Benditas madres

  • Por Pablo Callejón

Tac, tac, tac. Antonia cierra con fuerza los ojos, como si aún le dolieran los golpes de los bastones sobre el codo. Tac, tac, tac. Los milicos les pedían que “circularan” y ellas no se querían ir. En aquellas frías oficinas del Ministerio del Interior podrían estar las respuestas que buscaban. La madre de Ignacio se recuerda desesperada, sola, con miedo, envuelta en el espanto. “¿Vos a que venís?” preguntaban las mujeres concentradas en Plaza de Mayo. Todas perseguían la misma respuesta biológica. Tac, tac, tac en la puntita del codo. “¿A dónde vamos?”. Alguien propuso caminar en círculos, hacerlo despacio, en un intento por custodiarse unas con otras. “Empezamos a dar vueltas y vueltas para no abandonar el lugar. Ese fue el inicio de la ronda de las Madres. Doy fe porque me tocó vivirlo”, afirmó la mujer del pelo de cenizas y una piel tersa, como el papel de un cigarrillo.
Cada tarde, después de la siesta, Antonia me recibía en su casa en una tarea de producción que me parecía inabarcable. En el ingreso al pasillo que permitía acceder a la cocina, la campera de nylon azul de su hijo Ignacio y un bolso de su nuera permanecían colgados sobre un perchero de madera. “Ella iba a viajar a Córdoba y a última hora decidió no hacerlo. Quizás fue la mano que puso el Señor para que no desapareciera también”. La mujer de ojos de miel retiró de una pequeña habitación la solicitada que las Madres publicaron en 1977. “A la Iglesia de la Santa Cruz venía un jovencito rubiecito y lánguido. Había llegado al grupo de las Madres desconsolado. Nos dijo que tenía un hermano desaparecido. Nunca más volvió y pensábamos que también lo habían secuestrado a él”, admitió Antonia al recordar a “Gustavo Niño”. El 10 de diciembre la solicitada apareció en el diario La Prensa y un día después, un grupo de tareas secuestró a la Madre fundadora Azucena Villaflor. “A ese jovencito que había llegado para pedir la ayuda de las Madres lo pude reconocer, varios años después, en una foto de Malvinas. Era Alfredo Astiz”, lamentó Antonia. El “Angel Rubio” las había delatado y provocó el secuestro de Azucena, Teresa Careaga y María Ponce, todas madres de desaparecidos, y de la monja francesa Alice Domon. Las mujeres fueron torturadas y asesinadas en el campo de concentración de la ESMA.
“Éramos unas locas Pablito. Te lo puedo asegurar”, me repetía después de cada café. Las charlas se hicieron más extensas y a veces olvidábamos por un rato los recuerdos de aquella noche tan larga. Antonia disfrutaba especialmente del cine europeo clásico y pensé que podría ser el motivo para un buen regalo. Conseguí una copia en DVD del Acorazado Potemkin y se la entregué un día antes de su cumpleaños. Sin abandonar la taza de café me dijo que nunca le habían caído bien los rusos. “Tampoco a Perón”, me advirtió. Jamás me perdoné aquella torpe elección.
El ingeniero agrónomo Ignacio Cisneros era cantor y guitarrero. También, un joven de compromiso solidario como su madre. Perseguido por la Triple A, decidió abandonar La Plata y resguardarse en Córdoba. Un 15 de septiembre de 1977 lo secuestraron integrantes de la Tercera Sección de Operaciones Especiales, después de haber visitado a su familia en Alpa Corral. “¿Y vos a que venis?” Le preguntaron a Antonia en la fila frente al Ministerio del Interior. Como todas, estaba buscando a su hijo.

