15. Logró dar con el pasaje que le habían indicado y otra vez, la frustración. Una vecina le contó que hacía dos meses que la familia se había mudado nuevamente. Le pidió que espere “unos segundos” para buscar la dirección que había anotado en algún papel. Pensó en la fragilidad de los documentos que estaban en manos de la Justicia. Uno de los principales sospechosos había cambiado dos veces su residencia y no lo sabían. Cuando logró encontrar la nueva dirección volvió a mirar su reloj. Eran las 9 de la mañana de un sábado caluroso de octubre. Decidió tocar el timbre y nadie salió. Convencido en quedarse a esperar una respuesta, observó cuando alguien corrió levemente la cortina de la ventana que daba a la calle. No pudo identificarlo. Era la primera vez desde que inició la búsqueda de los sospechosos que tuvo miedo. Imaginó que un hombre salía, le apuntaba con un arma en la cabeza y le disparaba sin mediar palabras. Se imaginó muerto, sin más, sobre esa arteria. Sin embargo, en esas extrañas contradicciones de los momentos límites, nunca se había percibido tan vivo y tan seguro de permanecer allí.

Alejandro Flores


Sintió una corriente fría por la espalda y sus manos no paraban de sudar. “¿Qué más se puede perder cuando te quitaron lo más preciado?”, se preguntó. Habían pasado unos 15 minutos cuando se abrió la puerta principal. “No pude concentrarme en las operaciones de su rostro, aunque supe inmediatamente que era él. Estaba nervioso, furioso, y me trataba de Señor”, relató sobre aquel primer encuentro. El hombre de piel tirante y mirada severa insistía en desconocer al visitante que lo había aguardado pacientemente frente a su propia casa. “Yo sé quién es usted y usted sabe quién soy. Me llamo Víctor Flores y quiero saber si mató a mi hijo”, lanzó el padre de Alejandro. Resignado, Mario Gaumet lo invitó a pasar.
Los hijos y la esposa del comisario esperaban en la cocina, al final de la sala que unía el comedor con el living. Flores los saludó con un gesto leve de su cabeza, antes de aceptar el ofrecimiento a sentarse frente a una mesa redonda junto a Gaumet. La familia del sospechoso decidió escuchar la conversación y al padre del niño desaparecido el 16 de marzo de 1991 no le importó. Habían pasado 15 años de aquella tarde de tormenta en la que un móvil policial atropelló a su hijo. Los agentes que se trasladaban optaron por negarle asistencia médica y ocultar el cuerpo. Víctor necesitaba saber quiénes eran y en qué lugar habían enterrado los restos de Alejandro. “En los primeros años todos eran cómplices, desde la Policía hasta la Justicia. (El fiscal Luis) Cerioni me quería meter preso. Estaban todos embarrados. Tuve que hacer mi propia investigación. Logré reunir indicios del libro de guardia, quienes lo modificaron y cómo armaron el encubrimiento en la sede del Comando Radioelétrico. Pero, no me alcanzaba”, lamentó. En aquella primera reunión con Gaumet había un nuevo fiscal en la causa. Javier Di Santo había sido informado sobre el encuentro y no tuvo reparos.
Flores lo miraba a los ojos, tratando de entender en gestos lo que ocultaban las palabras. Gaumet pareció desmoronarse, apoyó sus manos en la cabeza y comenzó a llorar. Habían pasado varios minutos de charla y negaba en forma insistente los datos que Víctor ya había corroborado por otros medios. “Le dije que me podía ayudar a encontrar a mi hijo, que no estaba ahí para juzgar si él lo había matado, que solo buscaba información”, recordó. Gaumet se quebró y comenzó a hablar de Gustavo Funez y Héctor Avila, los dos agentes que aparecían en los registros policiales. Víctor había analizado aquellos cuadernos del Comando. Sabía que al concluir la guardia, el oficial de mayor jerarquía debía anotar las novedades del vehículo que tenía a cargo. En los escritos del 16 de marzo se describía el uso de seis automóviles. Un día después, faltaba el Halcón 5. La documentación oficial detalló que el rodado, que estaba al mando de Gaumet y el agente Héctor Avila, había salido del centro policial entre las 14 y las 18 horas. El objetivo era “hacerle una gauchada y llevar hasta su casa” a Funez, quien había realizado tareas adicionales en el edificio que estaba en reparaciones. “Con esos datos pude reconstruir parte de la historia. Ya sabía cuál era el auto, quienes viajaban y a qué hora mataron a mi hijo”, afirmó Flores. Durante casi dos meses, el Renault 12 del Comando estuvo “inactivo”. Se había roto el parabrisas y el frente reveló las consecuencias de “un impacto”. La maniobra para garantizar la coartada de los policías necesitó mucho más que un círculo íntimo de cómplices. Las estructuras institucionales blindaron la estrategia de impunidad.
Durante otros seis sábados, el padre de Alejandro visitó puntualmente a Gaumet en la vivienda del barrio Alberdi. La casa estaba siendo remodelada y había un obrador en la planta alta. Todos debían ocupar un mismo espacio físico y la esposa del comisario estuvo presente durante las extensas charlas, que podían durar hasta 10 horas. Víctor insistió en que necesitaba ver a su hijo “descansar en paz”. Quería información para hallar sus restos. La causa estaba prescripta y no habría persecución penal para los culpables de su muerte. Eso le hubiese generado a Gaumet algún sesgo de alivio. Pero, no fue así. La presencia del padre en su propia casa era una interpelación a la tranquilidad de la que había gozado hasta ese momento. La impunidad se desmoronó en la sala del comedor donde Víctor Flores nunca bajaba la mirada.

