Un salto al vacío

Por Pablo Callejón

Un día después, somos más pobres. El salario tiene un menor valor, los alimentos son más caros, los repuestos no tienen precio, los materiales desaparecieron de las listas y las góndolas suponen incrementos antojadizos. Apenas un día después, la primera respuesta del gobierno nacional fue cumplir con el Fondo Monetario Internacional. Una devaluación abrupta, sin anestesia, acompañada por la suba de tasas. Una transferencia millonaria a poderes concentrados, un incentivo a la especulación financiera y un enfriamiento de la economía que nos hará todavía más pobres. Todo está mal y parece que irá peor. No será un día, sino muchos. Hubo un primer cimbronazo, apenas el primero, de una escalada de malas noticias. Los aumentos seguirán, la inflación irá en una progresión impredecible y el FMI parece fortalecido en su búsqueda de más restricción de gasto, mayor ajuste y un traslado del costo de la crisis a los asalariados.

Más allá de cualquier relato, el ministro de Economía y candidato presidencial de Unión por la Patria, Sergio Massa, aplicó medidas ortodoxas a costa de un mayor deterioro de las condiciones de vida de las clases populares. El mismo sector que otorgó, en parte, una victoria impensada para Javier Milei en las PASO. La responsabilidad de Mauricio Macri por haber ido en busca del Fondo y provocar una deuda obscena e impagable para sostener la fuga de capitales, exigía algo más que un reproche a la pesada herencia. No hubo ningún replanteo al reclamo del FMI, ni una batalla judicial para demostrar su ilegalidad, ni un acuerdo que garantizara que los desembolsos no fueran a costa de un deterioro de la calidad de vida de trabajadores, comerciantes y pequeños industriales. “Los muertes no pueden pagar”, afirmó Néstor Kirchner ¿Se acuerdan? Esta vez no solo hubo una lapicera complaciente, sino la profundización del drama que representaba el endeudamiento. ¿La culpa fue del ex ministro Martín Guzmán  y del presidente Alberto Fernández? Uno y otro hace rato que ya no forman parte de la esfera pública en la Argentina. Guzmán se fue cuando el abismo se podía ver con solo con asomar la nariz por la ventana y Fernández se convirtió en una figura meramente simbólica de la institucionalidad. Ya nadie pregunta cuál es la puerta de su despacho.

La crisis se extendió por demasiados años, hasta alcanzar cuatro décadas de una Democracia con deudas más brutales y urgentes que la de los capitales financieros. Con este Gobierno se duplicó y hasta podría triplicarse la inflación, un trabajo estable no garantiza dos comidas diarias y la desigualdad se revela prepotente entre quienes acumulan riqueza, mientras pagan bajos de miseria. Todos podían prever un creciente malestar, un fastidio que cortaba el aire, que sometía la indiferencia a los discursos políticos y sus imágenes edulcoradas de las redes sociales. Lo que nadie pareció anticipar fue el modo en el que se podía visibilizar ese ahogo en la garganta y los rostros desolados al salir del supermercado.
Quienes buscan estigmatizar el voto de los más de 7 millones de personas que eligieron a Milei podrían recaer en las mismas consignas que acompañaron a sectores conservadores para descalificar otras decisiones populares a lo largo de la historia. La ola violeta no pareció sustentarse en motivaciones ideológicas. Es difícil imaginar un tercio del país empuñando consignas libertarias. Quienes intentaron representar ese ideario en las provincias fracasaron. El único que superó esa barrera fue Milei, una construcción casi individual de un fenómeno político que logró consolidar un piso altísimo y amenaza con intentar un zarpazo en primera vuelta. El dirigente libertario le grita a la clase política lo que una mayoría expresó silenciosamente en las urnas. Se muestra ajeno a una casta de la que forma parte y, a diferencia de los discursos de desteñidos de la Derecha macrista, asegura que habrá una Argentina mejor. Es decir, construye el supuesto que un país próspero puede ser la consecuencia de dinamitar todo el sistema. No es solo odio. Aunque resulte paradójico, para algunos, es también esperanza.

La necesidad de hallar un espacio canalizador de la bronca impidió, al menos hasta ahora, que un mayoría pudiera identificar las políticas que Milei está resuelto a impulsar si alcanza el poder presidencial. La desestimación de la Justicia Social, un principio bíblico antes que peronista, y el rechazo a la búsqueda de derechos ante cada necesidad, evidencia un camino que se convertirá en atajo. La propuesta de eliminación de los ministerios de Trabajo, Cultura, Educación o Salud, la reducción del Estado y la mercantilización de las necesidades básicas, no podrían derivar en prestaciones más eficientes. Al menos, no para todos. Y sobre todo, no para las mayorías. Entre los millones que votaron al candidato libertario están quienes serán las primeras víctimas de sus medidas. La gratuidad de los sistemas sanitarios o educativos, el acceso a una indemnización por despido, los convenios colectivos de trabajo, el beneficio jubilatorio para quienes no fueron reconocidos laboralmente o padecieron trabajar en negro, son parte de esos derechos que Milei imagina hacer volar por el aire. La oferta de una economía dolarizada, al estilo de Ecuador o El Salvador, genera la ilusión ficticia de los primeros años del menemismo. Lo es también su añoranza de las privatizaciones que buscan dilapidar, una vez más, las joyas de la abuela y con ellas, las reservas de gas no convencional y litio. Ante la decadencia de figuras desgastadas que representan modelos con la mitad de la gente inmersa en la pobreza, el único discurso disruptivo sirvió para expresar un grito de furia y decepción.

Milei obtuvo resultados sorprendentes, y en algunos casos victorias contundentes, en bastiones populares históricamente ligados al Justicialismo. Algunos de esos votos ya se habían dispersado hacia opciones más conservadoras entre 2015 y 2019, cuando Cambiemos logró un amplio respaldo en personas de entre 20 y 40 años. Se trata de parte de una generación que no vivió el 2001 y en muchos casos, no accede a un trabajo formal, aguinaldo, obra social y vacaciones. Incluso, no han visto a sus padres o abuelos disfrutar de esos derechos laborales. El fin de la denominada década ganada dispuso a peronismo cada vez más recostado en referentes de la centro derecha como Daniel Scioli y Sergio Massa, o de en un histórico operador de la rosca interna sin experiencia de gestión, como Alberto Fernández. A pesar de los intentos de Cristina Fernández de recuperar el modelo que lideró junto a Néstor Kirchner entre el 2003 y el 2015, el relato oficial y las propuestas electorales se distanciaron hasta alcanzar un quiebre que podría ser definitivo. La desazón se convirtió en desmovilización popular. Los grupos económicos que convocaban a Milei a sus programas televisivos y lo dimensionaron como una referencia de opinión, tuvieron a su propio Frankestein. El engendro de dolarización, privatización de la educación y salud, cierre de ministerios, entrega al mercado de la investigación científica, cesión a corporaciones de los recursos naturales del país, desmantelamiento del Estado, desguace de la asistencia social, liberación en la tenencia de armas y hasta la comercialización de órganos humanos, se convirtió en una creíble amenaza de arribo a la Casa Rosada a través de los votos.
El escenario reveló que no se trata solo de Milei sino, fundamentalmente,  de lo que puede mostrarse en oposición a ese discurso a los gritos que impulsa dinamitarlo todo.  La necesaria búsqueda de puntos en común entre lo que se promete en campaña y lo que se ejecuta en la gestión.  Y la reconstrucción de un contrato social que permita volver a confiar en un país donde las mayorías no crean que la única alternativa surja de un salto al vacío.