
Son muchos más
Por Pablo Callejón
Soy Claudia. Nací una mañana de otoño, creo que eran las 6. Puedo contarles quien es mi mamá, cómo se llama mi papá. El día que llegué a este mundo volvimos antes del atardecer a casa. Creyeron que era lo mejor. En el camino cruzamos controles policiales, conductores nerviosos, mujeres que rogaban por algo. Un día de invierno salimos de noche, era un miércoles. Papá gritaba eufórico y mamá estaba feliz por él. Me vistieron de una ropita blanca con una vincha de paño celeste. Hicimos una cuadra en Fiat Europa 125 y ya estábamos detrás de una larga fila de autos. Ese día le ganamos a Perú un partido imposible. Eso pude saber muchos años después. Había una alegría explícita, con gritos de desahogo. Y había también gente triste, muy triste. Aquel 21 de junio quizás nacieron otros niños y niñas que aún no saben quienes fueron sus padres. Era un tiempo donde algunos bebés eran paridos en salas de tortura, arrebatados de los brazos de sus madres. Salas con camillas de cuero, donde dolían más las quemaduras de las picanas que las heridas del parto. Soy Claudia, eso lo se. Me pregunto cómo se llaman ellos. Cuál es el nombre que hubiesen elegido sus padres. Cómo los llamarían las abuelas que aún los buscan. Papá se quejaba del trabajo y los salarios cuando volvía de la fábrica. Las primeras protestas en el laburo habían terminado mal, eso me dijo. Aprendí a caminar y pronto iré al jardín. En la tele un hombre de uniforme asegura que los soldados están bien y volverán “con unos kilos de más porque comen mejor que en casa”. Parece que estamos en guerra.
Soy Felipe y voy al Centro Educativo General San Martín. Todavía las escuelas tienen nombre en lugar de números. Soy algo flaco y desgarbado. Me siento atrás para no molestar con mi estatura. Como todos, uso guardapolvo blanco. Soy la segunda generación de mi familia en ir a la escuela pública. Norma, mi mamá, está segura de que seré el primero en concretar una carrera universitaria. Me ilusiono con ser médico, aunque la cosa viene mal. El taller da cada vez menos. Los autos se rompen y los dueños quieren arreglarlos, pero la plata no alcanza. Mi viejo dice que no vale nada. Todavía conserva algunos australes, solo para hacerse mala sangre. Mis tíos vendieron todo y decidieron irse a vivir a España. Me pregunto siempre si no extrañan. No me imagino llegar a clases y que no estén mis compañeros al lado. Tampoco quisiera que me alejen del campito donde jugamos al fútbol. A media cuadra vive Soledad. Hace poco le escribí una carta y nunca me respondió. Sin embargo, cuando entro al aula me mira distinto. A veces, nos observamos un rato, como si nadie más estuviera en clases. Mi vieja dice que lo mejor sería ahorrar en aceite, azúcar, harina y fideos. Antes íbamos todos al supermercado y cada uno elegía algo. Hoy nos quedamos un ratito, a veces ni bajamos del auto. Solo compran lo necesario. A ella le gustaría ahorrar en comida, pero no puede. La he visto llorar cuando prepara la cena. Mi papá dice que ella hace milagros. Los dos son radicales, lo sé porque siempre me hablan de Raúl Alfonsín. Ellos confiaron en aquello de que la casa estaba en orden. “Con la democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura”, les dijo y los conquistó.
Soy Natalia, la mayor de dos hermanos. A veces me hubiese gustado nacer antes y otras veces, mucho después. Supongo que de eso se trata ser adolescente. Me abruma el mundo que se ofrece en etiquetas y me dicen rara. No quiero vestir a la moda, pero aquí todos lo hacen. Aunque cambian sus colores, las faldas, el nevado de las camperas, las zapatillas de tenis, las camisas leñadoras, todos se parecen. Van uniformados. Yo los veo así. Me gustaría armar un centro de estudiantes, sentarnos en ronda a discutir el mundo. Nadie me lleva el apunte. La profe de historia nos hizo un test vocacional y la mayoría eligió carreras que permitan ganar dinero. Usan buzos Nasa, camperas Hendy y zapatillas Ellesse. A veces les cambio el nombre por la marca de la etiqueta más visible. A Mariano, el chico que me gusta, cuando me enojo lo llamo Tavernitti. Es raro pero son los políticos los que nos invitan a hablar mal de la política, como si sacaran alguna tajada de eso. Las ministras aparecen desnudas en bañeras y los ministros nos quieren convencer de venderlo todo. Yo se que está mal. Nadie vivirá mejor si regala lo único que tiene. La plata que cobremos servirá solo para hoy, los recursos nacionales pueden durar para siempre. Parece obvio, pero una mayoría está empecinada en opinar otra cosa. Hay vecinos que viajan a Miami y compran licuadoras en cuotas que se fijan en dólares. Mi viejo solo pudo adquirir una tele a color que no puede disimular la angustia que genera cada vez que llega la cuota. No somos gente de fe, pero en casa agradecen tener trabajo. Nunca le creí demasiado al ministro de voz finita que nos cambiaba un peso con la cara de Pellegrini por un billete con el rostro de Whashington. Las cosas vienen mal y cada vez hay más angustiados.