Los agentes policiales Gustavo Funez (izquierda) y Mario Gaumet (derecha)


El comisario “se mostró siempre como un tiempista, un tipo calculador”. Aunque lloró la primera vez, siempre “fue muy frío para responder”. El primer encuentro concluyó a las 18 horas y Flores prometió volver. Gaumet lo esperaba cada sábado, a la misma hora. A veces, resignado. En la cuarta reunión entre ambos, se produjo un quiebre. El anfitrión habló de “las enfermeras”. Resaltó que serían más de cuatro las que habrían participado en la recepción del cuerpo malherido de Ale, en un sector del viejo Hospital. Las mujeres habrían intentado algunas maniobras de reanimación ante la mirada inquisitiva de los uniformados. “Una de ellas, era pareja de Funez, según surge de algunos testimonios en el voluminoso expediente judicial. Quizás mi hijo se hubiera salvado. No le dieron oportunidad de vivir. Necesitaba ir a una Terapia, contar con los elementos necesarios para curarlo. Prefirieron dejarlo morir. Mucho tiempo después una enfermera me dijo que pudo ver cuando lo cambiaban. Le pusieron otra ropa antes de enterrarlo”, manifestó Flores.

Gaumet sostuvo que quienes habían utilizado el Halcón 5 “llevaban algo que les quemaba”. Siempre hablaba en tercera persona, “como si nunca hubiera estado en el vehículo”. El comisario afirmó que notó “algo raro” en Avila y al final de la jornada, su compañero le confió que “hubo un inconveniente y no querían comprometer a más gente”. Flores seguía con atención el relato, con la certeza de no estar escuchando la verdad. Cada detalle, cada palabra de más, pareció confirmar sus sospechas. El comisario que había logrado alcanzar una foja de servicios impecable, con ascensos recurrentes en la fuerza que elogiaba su trabajo, “no tuvo más remedio que intentar cambiar su rostro para ocultar esa pesada mochila que llevaba puesta”.
Aunque se hacían operativos infructuosos de búsqueda en diferentes lugares de la ciudad y hasta en localidades distantes, como Suco, en 2006 no había precisiones judiciales sobre el destino final del niño. “Gaumet me dijo que no iba a pasar mucho tiempo para que lo encontráramos. Me aseguró que los agentes no lo hubiesen llevado tan lejos.No resultaba tan fácil trasladar un cuerpo. Sabía todo, pero no me quería decir. Siempre me pareció un especulador”, aseguró Flores. Cada vez que abandonaba la vivienda convivía con la misma frustración. Agobiado, se dirigía hacia una plaza cercana al lugar de encuentro para anotar en un cuaderno todos los datos que podía recordar. Lo hacía sistemáticamente antes de abordar el colectivo de regreso a Río Cuarto.
El séptimo sábado comprendió que no era necesario regresar. Tuvo la certeza de que Gaumet no iba a decirle nada más. Aunque ya no había posibilidad de concretar una persecución penal sobre los responsables por la muerte de su hijo, el pacto de silencio estaba sentenciado. “Me habló de los cobros que hacían en los cabarets en la ruta para dejar pasar la droga. Me contó de la complicidad de la Policía con el delito, datos que yo había escuchado antes. Durante años me reuní con mucha gente y algunos oficiales que me dijeron lo que sabían. Esa fuerza policial era muy oscura”, destacó Flores.
El agente Jorge Múo, el primero en hablar sobre las responsabilidades policiales en la muerte de Alejandro, fue el único testimonio veraz. Múo ratificó cada uno de los datos que había logrado recuperar de las guardias del Comando. Había escuchado un diálogo sobre “el accidente” horas después del hecho, y pudo advertir cuál fue el rol de los involucrados. En la Unidad Regional no le creyeron. En realidad, no podían darle veracidad a un subalterno que podría desmoronar el cerco de ocultamiento gestado minuciosamente horas después de la colisión. El brutal hostigamiento hacia el testigo clave lo obligó a abandonar la fuerza. Durante años, Múo convivió con el temor de encontrarse con la bala que termine con su vida.