Micaela estaba sentada sobre un sillón blanco frente a la biblioteca de Susana Dillon. Sus brazos permanecían apoyados sobre las piernas delgadas y las manos parecían desplomarse frente a las rodillas. Estaba nerviosa y exhausta, claramente incómoda por el juego de luces y cámaras que habíamos desplegado para grabar la entrevista. Victoria la contuvo en un abrazo y Micaela resolvió recostarse sobre los hombros de Pepi. “Queríamos hablar con Menéndez y no nos atendía. Escribíamos cartas con Susana al Tercer Cuerpo y nos decían que ellos no, que nos los tenían”, expresó con un tono de voz pausado y melancólico. A Raúl lo secuestraron el 5 de diciembre de 1977 en una quinta de Guiñazú y lo trasladaron al Centro Clandestino de Detención Tortura y Exterminio “La Perla”. Tenía 26 años y militaba en el partido comunista. Micaela había dejado de creer en la Justicia de los hombres y no pudo ver a los asesinos de su hijo sentados en el banquillo de los acusados durante el juicio de La Perla. Un tiempo antes del proceso judicial hablé por última vez con ella. Estaba en una residencia geriátrica de Rosario y entre el bullicio y la sordera, apenas podía escucharme. Hubiera sido un gesto de infinita humanidad observar a Micaela entre los familiares de las víctimas que seguían en la sala de audiencias las condenas a reclusión perpetua contra el Cachorro y sus laderos. Dejarse bañar por esa multitud eufórica frente al edifico de la Justicia Federal cordobesa donde aquella tarde la memoria se reconcilió finalmente con la historia.

A las 12 de la noche sonó el timbre en su departamento de calle Moreno. Susana escuchó llorar a una beba y abrió la puerta de acceso al hall del edificio. Eran dos hombres y una mujer con la criatura en sus brazos. “La bebé lloraba y lloraba”, recordó. Los desconocidos le entregaron a la recién nacida y le dijeron que no se preocupara más por Rita y Gerardo, que “estaban bien”. Susana pudo intuir que ya los habían matado. “Todavía no he llorado a mi hija como debería. Hice lo que hicieron las otras. Cambiamos las lágrimas por esa permanente lucha para saber que hicieron con nuestros hijos. Si nos volvimos locas fue por una razón biológica”, me confió la Madre de Plaza de Mayo.
Susana caminaba lento, asistida por un viejo bastón tras una caída que afectó la movilidad de sus caderas. Cada jornada elegía un café tibio para escribir sus apuntes. La mesa del comedor estaba repleta de recortes del Página 12, algunos manuales de historia, cartas que recibía de otras víctimas de injusticias y una Olivetti color plomo que había perdido la letra Ñ. Había nacido en Pergamino, aunque adoptó a Río Cuarto como su lugar en el mundo. Lejos de mimetizarse con las características más conservadoras de la ciudad, Susana se enfrentó a todo lo que resultara injusto. En una de sus últimas marchas, caminó abrazada a Rosa Arias, la mujer que hace 30 años perdió a su hijo Alejandro. El niño fue atropellado por un móvil policial y durante décadas, la fuerza de seguridad montó un asfixiante operativo de ocultamiento en connivencia con la Justicia. Los huesitos de Ale aparecieron 18 años después, al final de la una alcantarilla, cuando la persecución penal sobre los agentes Mario Gaumet y Gustavo Funes ya había prescripto.
Rita era la única hija del matrimonio entre Susana y un estanciero de origen catalán, Antonio Alés, con quien vivía en Santa Fe. El 9 de diciembre de 1977 fue secuestrada junto a Gerardo en Río de los Sauces. Los buscaron por su militancia en el Partido Comunista y la tarea social que desarrollaban. Solo estuvieron juntos un mes en el Centro Clandestino de La Perla. A Gerardo lo fusilaron tras infinitas jornadas de torturas. Los secuestradores aguardaron el nacimiento de Victoria, antes de asesinar también a su mamá. En uno de los pabellones convertidos en sala de memoria, las fotos de los dos idealistas aparecen junto al resto de los desaparecidos. También hay un mensaje de Pepi, la niña que no paraba de llorar en los brazos de aquella mujer desconocida. En 2010, había regresado a La Perla junto a su banda Tumbamores para homenajear a la vida, en esa victoria indispensable sobre los que se creyeron dueños de la muerte.
Susana logró conservar el tono enfático de la maestra de primario. Hablaba con la misma convicción de sus escritos. Y escribía sin descanso, a toda hora. Algunos de sus textos recuerdan cómo logró desprenderse de un matrimonio que la agobiaba. Siempre creyó en la educación como impulso liberador. En las afueras de General Baldisera, fundó una escuela rural en Campo Las Lonjas. Fue una etapa de la historia personal que fundamentó su propio Macondo.
La Madre de las batallas más dignas falleció antes del juicio que identificó a los responsables por la muerte de su hija y su yerno. El gesto de reparación del Estado había llegado en el año 2000, con la resolución judicial que restituyó formalmente la identidad a su nieta. El juez José Peralta accedió a la demanda de filiación y declaró a María Victoria Dillon como hija legítima de Rita Ales de Espíndola y de Gerardo Espíndola. Susana volvió a repasar lo ocurrido en la madrugada del 5 de marzo de 1978, cuando recibió a su nieta con un papelito que decía: “Me llamo María Victoria y tengo 5 días. Nací el 1º de marzo y soy sana, no tengo ningún defecto físico”.