Soy Agustín y estoy en cuarto año de administración de empresas en la Uni. A veces, también trabajo. No es fácil. Probé en un bar, estuve en dos tiendas y hasta vendí planes para sumarte al cable. Desde que transmiten el fútbol, es una mina de oro. Para ellos, claro. Los viejos ya no pueden con el alquiler, pero quieren verme recibido. Viví en una pensión, con dos amigos del pueblo, un año con un compañero de facultad y ahora, estoy solo. Conseguí una pieza con portón de chapa. No solo la puerta, todo el frente es un enorme portón de chapa. Los chicos se ríen y dicen que me van a visitar a una verdulería. En invierno me tapo con tres frazadas, no puedo usar una garrafa todos los días. Cada vez podemos menos. Cuando termine la carrera me habré convertido en el primero de mi familia en tener un título universitario. Mis viejos soñaban eso, yo siempre lo creí posible. Tendré una difícil tarea cuando me reciba. En el país, las crisis se repiten en ciclos donde todo parece desmoronarse y pensamos en refundarnos ante cada cambio de gobierno. Esta vez, la ilusión se esfumó demasiado rápido. El presidente no es aburrido. No sube a un Ferrari ni lleva vedettes a la Casa Rosada, pero dejó entrar nuevamente a Cavallo, el ministro de la voz finita, que aparecía en las imitaciones de Alfredo Casero. Martín y Laura ya no van al campus. Hablé con ellos y seguirán estudiando desde el pueblo, sin pagar alquiler. A Pamela la vi por última vez en la asamblea contra el ajuste de López Murphy. Ramiro siempre estuvo enamorado de ella, está seguro verla otra vez en la Uni cuando todo esto pase. Me pide que vayamos al centro, como en Plaza de Mayo y decido ir. Mi viejo me pregunta si estoy bien, está preocupado por lo que observa en la tele. Nunca fue aburrido el gobierno en el poder. Ahora, ni siquiera sabemos quién está.
Soy Mariana. Mamá de Joaquín y estoy en espera de Pía. Cuando lo digo así mis amigas se matan de la risa. Parece la frase de uno de esos formularios que me toca llenar todos los días. Me recibí de trabajadora social hace 5 años y comencé a trabajar con Joaco en la panza. Con el segundo embarazo tuve que parar. Un poco, claro. Intento no desprenderme de las historias que busco contener todos los días. Cree que allí está el problema, desde hace mucho tiempo solo buscamos contener. A los pobres, los marginales, los desocupados, los excluidos. Contener es solo abrazarlos. Y Cada vez son más los que necesitan de esa contención. Es un abrazo estructural que recibieron los abuelos, ahora las madres, sus hijos y más tarde, sus nietos. Vidas desorganizadas por la falta de trabajo, sus casas hacinadas, la estigmatización de los burócratas de la meritocracia. La economía perturba sus vidas y el Estado los contiene. Me ilusiona que el presidente se proponga no dejar sus convicciones en la puerta de Casa Rosada. Casi todos lo hicieron antes. Creo que el tiempo será distinto, quizás mejor. No tanto por ellos, sino por ellas. La revolución no recaerá otra vez en los hombres. Quisiera ver en Pía un mundo mejor. Espero que Joaco sea también feminista. El amor sobrevive en las personas, no en sus géneros. Los imagino en un mundo más inclusivo, donde unos no deban pensar solo en contener a otros. En lugar de contener, transformar. Dar vuelta la tortilla y que los poderosos estén obligados a compartir los cubiertos.
Soy Pablo, papá de Jazmín y Sabina. Me recibí hace 20 años y soy el primer egresado universitario de la familia. Estudié siempre en la educación pública. En el campus conocí a mi compañera, aunque ella no me conocía. Dos décadas después, Cari es mi novia y pude concursar como docente de la carrera que me convirtió en Licenciado. Soy hijo de un padre mecánico y una madre que podría ganar cualquier concurso de empanadas en el mundo. Hago periodismo por convicción, pago mi casa en cuotas, tengo un auto modelo 2012 y la tarjeta casi siempre al borde del límite. Me gustan los discos de vinilo y los libros con apuntes garabateados en sus bordes. Voté con esperanza, por conveniencia y pertenencia de clase. Cada elección me hace feliz. Voy con mis hijas, en una experiencia donde ellas se apropian cada vez más de los actos de la ceremonia. La última vez, Sabi sonreía mientras ingresaba el sobre en la urna, como si fuera el rostro de un político en campaña. Siempre espero que ellas voten mejores motivaciones que las urgentes. Viven en un país donde la mitad de la gente es pobre. Y casi seis de cada 10 niños o niñas como ellas residen en hogares inmersos en la pobreza. Un tercio ni siquiera puede confiar en cenar todos los días. No solo hay menos trabajo, también es más precario. Hace 40 meses que los salarios pierden contra la inflación. Parece ficcional, pero no lo es. Una paritaria del 47 por ciento resulta insuficiente. Los que ganaban antes, ganan también ahora. Pero los que pierden, hoy son muchos más.
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