El petiso camorrero
Por Pablo Callejón
En el boxeo ganan los que pegan más fuerte. Estaba convencido de eso. En el patio de la escuela los bravucones perdían con los que golpeaban firme. Un puñetazo, dos y calladito la boca. Roberto Pucheta me aseguró que estaba equivocado. “Pibe no sabes mucho de boxeo. Tuvimos campeones mundiales que te molían a golpes, como Monzón. Pero también estaban los que se llevaban el cinturón sin pegar demasiado. Nicolino te ponía la cara y esquivaba las piñas. Era un showman, un intocable en serio. No alcanza con golpear fuerte, hay que saber pelear”. De aquella charla me volví con una decena de revistas El Gráfico y un par de alfajores de maicena. Nunca me gustó demasiado ese deporte, aunque me entusiasmaban sus leyendas. Pucheta había alcanzado la gloria con un petiso con pinta de camorrero. Lo había descubierto en un entrenamiento en el club Santa Paula. El pibe tenía 13 años y quería ser delantero de Nelson Tomás Page. El técnico le advirtió que debía sumar potencia en las piernas y lo mandó al gimnasio. En el galpón funcionaba un ring de box con un par de tipos que aguardaban ansiosos por incorporar nuevos púgiles. Pucheta les pidió a Horacio Bustos y al Nucho Ballari que prestaran atención al adolescente con cara de pocos amigos. Algunas semanas después, el petiso camorrero se fajaba en rounds de exhibición. En el club dejaron de llamarlo Santos. Cuando subía al ring todos gritaban por Falucho.
En la Sudáfrica del Apartheid los negros eran la carnada del león en el coliseo de los blancos británicos. Johannesburgo hervía por las protestas callejeras que provocaban recurrentes masacres. El 80 por ciento eran ciudadanos de razas originarias sometidas al dictamen de los mandatos de Londres. La tensión política impidió que estuviera repleto el estadio de Soweto, a solo 24 kilómetros de la gran ciudad. Con el diario del lunes pareció lo mejor.
A Falucho le costó demasiado bajar los 300 gramos que lo excedían límite para los moscas. Tito Lectoure le pidió que durmiera abrigado. El sudor no cambió demasiado las cosas. A las 6,30 de la mañana, Laciar tuvo que saltar la soga para dar con la talla. Peter Mathebula no estaba mejor. Confiado en azotar rápidamente al argentino aún desconocido, el campeón sudafricano relajó los entrenamientos previos a la defensa de su corona. El ring estaba en el medio de un estadio preparado para el rugby. Para satisfacer a los emperadores del dinero colonialista, eligieron al más accesible de la lista. El gladiador solo debía pegar más fuerte. Los policías blancos rodeaban el ringside y los agentes negros debían custodiar al público. Falucho sabía que no podría ganar por puntos. Mathebula se fue desmoronando en cada round y la estocada final fueron seis puñetazos consecutivos, como en los disparos de un fusil Kalashnikov. Laciar pidió que lo envolvieran con la bandera argentina. De niño deseaba ser abanderado de la escuela en Huinca Renancó. La vida le propuso cumplir su objetivo a los golpes.
Una multitud lo esperó a la altura de la Difunta Correa, sobre la ruta 35. Falucho llegó sobre una autobomba que anunciaba el arribo del campeón. Aquel recibimiento se recuerda tanto como el desplome de Mathebula ante la mirada absorta de los custodios de racismo. Tiempo después, Laciar decidió radicarse con su familia en Carlos Paz. Fue padre de tres hijas, se casó con el amor de su vida, perdió el título y lo recuperó en plena guerra de Malvinas. Los británicos atacaban las instalaciones del aeropuerto de Puerto Argentino, mientras Falucho castigaba a un Juanito Herrera lesionado en uno de sus brazos. Ganó tres Olimpias de Oro, fue elegido el mejor boxeador de los 80 y venció a todos los que osaron disputarle el cetro. Su último combate en Huinca fue el 6 de noviembre de 1982. El jovencito que no lograba darle con fuerza a la pelota se había convertido en el hijo pródigo que inflaba el pecho de todo un pueblo. Pucheta creía que allí radicaba la clave de su éxito. El petiso nunca se dejó marear por la fama. Costaba entender cómo podía conjugar la serenidad de una siesta de domingo con la bravura de un puñetazo capaz de noquear a los señores del Apartheid. La sabiduría de aquel promotor de batallas amateurs no pudo convencerme sobre las virtudes del boxeo. Solo puedo asegurarles que Falucho pegaba muy fuerte. Pero, sobre todo, sabía pegar mejor.
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