Pregunten por Norma

Por Pablo Callejón

Cada mediodía, siete ancianos esperaban el sobrante de la comida del Paicor frente a la escuela Almirante Brown. Norma los citaba por sus nombres o apodos. Observaba aquel ritual de pobreza y marginalidad con el dolor de los que se reconocen en el aturdimiento del hambre. La mujer de mirada profunda y voz pausada vivía a pocos metros del centro educativo junto a Marcelino y sus dos hijas, Alba y Jimena. Un día de 1996 las viandas no alcanzaron. Alguien avisó a los hombres que aguardaban afuera que no había sobrado lo suficiente. Norma llamó a Jimena y le pidió que invitara a los siete ancianos para almorzar en casa. Hubiera resultado difícil explicar cómo podrían distribuir el alimento entre tantas personas cuando apenas alcanzaba para la familia. No se trataba solo de tener esperanza. Ese suele ser el argumento de los que nunca se fueron a dormir sin una cena caliente. Son los afortunados que les piden a los pobres resguardarse en la confianza y la espera. A Norma le sobraba corazón. Aquel día almorzaron once personas en la mesa que aguardaba a solo cuatro. Fue el inicio de todo. Comenzó a gestarse el hogar que sumó habitaciones, una gran cocina de acero inoxidable, el comedor abarrotado de comensales humildes y un vivero parido por las mujeres gestantes de esfuerzo. Lo llamaron Madre María de Dios, aunque para entrar primero había que preguntar por Norma.

 Hasta el último día antes de la internación hospitalaria, Norma coordinó a los equipos de trabajo. La enfermedad de obstrucción pulmonar crónica que enfrentaba la sometía a largas sesiones de tos y falta de aire. Su vocación solidaria era la bocanada que oxigenaba la voluntad de lucha. Su compañero de vida la conoció cuando solo eran dos personas de fe, con poco para compartir. Marcelino supo advertir en carne propia el drama que solo puede aliviarse con un plato de comida. “El hambre te lleva a perder la razón de ser. Querés comer a cualquier precio. Comido pensás, con hambre no. Dios no nos brindó universidad, pero nos entregó la gracia de comprender a los que necesitan “. El hombre que desafía desde hace más de dos décadas las variables de la economía real, comprendió a los indicadores que pueden medirse a diario con el eco de los ruidos en la panza.

“La pobreza sigue, pero los políticos no cambian”, lamentó Marcelino. A los 60 años, las decepciones vierten la sal sobre las mismas heridas. Con Norma estuvieron convencidos de una conversión espiritual que los ayudaría a enfrentar todos los dolores, incluso los que ya no resultaban propios. Él decidió conducir la vieja camioneta que llegaba repleta de trastos para refaccionar y bolsones de mercadería. Las mujeres al mando de Norma se ocupaban de la cocina y el preparado de viandas. Por la pandemia, debieron cerrar el alojamiento para personas en situación de calle y el comedor. Las carencias de espacios exigieron doblegar el esfuerzo. Nadie abandona el Hogar y regresa al día siguiente sin la certeza de haber aportado algo. “Lo que sostiene este lugar es el sentido de pertenencia. Las personas que reciben la comida dejaron su trabajo a cambio. Surcan la tierra en el vivero, ayudan en la cocina o en la distribución de la ropa. No queremos encontrarnos con la vergüenza que mucha gente siente al pedir. Por eso confiamos en la tarea colectiva. Todos y todas son parte”, reflexionó Marcelino frente a la virgen que custodia el ingreso a la casona, ubicada en la unión de las calles Río Tercero y Río Primero, a metros del lecho de aguas que nunca bajan turbias.

Los esposos Estefanía advirtieron que “el hambre te quita la razón de ser y hacés lo que sea por comer”. No hay mayor gestación de violencia que la habitualidad del estómago vacío. “Cuando tenés la panza llena, o algo llena, la perspectiva de vida cambia. Sabemos lo que es el hambre, el frío y el abandono. Acá no te la cuenta nadie”, afirmó convencido Marcelino.
A los 56 años la muerte es un arrebato furtivo sobre la vida. Norma era muy joven y demasiado necesaria. La impertinencia de una enfermedad que le aprisionaba los pulmones no logró impedir la obra inconmensurable que sobrevivirá al acta de defunción.  Las penurias de los ancianos abandonados y las mujeres que cargan con las urgencias de sus hijos, seguirán encontrando un hogar donde no falte un plato sobre la mesa. La gesta ha multiplicado corazones enardecidos de amabilidad. Queda finalmente un antídoto para los abatidos del sistema. Solo deben preguntar por Norma.