
Las últimas palabras
Por Pablo Callejón
En el desenlace de los alegatos, Soledad Laciar les habló a los jueces y a las señoras y señores del jurado popular sobre la necesidad de recuperar el sentido. La palabra que eligió para confrontar con el absurdo criminal de quienes le dispararon a su hijo por la espalda, le negaron atención médica, le plantaron un arma y le impidieron volver a casa, en brazos de mamá. Soledad les contó sobre el tormento que apenas le permite seguir viviendo, de aquella noche en la que los policías cordobeses empuñaron sus armas y apuntaron contra el vehículo en el que viajaba su hijo para ejecutar la 9 milímetros “sin ninguna necesidad y sin ningún sentido”.
En la sala de audiencias, el Tribunal pudo ver las imágenes de los agentes en esa posición rígida y criminal que antecede a la balacera y la displicencia de los que observaban el celular mientras agonizaba el adolescente en el interior del Fiat Argo. La mamá de Blas no solo pidió una condena justa. La mujer que enfrentó a la oscura trama funcional de la fuerza de seguridad cordobesa imploró a los jueces que le ayuden a encontrar “un sentido a tanta injusticia”. Y es que nada podría fundamentar “la inesperada e inexplicable muerte de alguien a quien le dimos vida”. Un estado de vacío y desolación que ninguna otra persona podría describir con mayor énfasis que las mujeres resueltas a parir en lucha.
Soledad sostuvo ante los magistrados que deben juzgar a los homicidas y sus cómplices que, “a poco de andar y luego de mirar alrededor, nos hemos encontrado con la triste realidad de que esa espantosa sensación también la han padecido otras personas”. Madres que se sintieron inmersas en un “dolor personal o individual”, sin advertir que la mano homicida de las fuerzas represivas pueden matar una y más veces. Apenas dos meses después del asesinato de Blas, a Joaquín Paredes lo ultimaron a balazos en el pequeño poblado de Paso Viejo, mientras compartía una tarde con amigos. Las mismas balas y las mismas armas que el Estado les entregó a los policías que debían cuidar de sus hijos. El sinsentido de formar fuerzas de seguridad habilitadas para un accionar criminal en el que parece haber algo más que un par de manzanas de podridas.
“Nos asomamos por primera vez a la historia de la violencia institucional y policial en Córdoba y nos encontramos que estos terribles hechos. Lamentablemente, han sucedido una y otra vez a lo largo de la historia de nuestra provincia. Muchas veces. Y ahí comprendemos la magnitud de esta situación tan terrible que es la innecesaria, desproporcionada, injusta, brutal y arbitraria violencia policial, que se ha cobrado la vida de muchos cordobeses, y que hoy, señores jueces, y señoras y señores del jurado, tienen ustedes la enorme responsabilidad de darnos una respuesta”, les advirtió Soledad.
Los asesinos de Blas y Joaquín, los que gatillan y torturan, los que tratan de “tapar la cagada”, los que ostentan el uniforme presumiendo un violento poder sobre los otros, no actuaron solos. Los que asesinaron y los que encubrieron eran parte del sistema. “A Blas no lo mataron una vez, sino muchas veces. Lo mataron primero, disparándole con armas de guerra muy poderosas, sin ningún tipo de necesidad ni peligro que lo justifique. Con la cantidad de móviles que llegaron al lugar luego de haberlo baleado y el enorme despliegue realizado para encubrir lo sucedido, ha quedado absolutamente claro que hubieran podido detener a los chicos algunos metros más adelante, sin ningún tipo de inconveniente. Pero, los policías optaron por disparar sabiendo perfectamente que tirar de la manera que lo hicieron, significaba asegurar un resultado muerte”, argumentó la mujer de manos delgadas y una mirada capaz de penetrar la más oscura turbiedad de la impunidad.
Los policías que no dudan en levantar sus armas y disparar contra un grupo de pibes que eluden un control de tránsito, dan miedo. Los que ocultan y manipulan los hechos, también. Portan un arma como amenaza permanente de los que deben cuidar. Podrían haber sido más las víctimas. Dispararon contra todo. Las armas que perdieron todo sentido. “Sabían que lo habían fusilado innecesariamente. Y sabían perfectamente que todo podría haber terminado en una masacre, que no se dio sólo por una cuestión del destino. Para ocultar, le plantaron un arma. Señores y señoras del jurado, señores jueces, comprobar que los policías pudieron conseguir un arma ilegal tan rápido, es un acto de una gravedad institucional. Los describe como potenciales y conscientes asesinos ¿Para qué quiere un policía honesto un arma ilegal? Estos policías la llevaban porque sabían que matar o fusilar de manera ilegal a una persona, era una posibilidad absolutamente cierta”, afirmó la madre que intenta convertir el crimen de su hijo en un acto que recupere un sentido institucional.
Ante esos jueces y ese jurado, Soledad expresó que “la segunda muerte de Blas fue una muerte moral”. Primero violentaron su cuerpo, le arrebataron su vida. Luego, intentaron ir por su honestidad. El arma plantada y el acto impostado para encubrir fue el último acto de los que no tienen mayor pretensión que su propia y vil superveniencia.
Soledad admitió que hubo una tercera muerte. El mecánico accionar policial para impedirle a su hijo una oportunidad de vida. “La omisión de auxilio deja al descubierto que el deseo de los policías siempre fue direccionado a que Blas debía morir”, lamentó. No hicieron nada por salvarlo los mismos que dejaron de darle sentido al último vestigio de humanidad posible.
No fueron solo dos agentes con el arma empuñada y la mirada fija sobre un objetivo de adolescentes indefensos. Tampoco se completa el ardid criminal en la docena de efectivos dispuestos a garantizar las fases del encubrimiento. Hubo “una larga cadena de apañamiento institucionalizado, generado por agentes estatales de distintas jerarquías y distintos niveles de responsabilidad, policías o no”. A Blas lo asesinaron los mismos que mataron antes, aunque llevaron un nombre diferente en la solapa de sus uniformes. Soledad apuntó a ese “único y mismo empleador: el Estado provincial”. Advirtió que, “ha quedado absolutamente demostrado que los policías presentes en esta sala asesinaron y mintieron y, de algún modo, han sido víctimas del mismo y perverso sistema que los educó y les enseño a matar y mentir”.
En un acto compasivo, la mujer pidió la reducción de la pena para Wanda Esquivel, la oficial que le plantó el arma a Blas “cuándo aún su cuerpo tenía temperatura y su corazón se intentaba aferrar a la vida”. La agente policial decidió finalmente contar “cómo había sido la maniobra de encubrimiento y permitió un avance significativo en la causa”. Esquivel “desnudó el perverso mecanismo y accionar de la Policía de la Provincia de Córdoba”. Soledad solicitó, además, incorporar cuadros con las fechas y nombres de las víctimas asesinadas en cada periodo de gestión de “los ex Jefes y ex sub Jefes, tan adeptos a eternizarse en las galerías de honor de las comisarías”
Cuando todo ya se había dicho. La madre de Blas demandó que “nunca más alguien les tenga que volver a pedir a los jueces de esta provincia una sentencia justa, movido por el tremendo dolor que genera la espantosa pérdida de un ser querido asesinado con armas, balas y acciones policiales, empuñadas y realizadas por personas que fueron entrenadas por el Estado cordobés, supuestamente para cuidarnos, y no para mentir, ocultar y asesinar”. La oportunidad de recuperar el sentido moral que impida otro sesgo de impunidad. Y la respuesta necesaria al dolor infalible de estas últimas palabras.
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