
Con permisito, dijo Monchito
Por Pablo Callejón
Monchito se las arreglaba para que lo dejaran fumar en el set de grabación. Había alcanzado el guiño de Emilio Azcárraga Milmo, el cabrón dueño de Televisa. Nadie más hubiera logrado convencer al empresario que manejaba a su antojo cada espacio de la poderosa cadena de televisión. Quizás tampoco, se hubieran atrevido a pedirlo. Solo Monchito fue capaz. Un actor desvaído de aspecto bonachón que deslizaba la mandíbula hacia su derecha cada vez que masticaba bronca. No dejó de fumar ni siquiera después de saber que moriría de cáncer. En las últimas dos semanas de vida ya descansaba en paz. Lo habían sedado en la habitación del Hospital Santa Elena de la capital mexicana, donde murió a los 64 años. El funeral tuvo la modestia que nunca abandonó. Una inscripción sobre la cripta fue su último homenaje. Monchito se había ido de este mundo sin haber pagado nunca la renta.
Ramón Valdéz ya había participado de medio centenar de películas en la época de oro del cine mexicano cuando recibió el llamado de Gomez Bolaños. “Se tu mismo” le pidieron y algo de eso, finalmente sucedió. Carmen, una de sus hijas, aseguró que Don Ramón se parecía mucho a su padre. Aquel actor, que solo le iba al Necaxa, tenía esa extraña capacidad de conjugar risotadas grotescas con un aire “gruñoncito” que resultaba igualmente encantador. No siempre tuvo el bigote con forma de herradura, ni las patillas que cubrían parcialmente sus pómulos. En algunas ocasiones vistió de traje y rara vez abandonaba el gorro piluso que despuntaba los hilos por tantos años de uso. Antes de recibir las cachetadas de Doña Florinda y jugar a las escondidas con Don Barriga, fue el Rascabuches, Tripa Seca y el pirata Alma Negra. El rol secundario que le otorgó la historia a su personaje de Peterete junto al Chómpiras de Los Casquitos, solo podría justificarse por la inobjetable condición de haber sido Don Ramón.
Monchito no contaba los ahorros por millones, ni le interesó demasiado la fama. Fue vendedor de muebles para compensar los escasos ingresos de un actor de reparto y durmió en incómodas casillas durante los viajes circenses junto a Carlos Villagran. El día en que murió, la Bruja del 71 lloró sin consuelo en la sala funeraria a la que nunca arribaron otros protagonistas de la vecindad. Lo habían matado en tantas ocasiones, aunque esta vez era real. La remera negra desteñida por tantos lavados y las zapatillas de tenis argumentaban mejor su memoria que la esmerada tarea de los expertos en tanatopraxia. En vida, fue padre de diez hijos con tres parejas distintas. A veces pedía dinero para llegar a fin de mes, aunque no tuvo reparos en presentarle la renuncia al Chavo cuando Doña Florinda tomó demasiado las riendas del programa. Se fue con Quico y nunca más volvió.
Un 8 de agosto de unos 33 años atrás, Don Ramón nos hizo llorar a todos. Una multitud se abalanzó sobre la funeraria Gayosso de Sullivan para despedir al Monchito que nos advirtió que “ningún trabajo es malo… lo malo es tener que trabajar”. Habían pasado cuatro años del diagnóstico médico y muchos atados de cigarrillos quedaron escondidos debajo de la cama del Hospital. Ramón Valdéz había exigido demasiado al corazón que latía con el pulso de un temple cascarrabias. No estaría mal convocarlo en alguna tarde de espíritus chocarreros, aunque nos aguarde el miedo por una nueva chiripiorca. Sería una buena oportunidad para contarle que no lo hubiésemos podido ayudar con la renta, aunque hicimos todo lo posible para avisarle cuándo llegaría a cobrarle Don Barriga.

La salita de juegos rotos
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