Víctor Flores y Rosa Arias, padres de Alejandro, reunidos a solas en el lugar donde hallaron los restos de Alejandro.


Gaumet y Funes fueron imputados de homicidio tras el hallazgo de los restos óseos de Alejandro Flores, el 2 de julio de 2008. Estaban al final de una alcantarilla, en un terreno baldío ubicado a metros del predio de la Asociación Argentina de Trabajadores de Las Comunicaciones. Tras una larga jornada de trabajo de los peritos geólogos, solo pudieron rescatar “90 huesitos”. La escena habría representado un enterramiento secundario. Víctor no pudo desvincular el hallazgo del paso del tiempo. “Lo dejaron ahí porque sabían que habían pasado 17 años y no podíamos sentarlos en un juicio”, comprendió. La autopsia ordenada por el fiscal Javier Di Santo confirmó que el niño había muerto tras ser colisionado por un automóvil. El informe permitió alcanzar una verdad real sobre lo ocurrido, aunque los acusados fueron sobreseídos por prescripción. “Al principio, el fiscal Cerioni no quería que el tema explotara en los medios. Me preguntaba si me había peleado con alguien, si estaba tramando algo. Me querían meter preso porque necesitaban un culpable. Hicieron todo para ocultar, trataron de loco a Múo y lo descalificaron entre sus propios compañeros. De principio a fin estuvo armado por la jefatura de la Policía y la Justicia. Con Di Santo las cosas cambiaron, pero ya era tarde”, admitió resignado.
El 16 de agosto, la Cámara de Apelaciones en lo Civil, Comercial y Contencioso Administrativo de Segunda Nominación de Río Cuarto condenó al Estado provincial y a los ex policías Mario Luis Gaumet y Gustavo Javier Funez a pagar una indemnización por daño moral y pérdida de chance al padre del niño Alejandro Flores. El juez José María Herrán argumentó en su voto que “resulta indudable la responsabilidad que corresponde atribuir a la Provincia de Córdoba, máxime si tenemos en cuenta que los agentes se valieron de las circunstancias objetivas y subjetivas que les proporcionó su función de policías y del uso del vehículo de propiedad del Estado, para cometer el ilícito y luego ocultarlo”. Esta vez, la Justicia sabría donde encontrar a Gaumet. Tenía una dirección, una voz, un rostro y un expediente a su nombre.
En aquellos siete sábados con el jefe del Halcón cinco, Víctor supo que el comisario nunca le diría la verdad. Al menos, toda la verdad. Recordó que fue a buscar “a cada uno de los policías implicados para tenerlos cara a cara”. “Quisieron buscar testigos, lloraron, me cerraron las puertas y, algunas veces, también las abrieron. Nunca pude verlos en un juicio, pero ya no pueden ocultarse”, expresó convencido del mandato que asumió desde el mismo día en que mataron a su hijo.