“El principito”, la Reina y los muertos en Malvinas

Por Pablo Callejón

Margaret Thatcher llegaba 15 minutos antes de cada reunión con la Reina. Isabel, dejaba que el tiempo transcurriera con la primera ministra en la lujosa sala de espera. La Dama de Hierro admiraba el rol que ostentaba la Monarca, pero no ocultaba sus diferencias. En 1985, Thatcher se negó a imponer sanciones al régimen racista en Sudáfrica, mientras Isabel y sus súbditos de la Mancomunidad Británica de Naciones empezaban a sonrojarse por la muerte de negros apaleados en Johannesburgo. Cinco años después, cuando Nelson Mandela abandonó la cárcel de Robben Island, la mujer que aguardaba con paciencia inglesa los 15 minutos que exigían cada encuentro en el Palacio de Buckingham, se recluía en su domicilio de Dulwich donde viviría sus últimos años de fugaces admiradores, habitaciones solitarias y un final con demencia senil.
Los votos por la independencia de los ciudadanos de países sometidos a la colonización del imperio británico pusieron a Isabel en una encrucijada que resolvió con eficaz diplomacia. La Reina aceptó otorgarles un status de libertad burocrática, aunque ya no podrían desprenderse del cerrojo económico que se había impuesto en tantos años de subordinación. Con las Malvinas fue diferente, la mandamás del trono siempre resultó inflexible. En un recorrido a caballo por los campos del Castillo de Windsor, Isabel le confió a Ronald Reegan que recuperarían el poder sobre las Islas tras la declaración de guerra de la Dictadura al mando de Leopoldo Fortunato Galtieri. El presidente norteamericano olvidó señalar que habían capacitado con alta eficacia a los torturadores argentinos antes de asegurar la plena colaboración estadounidense en el conflicto bélico.
El 8 de mayo del 2013, Isabel habló por última vez de Malvinas. Defendió por enésima vez “el derecho de autodeterminación de los habitantes de las Malvinas y Gibraltar”, los dos territorios usurpados que sobreviven como últimos vestigios del arcaico colonialismo británico.
La obsesión de la Reina por Malvinas no era solo por el interés político o estratégico de ultramar. Para Isabel, fue siempre algo personal. “Que traigan al principito”, había lanzado Galtieri mientras desplazaba con el dedo índice los peces de hielo de su vaso de whisky. Andrés, el tercer hijo de su Majestad, prestó servicios en el portaaviones HMS Invincible y como piloto de helicópteros. Cuando la rendición argentina ganaba las portadas de los diarios del mundo, Thatcher le cedió al “principito” el mérito de convertirse en el rostro de la victoria inglesa como “héroe de las Falklands”. Las cosas para Andrés no resultaron tan fáciles después de la guerra. Fue despojado de todo tipo de grado militar y tratamiento de Alteza Real cuando la Justicia determinó su participación en la red de corrupción de menores junto a su amigo, el pederasta y multimillonario Jeffrey Epstein.
El canillita que lanzó los Penguin News sobre las alfombras de ingreso de las casas de Puerto Argentino no reveló mayor efusividad que en los días anteriores. Un documento con tono oficial de agradecimiento al respaldo de la Reina durante el conflicto bélico fue el texto más extenso del único diario impreso en Malvinas. “Como jefa de la Commonwealth, su Majestad ha apoyado a nuestras islas en muchos acontecimientos importantes, incluida la invasión y posterior liberación “, sentenció el texto escrito con el formalismo de las cinco de la tarde.
El último símbolo del siglo XX murió a los 96 años después de siete décadas de un reinado que “cimentó la roca donde se construyó la Inglaterra moderna”, según afirmó una joven mujer de ojos azules y mejillas gringas ante el extenso despliegue de flores, cartas al cielo y fotografías con el rostro de la anciana de pelo de cenizas.  Las 775 habitaciones del Palacio parecían inmensamente vacías en la mirada de los cientos de británicos conmovidos por el deceso de la mujer que marcó el pulso de la vida del país con un corazón a prueba de escándalos y herederos que la despertaban en madrugada después de largas noches de parranda.
También a las reinas que pueden elegir el Castillo que deseen para pasar un fin de semana, la vida puede enfrentarlas a un Don Juan con medallas de guerra que nalguea a las doncellas en los amplios pasillos de Windsor o Holyrood.  Con Felipe se habían casado el 20 de noviembre de 1947. El novio le regaló un brazalete de diamantes y la plebe les envió unos 10 mil telegramas de felicitaciones. En total, sobre los sillones de Buckingham debieron acomodar unos 2500 regalos que llegaron desde diferentes lugares del mundo. Isabel lució un vestido realizado por 25 costureras y 10 bordadoras que decidió pagar con cupones de racionamiento, como un gesto de presunta austeridad. Mientras disfrutaban de unas calurosas vacaciones en Kenia, les llegó la noticia de la muerte de Jorge VI. Lilibet se mostró convencida de asumir el rol que le otorgaba el fallecimiento de su padre. El vocero de la monarquía anunció a Isabel II como soberana del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus otros Reinos y Territorios Reina, Jefa de la Mancomunidad de Naciones y Defensora de la Fe.
Charles III no durará tanto en el cargo para ver pasar a 15 primeros ministros británicos, 13 presidentes de Estados Unidos y 7 papas. El mayor de los hijos de Isabel y Felipe debió aguardar más que ningún otro primogénito real para alcanzar el trono. Al menos gobernará acompañado por Camila Parker Bowls, la mujer que lo esperaba detrás de la puerta cuando Carlos abandonaba la habitación que compartía con la princesa Diana. Con menos popularidad que el quinto Beatle, Carlos deberá lidiar con los prejuicios de un pueblo que suele recordar cuando le pedía a los empleados del reino que plancharan los cordones de los zapatos y no olvidaran su marca favorita de papel higiénico.
Mientras Mauricio Macri y un puñado de políticos argentinos mostraban su dolor hacia el pueblo británico por la muerte de la Reina “que se desempeñara con honor como Jefa de Estado por siete décadas”, el nuevo Rey desempolvaba el saco con cinco estrellas honoríficas como almirante de la Flota, mariscal de campo y mariscal de la Real Fuerza Aérea. En la inmensidad del Palacio aún no se ventiló el hedor de la historia oficial. Charles disfrutaba de su luna de miel cuando los soldados argentinos se morían de frío en las improvisadas trincheras de Darwin.  Resultará difícil imaginarlo dejar pasar los 15 minutos que le marcarían los puntos a la primera ministra Elizabeth Truss. Aún más complejo sería encontrar algún sesgo de modernidad en el discurso que habilite el fin de la resaca imperialista sobre las islas usurpadas. El bastión de un tiempo de piratas del siglo XVII que decidieron apropiarse de un territorio a casi 8 mil kilómetros de distancia del estadio de Wembley.