“Empezamos a golpear las puertas para buscar información, conocí a las Madres y no paré. Nunca asumí que Carlos no iba a aparecer, nunca” Lía me recibió en su departamento con una taza de té caliente y unas galletitas cuidadosamente ubicadas sobre un plato de porcelana. La mujer retiró de un modular el portarretratos de Carlos y lo ubicó sobre la mesa. Recién entonces, me dijo: “Le voy contar lo que viví”. Como el resto de las madres, debieron peregrinar edificios oficiales que parecían jactarse de tanta angustia. “Cuando todavía escucho a Videla decir que esas personas no existen, que son desaparecidos, me dan ganas de cortarle la lengua”, admitió la mujer de una belleza elegante y una memoria gestada por el dolor.
Un día supo que Carlos no estaba, lo habían desaparecido. Junto a Neli viajó a Buenos Aires. Se entrevistó con curas y funcionarios. Nadie les decía nada. No había registros. Aún peor, solo ellas lo buscaban. El poder de turno era un Estado terrorista. Había miedo y desolación en las calles. Los diarios no hablaban de campos de concentración, ni de la muerte. A Lía le decían que Carlos se habría ido del país, que estaría bien. Se lo decían a todas. Ocultaban, mentían. Cada vez que golpeaban la puerta el corazón latía como un tren al abandonar la estación. Buscó reconocerlo en tantos rostros, en demasiados lugares. Carlos nunca volvió. Si al menos le hubieran dicho donde están sus restos, quienes lo mataron, no hubiese estado obligada a suspender el duelo y buscarlo indefinidamente. El tiempo no cura las heridas. No podría hacerlo con una madre que intenta encontrar a su hijo. Carlos tenía 22 años cuando un 11 de abril de 1977 desapareció en alguna calle de Buenos Aires. Lía, Gustavo, Graciela, Raúl, Luis y Silvina lo siguen buscando.

La deuda con las Madres es inmensa. Gestaron con sus luchas un Estado democrático, que ya no tortura ni desaparece a sus hijos. Lía y Antonia fueron vacunadas esta semana tras un año de encierro por la pandemia de Coronavirus. Estaban felices, luminosas. Lía mostró su carnet de vacunación y Antonia, levantó su brazo izquierdo con los dedos en V. Creo que aún no debe perdonarme por aquella película rusa que Perón hubiese mandado a lanzar por la ventana. Tan vivas, tan fuertes. Nos faltan Susana y Micaela. Nos faltan también sus hijos. Son las benditas madres que nos parieron en una lucha que abrazamos para desterrar los olvidos. Ahora y siempre.