Las guaridas del poder real

Por Pablo Callejón

Ganaron la batalla que zanja la  discusión sobre el sentido, garantizando que no pueda interpelarse la apropiación de los ingresos. Para decirlo en términos más sencillos, deciden quién se queda con la plata y cierran las rotativas antes de escuchar las broncas. Es una construcción que adjudica a la política en general, y a sus dirigentes en particular, todos los males que le suceden al ciudadano común. Y la hicieron bien, con la complicidad temerosa de algunos gobiernos de turno y la participación descarada de mandatarios que llegaron a Casa Rosada para garantizar el negocio de los sectores que representan. Los poderes económicos ya no necesitan recurrir a los bastonazos militares. Bolivia fue la excepción. Con algunos jueces no alcanzaba y los mismos de siempre debieron apelar a una ex presentadora de televisión que ocupaba la vicepresidencia segunda de Senadores. Jeanine Añez había logrado la banca por el partido que lideró Samuel Doria Medina, el dueño de la mayor cementera boliviana. En el resto de los países latinoamericanos donde cayeron gobiernos elegidos mayoritariamente y fueron perseguidos judicialmente sus líderes, el instrumento que utilizó la elite económica fue la complicidad judicial y el discurso intencional de grupos concentrados de comunicación. Las embestidas también han sido posible por un armado servil del  Congreso, como en el Impeachment a Dilma en Brasil, o el desquicio institucional de Perú que vio pasar siete presidentes en apenas 10 años. Es la puja sistemática que decide la suerte de una de las regiones más desiguales del mundo. En Latinoamérica, el 10% más rico de la población se queda con el 55% de los ingresos y el 77% de la riqueza, mientras el 50% más pobre recoge apenas el 10% de los ingresos y el 1% de la riqueza.
En Argentina, la participación de los trabajadores resulta cada vez menor ante el crecimiento de las ganancias de un grupo de corporaciones omnipresentes en el mercado. El salario se degradó un 17 por ciento durante el  gobierno de Mauricio Macri y mantuvo una tendencia a la baja con Alberto Fernández. En ese periodo, las grandes compañías tuvieron una renta extraordinaria. Ganaron incluso en medio de la pandemia que se llevó la vida de más de 130 mil argentinos. La inflación especulativa y las presiones devaluatorias significan una transferencia millonaria que día a día desmorona la calidad de vida de una mayoría de familias. Lo que está en juego es la comida caliente de todos los días.   
La sentencia a Cristina Fernández de Kirchner es una evidente demostración de la verdadera guarida del poder en la Argentina. Una vicepresidenta y dos veces mandataria nacional podría enfrentar 6 años de prisión y la inhabilitación de por vida a ejercer cargos públicos. Culpable o inocente, no sería posible hallar antecedentes de ocho citaciones a indagatoria en un mismo día o 654 denuncias contra una misma persona. Las cinematográficos detenciones ante las cámaras de televisión, las prisiones preventivas reconvertidas en condenas anticipadas, el espionaje de dirigentes políticos y sus abogados, y el armado de causas en manos del operador prófugo Pepín Rodríguez, fueron posibles por un blindaje mediático inédito y la gentil complicidad de magistrados como Claudio Bonadío, amigo personal del juez Sergio Moro en Brasil. La corrupción kirchnerista, brutalmente reflejada en personajes como Ricardo Jaime o José López, se convirtió en un todo, sin importar las partes. Una columna de opinión del diario La Nación se jactó sobre el presunto inicio de un proceso en el que pueden ser condenados quienes ostentan un cargo electivo. El anuncio del fin de la impunidad y el comienzo de una etapa de salubridad moral para el país. Muy pocos podrían creer en ese discurso. La Justicia es la institución de menor valoración social. Subordinada a los poderes de turno, no siempre políticos, se fundamenta en una estructura clasista, corporativa y patriarcal, sometida a los mandatos del sector que integra y representa. Beneficiados por los sueldos estatales más onerosos, jueces y fiscales deciden con severidad la vida de los que viven en la marginalidad económica, educativa y cultural, mientras facilitan los atajos de aquellos que participan de sus mismos eventos sociales y residen en barrios exclusivos.
 En Río Cuarto y en cualquier ciudad del país, las cárceles están abarrotadas de pobres. El delito que se persigue tiene un sentido de dominación económica. Es la definición de normal y anormal que describió Michael Foucault, en esa búsqueda de gobernarse los unos sobre los otros. El poder no se posee, a veces ni siquiera con el voto popular de las mayorías. Se ejerce a través de aquellos que pueden disciplinar. Y el instrumento es el Palacio de Tribunales.
Quienes están a favor de la condena de Cristina no pudieron acceder al expediente de la causa Vialidad ni leyeron los fundamentos de los jueces, que se conocerán recién en marzo del año que viene. Solo tuvieron la chance de asimilar esa construcción fragmentada del mensaje mediático y no mucho más. Los que están en contra de la sentencia a la vicepresidenta, tampoco se han sentado a evaluar lo que aparece en esos voluminosos expedientes.  Existe un prejuicio de ambos sectores sobre lo que es y debió ser.  La discusión no es técnico jurídico, sino política. A Cristina no la aman ni la odian por lo que dictaminaron los jueces que jugaban al fútbol en la quinta de Macri. Los ciudadanos acomodan el veredicto a sus propias convicciones. Es una compleja trama en la que el país está inmerso desde hace un largo tiempo. No importa la verdad, sino la ratificación de nuestras propias certezas. Un posicionamiento que rara vez adquiere un carácter individual.
