El algoritmo

Por Pablo Callejón

La mujer se advierte nerviosa. Cuenta el dinero y lo guarda nuevamente en el interior de una cartera de tela. Parecen billetes de mil pesos. La temperatura no supera los 10 grados. Está muy frío pero en la tele anticiparon casi 20 grados para el mediodía. No hay nadie en la fila y un agente de seguridad la invita a pasar. La mujer se niega amablemente. Debe tener unos 70 años, quizás más. Algunos minutos antes había observado a otras dos ancianas que ingresaban con bolsas del supermercado. Un remisero me cuenta que “las jubiladas son mayoría en la sala de juegos”. La vedette son las tragamonedas. Resultan naturalmente adictivas en esa combinación de luces de colores, sonidos envolventes y la engañosa oportunidad que parece revelarse en cada partida. A diferencia de las mesas de black jack o la ruleta, los slots no generan la desconfianza por la mediación de un crupier. Es un duelo personal entre el jugador y la máquina, nadie más. Los apostadores están convencidos de abandonar a tiempo. Se resguardan en la presunción de poder controlar a su antojo la tentación de volver a apostar. Un taxi se acerca a la puerta de ingreso. Las pasajeras abonan el viaje y bajan con alguna dificultad del vehículo. La mujer que contaba su dinero las saluda afectuosamente. Debió esperarlas unos 20 minutos. El guardia les coloca alcohol en gel en ambos manos antes de facilitarles el paso. Por unos segundos la puerta entreabierta permite advertir un espectáculo de ruidos hipnóticos y luminarias de neón. Son las 9 de la mañana y el Casino funciona a pleno.

Entre 2018 y 2019, las slots recaudaron en Río Cuarto más de 557 millones de pesos y derivaron unos 22 millones en impuestos al municipio. Con la recaudación de solo uno de los 24 meses contabilizados resultó suficiente para cubrir todas las obligaciones impositivas con la ciudad. La voracidad es abrumadora. La mayoría de quienes apuestan son trabajadores o adultos mayores con la jubilación mínima. El sistema se sostiene con los más vulnerables. Según datos del bloque de Juntos por Río Cuarto, hasta marzo del 2020, ingresaron al casino 130 millones de pesos. La pandemia impidió durante un largo periodo la actividad de la sala, aunque este año, nuevamente las puertas quedaron abiertas al antojo de un horario sin límites. Durante los meses de marzo, mayo y junio, las maquinas devoraron 111 millones de pesos y el Estado local solo recibió 4 millones 500 mil pesos. Desde su reapertura el hotel permaneció cerrado. El negocio no parece sustentarse en las habitaciones de la cadena Howard Jhonson. La clave es la dinámica insaciable de las tragamonedas.

Las tres mujeres abandonan la sala poco después del mediodía. Ninguna de ellas celebra la partida. Están exhaustas. Un taxista se ofrece a llevarlas. La mujer que contaba los billetes parece coordinar la decisión. Ya no tiene dinero. Acuerdan pagar al regresar a casa. En la televisión tenían razón, la mañana gélida de julio es ahora un mediodía otoñal. Una decena de personas aguardan la autorización para acceder. Los protocolos sanitarios ralentizan el ingreso. Nadie se revela ansioso. Están convencidos de dominar al tiempo, las apuestas, el dinero, los sonidos, las luces y la amable invitación a pasar. La moneda no puede caer siempre en cruz. El rodillo gira a una velocidad febril y los símbolos se esfuman. El apostador pulsa con la intuición de los afortunados. La ecuación matemática que garantiza la rentabilidad de la banca rara vez les permite salir de punto. Y no hay demasiado lugar para lamentos. El algoritmo esta vez no puede fallar.