Laura, la madre de todas las batallas

Por Pablo Callejón

Los días previos a la marcha fue recorriendo todos los pasillos. Conocía cada rincón del Hospital. Aunque, sobre todo, en cada rincón del nosocomio la conocían a ella. Estaba harta de la generosidad de las enfermeras que “daban a escondidas” lo que el PROFE le negaba. Sentía que era indigno. Solo pedía lo que era justo. Su hija nació con síndrome de Dandy Walker (anomalías cerebrales), síndrome de West (encefalopatía epiléptica), síndrome de Aicardi (estructura que conecta los dos lados del cerebro está parcial o totalmente ausente) y una hidrocefalia no evolutiva. La complejidad del cuadro exigió intervenciones con traqueotomía y gastrostomía, sumadas a una válvula de derivación ventrículo peritoneal. Laura aprendió cada término y los rigurosos protocolos de actuación. Se hizo experta en enfermedades atípicas que ponían en riesgo la vida de su Dana. El resto de las mujeres en las salas intermedias y de terapia la alentaban en un reclamo que debía visibilizar las miserias de un Programa Federal que ensañaba su inútil burocracia con humildes y marginales. Lideradas por ella, la mañana de la concentración, un grupo de mujeres exigió cambiarlo todo en las oficinas donde tantas veces debieron suplicar. “Era 2016, nosotras sabíamos que ante cada cambio de gobierno volvían las demoras. Pero, estábamos cansadas. Después de la marcha, aparecieron las jeringas, las zondas, los medicamentos, lo que pidiéramos. Nos mandaron a la farmacia y salimos con las bolsas repletas de insumos para nuestros hijos. Entró nuevo personal y cada empleado ya sabía que estábamos dispuestas a luchar ante cualquier incumplimiento”, afirmó la mujer capaz de patear los escritorios de los burócratas sin corazón.

Laura Verónica Rivero nació en la Maternidad de Río Cuarto, aunque vivía en Holmberg. Fue la tercera de siete hermanas, todas mujeres. Su madre “la entregó” a Esther, la vecina que la adoptó con el compromiso de “querer trabajar y respetar valores”. Era solo una niña para comprender el peso de tanta responsabilidad, pero no tenía opción. Repitió segundo grado y llegó al secundario siendo adulta. Se enamoró y de aquel vínculo nacieron Diana, Franco y Federico. Ocho años después, dio luz a Dana. Su pareja se fue a los pocos meses, mientras ella intentaba estabilizar a la beba. Cuando todo parecía desmoronarse, Laura fue la contención de los otros. La mujer agradeció que su hija estuviera contenida en el Hospital y que sus hijos durmieran bajo un techo caliente. Había trabajado en algunos restaurantes y lugares de venta de comida, hasta que toda su vida se redujo a las habitaciones hospitalarias. “Cuando nació Dana perdí el trabajo. En el último tiempo había comenzado a emplearme en casas de familia y me gustaba. Sentía ese orgullo de entrar en un lugar todo desordenado y que al final del día quedara en evidencia lo que había hecho”, recordó. Los primeros cuatro años de su hija no pudo separarse de la niña. Para intentar ganar algún dinero, sobre la cama del Hospital hacía souvenirs para bautismos o cumpleaños. También depilaba las cejas de las enfermeras que, en gesto de agradecimiento, le “tiraban unas chirolitas”. Aunque no se había formado en estética femenina, lo hacía muy bien. Cuando logró ahorrar algo de dinero comenzó a vender ropa entre las mamás de las otras habitaciones y las trabajadoras de la salud. Cuando volvió a casa con Dana, la vida en el hogar se había convertido en otra sala de urgencias.
Franco había ingresado en un cuadro depresivo y la adicción a las drogas anticipó su drástica decisión. Laura hizo todo por salvarlo. Recurrió a organizaciones asistenciales y a cada oficina del Estado. Logró que lo internaran durante algunos días y hasta celebró cuando volvió a casa dispuesto a cambiar. Estaba demasiado sola. Las recaídas se hicieron más frecuentes. “Nadie me daba una mano. Hasta le pedí a la Justicia que por favor lo detuvieran porque tenía miedo por él. Perderlo fue un dolor que me hizo mucho daño”, recordó inmersa en llanto.
Largos meses de reclamos, formularios y notas médicas le permitieron sostener una internación domiciliaria para Dana. Necesitaba volver a trabajar y las puertas del empleo doméstico se abrieron una vez más. “Llegaron a emplearme en varias casas y todavía me esperan. Hubiera seguido allí, pero ya no puedo, aunque quisiera, no puedo”.

La noche de los disparos, Laura debió estar algo dormida. Pudo contar hasta cinco impactos. El amigo de Agustín le pedía que llamara “a la Policía y la ambulancia”. ¿Qué habían hecho con su hijo? Cómo pudo se comunicó y salió a buscarlo. El cuerpo estaba desvanecido entre la vereda y la calle. “Eran para mí las balas, yo voy a hacer Justicia por él”, gritaba el joven. Una mujer era la principal sospechosa. Agustín no estaba en las drogas, aunque su amigo habría mantenido una deuda que desató la tragedia. Dos años después, la agresora fue condenada a 18 años de prisión. El día de la sentencia, Laura concurrió con Dana hacia la puerta de Tribunales. Esperaron juntas el fallo que dispuso el fin de la batalla judicial, para dar lugar al necesario duelo. “Cuando asesinaron a Agustín comencé a tener pánico de salir. No es miedo a que me hagan daño. Ya me arrebataron a mis hijos, nada puede ser peor. Me han asaltado, no me importa eso. Tengo miedo a perder la razón, de llorar y quedar paralizada. Me ha sucedido. Es un dolor infinito”, reconoció. Ya había perdido la confianza en su psicóloga y sin más espacio para la fe, resolvió dejar de creer en Dios. “Estaba muy enojada y aún lo estoy. Soy cristiana y las chicas de la Iglesia vienen a casa cada día. Al principio, no quería verlas, pero nunca dejaron de visitarme”.
Con Dana comprendió que los estímulos del amor pueden acercarla a lo imposible en un desafío que nunca termina. Expuso las burocracias de pasillo, el clasismo que asfixia a los jóvenes vulnerables y el desvelo por la muerte que ensordece las madrugadas del barrio. Demasiado peso para una mujer capaz de armar souvenirs de bautismos y al mismo tiempo, imaginar cómo extirparle al sistema algún resabio de su cobarde inequidad. Una madre de todas las batallas.