El discurso imperante nos advierte que los políticos son mezquinos y corruptos, los pobres unos planeros, los trabajadores vagos, los gremialistas vividores, los impuestos una estafa y el Estado, una carga. La dualidad también reduce a una sola letra a magistrados, periodistas o referentes sociales y culturales cercanos al kirchnerismo, mientras revaloriza como actores presuntamente independientes a los que responden al macrismo. Es la sentencia diaria, permanente, sobre lo que está bien o mal. Volviendo a Foucault, el control social que disciplina.  El empresariado, en cambio, es percibido como el refugio al que hay que dejar producir y los jueces federales, unos cachorros de buenas personas  que visten de traje y corbata. Si aumentan los precios es culpa del ministro de Economía y nunca del Ejecutivo que se ríe por utilizar de más la maquinita. Cualquier iniciativa por cambiar una mínima condición de los sectores aliados es calificada como una arremetida. Sucedió con el proyecto para que los jueces paguen ganancias. Los grupos mediáticos se abroquelaron en defensa de aquellos que defienden sus negocios en los estados judiciales y convirtieron un reclamo genuino de igualdad en la simplificación de “una embestida K”.  En apenas un par de semanas y algunas tapas de diarios, la propuesta fue encajonada en el Congreso. Eso es poder.
 La disputa por la centralidad desnuda a una Argentina con privilegios para una minoría y los escandalosos niveles de pobreza que superan el 43 por ciento. El discurso hegemónico también se encarga de esto. Nos dicen que la culpa es de la política. Y sobre todo, de un sector partidario al que descalifican. Lo hacen desde lugares comunes fácilmente refutables desde la objetividad histórica, en un ejercicio que resulta difícil de transitar para quienes padecen hoy la amargura de no llegar a fin de mes. En 1974, la pobreza alcanzaba a solo el 6 por ciento de la población, es decir, un millón 500 mil personas. Después de la dictadura y el modelo de José Martínez de Hoz, la cantidad de pobres se multiplicó a 6 millones de personas, un 20 por ciento de los argentinos. La represión no se impuso para eliminar a los grupos insurrectos. El objetivo de liberar importaciones, desregular los precios, bajar salarios y facilitar la especulación financiera tuvo a sus claros beneficiados. A Raúl Alfonsín, el Círculo Rojo le hizo pagar muy caro un cambio de modelo. Más allá de las fragilidades de los planes del radicalismo, en particular el Austral, el mercado lo impulsó a una hiperinflación que exigió su salida anticipada. El peronismo regresó al poder con Carlos Menem, el caudillo provincial reconvertido en el mejor alumno del capitalismo. Las relaciones carnales con los Estados Unidos nos sumieron en un endeudamiento brutal a pesar de haber vendido hasta las joyas de la abuela. La pobreza alcanzó a 10 millones de personas, un tercio del total de ciudadanos. En el 2001, todo estalló por los aires y la mitad del país quedó inmerso en la imposibilidad de acceder a bienes básicos. El kirchnerismo logró reducir la pobreza, aunque comenzó a elevarse nuevamente antes de 2015. Las estadísticas estaban manipuladas, pero en 2016, el INDEC reveló que  un 30,3 de los habitantes en el país eran pobres. Al final del gobierno de Cambiemos, y a pesar de las promesas de “Pobreza Cero” de Macri, el índice subió al 35,5 por ciento. Los datos son reveladores sobre el impacto que cada modelo económico tuvo en la distribución de los ingresos y la imposibilidad de millones de familias de acceder a la canasta básica alimentaria.
El viaje de placer de jueces, directivos de Clarín y funcionarios de Rodríguez Larreta a la estancia del inglés Joe Lewis, describe la ostentación y los niveles de impunidad de quienes disfrutan las mieles del poder real. Una elite que nunca necesita de la construcción política para intentar alcanzar una mayoría popular. A través de chats y fotografías en los aeropuertos, se evidenció la capacidad de operar para tergiversar la opinión pública y desviar las causas judiciales en las sospechas por dádivas. El gobierno que los cuestiona es también el que se mostró inoperante para avanzar en una reforma judicial y los financia a través de millonarias transferencias de la pauta oficial. Durante tres años han intentado ladrar, sin morder nunca. Alberto Fernández tuvo la lapicera, pero nunca alcanzó la mayoría parlamentaria ni la fortaleza del cargo que ostenta, para incomodar a los que mueven los hilos de la marioneta.
Cómo sucedió siempre con todos los gobiernos, el kirchnerismo defendió al principio los negocios de Clarín y terminó enfrentado con la corporación. Con la Justicia resultó un poco más complejo. Comodoro Py es un lugar de manipulación política pero, sobre todo, un ámbito de garantía y defensa de las exigencias del poder económico. El fallo por la causa de la obra pública implosionó los armados políticos para el año que viene. Sin Cristina en las listas, el peronismo y la oposición quedan huérfanos de un mensaje que trascienda el reduccionismo de la grieta. Y todo sucede en un contexto de emergencia social donde los asalariados pierden cada mes, inmersos en  la advertencia creciente de una reforma laboral que termine de vulnerar conquistas de años.  Javier Milei y Patricia Bullrich son la representación caricaturesca y peligrosa de un tiempo que espera institucionalizar las matrices de un país para muy pocos. Si antes fue gradual, el neoliberalismo espera actuar a los sopapos, sin medias tintas. La recuperación de un sentido republicano que defienda intereses nacionales, requiere de espacios de fortaleza política. La necesidad de arrebatar lugares ocupados por oscuros personajes que nunca serán interpelados por el voto popular. Un objetivo difícil de alcanzar cuando millones de trabajadores no pueden pagar sus cuentas, ni siquiera, con un empleo formal.