La pianola de Montecarlo

Por Pablo Callejón Periodista

El piano estaba ubicado en una sala de aberturas sin puertas, que unía el comedor con el pasillo de salida hacia la calle. En la casona de fachada antigua sobre la calle Alberdi, los invitados a la reunión del arte y la bohemia comenzaron a cantar el feliz cumpleaños poco antes de la medianoche. Un hombre de traje de gamuza bordó y una galera del mismo color ocupaba un sillón frente al instrumento musical, como un espectador privilegiado de los salones vip. A su lado, dos mujeres hablaban de la proyección de El Angel Exterminador en la pequeña sala del Teatrino. Una de ellas parecía imitar algún gesto de la mirada aterrorizada de Silvia Pinal Hidalgo. Un poco más allá, el anfitrión de la velada se reía a carcajadas con un amigo, sentado frente a un círculo improvisado de pequeñas mesas de madera, en un despliegue que parecía ilustrar un viejo bar de milongas. El hombre de remera negra y saco gris dejó la copa de vino malbec sobre un estante con dos velas encendidas. Unos minutos después de reconocer cada tecla del piano, ya sonaba “On the Sunny Side of the Street”. El murmullo comenzó a silenciarse para acompañar con chasquidos de los dedos y golpecitos de los pies sobre el piso de madera. Al final de la primera interpretación, Ham se acercó al maestro del piano y le dejó una botella abierta al lado de la copa. El Negro agradeció con una sonrisa complaciente. Aquella noche se hizo amanecer entre clásicos de Miles Davis y algunos tangos de Piazzolla.
Carlos Granado nació en Río Cuarto un día caluroso de enero de 1940. Cuando concluyó el bachiller ya era capaz de improvisar una hora de jazz en los actos de fin de año del colegio Nacional. Antes de sumarse al conjunto de “Dany y sus amigos”, era un adolescente que participaba de presentaciones en vivo en Radio Ranquel y los salones de fiesta junto a la orquesta “Tropical”. A los 17 años, lo convocaron a la mítica agrupación de Los Cuervos. Las salas de baile se colmaban de parejas que daban saltos armónicos al compás de un clásico de Duke Ellington. Compartían las mismas noches de Montecarlo y El Americano a las que se sumaban las orquestas típicas de Anibal Troilo y Leopoldo Federico. Eran jornadas donde la música en vivo permitía bailar a la par de los músicos, en un contexto insolente de madrugadas infinitas.
Dos años después de formar parte de Los Cuervos, participó de la creación de “Los Halcones” y en 1960 decidió impulsar su propia banda, las “Estrellas de Medianoche”. Un mal sorteo lo obligó a cumplir con la Colimba. Los militares de la Marina le permitieron integrar la Banda del Arsenal de Artillería Zárate. Al regresar, se reincorporó a Los Cuervos y varios años después comenzó a desarrollar una experiencia solista que lo llevaría por el mundo. Alcanzó los puertos de Inglaterra, Holanda y Bélgica con sus amigos Miguel Ángel Velázquez y Víctor Alturria, antes de regresar por Latinoamérica y subirse a los escenarios de bossa nova en los hoteles más paquetes de las playas de Brasil.
Saxo’s y Asociados fue su último bastión para las jornadas interminables de jazz, botellas de brandy y buenos cómplices que volvían a casa enceguecidos por la luz del día. Con Antonio “Pichi” Pérez y Carlos “Tito” Tosto, hicieron de una reunión de amigos una experiencia mítica de melodías y acordes.
El Negro era un tipo bueno, dueño de una generosidad innegociable. Miguel Velázquez lo recordó como “el músico que mejor se llevó con todos los músicos”. Estaba despojado de envidias y mezquindades. Su talento desbordante le permitía crear y generar arreglos en las composiciones más diversas. Y en esas canciones, la vida puede ser tan dulce cuando estás del lado soleado de la calle, aunque el Negro a veces solía caminar en la sombra, como si fuera parte de la letra de Luis Armstrong.
El 15 de febrero del 2010, los músicos encabezaron la procesión que trasladaba el cuerpo de Granado. Su muerte, como su vida misma, tuvo el desenlace de una improvisada reunión de Jazz. En aquel último homenaje, un grupo de leyendas formó la “Granado Big Band”. Allí estaban Leo Daghero, Henry Reale, Lito Marioli, Pocho Leguizamón, Calolo Tosto Jr., Luciano “lengüetín” Poncio y Carlos Alberto Acosta, entre otros talentos reunidos para convertir el aura protectora del Negro en una secuencia de temas de Miles David y John Coltrane. Como si nada hubiera ocurrido desde aquellas noches en las que Oscar “Poroto” Ficco presentaba a Los Cuervos frente a un salón repleto. El mismo lugar donde el pibe del bachiller le confesaba sus secretos de jazz a la pianola de Montecarlo.