Los atajos y el cerco de impunidad
Por Pablo Callejòn
La arrogancia y severidad parcial del Tribunal que juzga a Marcelo Macarrón se observó en la primera audiencia. Fue antes de comenzar el juicio. Los jueces, en particular Daniel Vaudagna y Natacha García, se mostraron implacables con los periodistas que solo pedían ingresar con su elementos de trabajo a la sala. Acompañados por custodia policial y gestos prepotentes señalaron que las normas resueltas exigían dejar el celular en una caja, bajo custodia de la Cámara, o bien, recurrir a una sala de prensa donde un agente de la Policía observaría celoso cada movimiento, para evitar que los periodistas grabaran algún testimonio de testigos. La decisión de condicionar el trabajo de la prensa fue un hecho excepcional. Nunca antes había sucedido en esos términos. Una señal de advertencia sobre lo que finalmente ocurriría en el proceso oral y (casi) público. Marcelo Brito, abogado del viudo, había pedido la declaración de 296 testigos. Ayer, cambió de opinión. “Desde el punto de vista del proceso, no falta recepcionar el testimonio de ningún testigo vinculado a este hecho, por lo que se ha reducido este debate”, afirmó el letrado cordobés que manejó a placer el desarrollo del juicio. Lo dijo el mismo día en que el “Francés” Miguel Rohrer y su esposa Valeria pasearon su malestar por Tribunales. Habían sido citados el lunes a declarar y 48 horas después, desestimaron su presencia. El pedido para dar marcha atrás habría sido formulado por Brito con el acuerdo implícito del fiscal Julio Rivero. El abogado defensor admitió estar desinteresado por lo que podría decir Rohrer. Solo necesitaba embarrar la cancha, una vez más, agitando sospechas sobre otros para resguardar su estrategia defensiva. Lo hizo con la complicidad, por acción u omisión, de un fiscal de Cámara que apeló a un discurso endulzado en el inicio del juicio y luego fue una sombra, de preguntas obvias, incapaz de poner en aprietos a testigos que se pasearon como antes lo hicieron durante la etapa de instrucción de la causa. Rivero llegó condicionado al juicio por una acusación sustentada en indicios y presunciones. El fiscal de Instrucción Luis Pizarro desestimó la única prueba objetiva de ADN y avanzó en una acusación que puso a Macarrón como instigador del crimen. El viudo habría contratado a uno o más sicarios para asesinar a Nora, mientras él disputaba con amigos un torneo de Golf en Punta del Este. Sin fortaleza probatoria previa, el relato necesitaba de alguien que hablara de más, se quebrara, rompiera el cerco de silencio. Nada de eso sucedió hasta ahora. Hasta la participación de Daniel Lacase fue un fiasco. Lloró el viudo, lloró el vocero y nadie lloró por la víctima. Se lanzaron dardos envenenados entre testigos por viejas cuentas, hubo comentarios de pasillos, algunos recuerdos olvidados y nada más. Solo la presencia de jurados populares genera alguna expectativa de romper la mirada clasista e indulgente sobre el proceso. Ellos deben determinar si el hecho existió y si Macarrón es culpable. La imagen que dejaron las audiencias fue de personas agobiadas por extensos testimonios irrelevantes y el fastidio por largos días de monotonía. Volvieron a hablar de Nora para revictimizarla. Dijeron que Rohrer la besó, recordaron viejos rumores de amantes, hablaron una vez de su vida privada. Nadie la defendió. Hubo tibios reclamos de Justicia y poco más. A lo largo del juicio pareció dejar de importar el crimen de la víctima y solo buscaron reparar en el desvarío que sucedió después. El juicio no terminó, pero queda la amarga sensación de un penoso atajo hacia la impunidad definitiva.
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