Cachorros de buenas personas

Por Pablo Callejón

Un twitter con la bandera de los Estados Unidos, sin un texto, sin una puta palabra, fue la primera celebración pública de Donald Trump tras el asesinato del poderoso general iraní Quasem Solemaini. Tras evitar cualquier reparo diplomático y parlamentario, el hombre con ínfula de Brutus ordenó que el MQ-9-Reaper, conocido en la jerga del Pentágono como Predator B o “asesino de los cielos”, aguardara el momento justo para vomitar un misil teledirigido desde algún siniestro ministerio. Como un sicario del mal, la aeronave de apenas 20 metros de extensión alcanzó una precisión de cirujano, sin quedar salpicado por la sangre de sus víctimas. ¡Pumba! Las mil y una noches de Bagdad se estremecieron por el impacto de las esquirlas y los restos humanos que espantaron a los pasajeros del aeropuerto de la capital iraquí.

Solemaini era un tipo que si miraba de costado te provocaba el mismo escalofrío que al campesino interrogado por Bruno Ganz en la pradera nazi francesa. Quizás también, el mismo destino. Era comandante del grupo de élite Quds de la Guardia Revolucionaria de Irán y solo daba explicaciones si lo llamaba el mismísimo Ayatola Alí Jamenei. Había abandonado los estudios a los 13 años y a una familia de campesinos pobres en la aldea sureña de Qanat e Malek, Kerman.
Sin formación militar alguna, Solemaini se alistó a la resistencia civil inspirada en el ayatollah Ruhollah Khomeini y celebró frente a la Torre Azadi de Teherán la caída de la dinastía de Mohamed Reza Pahlevi. Tras lograr ser elegido como parte de la Guardia Islámica, sedujo a los altos mandos por su condición de presa de asalto en el aplastamiento de la rebelión Kurda al norte de Irán. Lo ascendieron a teniente y nunca nadie se animó a preguntarle como aprendió tanto de la muerte.
El estratega militar era un ambicioso político. Se aprovechó de la caída de Saddam Husseim en Irak para extender el dominio iraní sobre los que jamás aceptarían una partida de bakgammon con un yanqui imperialista y fue una pieza clave en la derrota del poderoso Estado Islámico. Como todo señor de la guerra en Oriente Medio, alguna vez negoció con funcionarios de los Estados Unidos. Fue durante la guerra en Agfanistan y sirvió para el derrocamiento del régimen Taliban. La moral de la Casa Blanca es una mesa de blackjack donde el crupier juega a las damas con una becaria debajo de la mesa, mientras le informan sobre los daños colaterales en los rostros quemados de los sobrevivientes de un Hospital de Niños en Damasco.

Los demócratas de la Cámara Baja resolvieron avanzar con el Impeachment al mandatario norteamericano bajo la acusación de abuso de poder y obstrucción del Congreso. A Trump, en términos más llanos, lo acusan de acordar con el presidente de Ucrania Volodimir Zelenski, una maniobra de desprestigio para ensuciar las aspiraciones de Joe Biden y Hillary Clinton en las elecciones del 8 de noviembre de 2016. Demasiado poco para un magnate sabio en operaciones de bancarrotas y exención de impuestos, que llegó al poder convencido de la superioridad clasista sobre las mujeres, los negros y los mexicanos a los que mandó a cazar en el desierto de Texas.
Trump quiere su guerra, como la quisieron otros, sean repúblicanos o demócratas. La industria bélica en Estados Unidos supera los 40 mil millones de dólares anuales y renueva el espíritu nacionalista que ayuda a ganar elecciones y encajonar burocráticos reclamos parlamentarios.

Según el sitio de finanzas Bloomberg, el gobierno de Trump puso en dudas un eventual respaldo al acuerdo de Argentina con el FMI por el asilo del gobierno de Alberto Fernández al presidente derrocado en Bolivia, Evo Morales. La política internacional en el patio trasero es un espacio de negociación que la Casa Blanca resuelve a nalgadas. Ya no necesitan del consenso de Whashington ni de un plan Cóndor para que un farsante en las oficinas de la OEA formalice la estafa que busca blanquear a los déspotas del Palacio del Quemado en la Paz. Lo que nunca resignarían es la violencia física, institucional, moral y clasista, como un acto de poder extorsivo que la burguesía colonizada festeja en los salones de la Embajada norteamericana. Los mismos que pedirán reverencias a la moral de un primer mundo instigador de guerras en tierras extranjeras, antes de cerrar las fronteras donde ahogan sus muertes los padres y los hijos que huyen en vano de las balas.

Trump no lee libros pero ha publicado varios, la mayoría para aconsejar a quienes buscan alcanzar el sueño americano de las finanzas. Es adicto a las horas de televisión y utiliza su cuenta de Twitter para descargar un pensamiento mordaz de parroquiano de bar. Así calificó de “pequeño hombre cohete” al dictador norcoreano Kim Jong Un, advirtió sobre “el desorden” que provocarían “las personas transgéneros como soldados” y calificó a los inmigrantes “como gente mala que debe estar fuera del país”. En las ventanas del Despacho Oval decidió colocar cortinas doradas como en sus oficinas de la Torre Trump y solo desayuna un sazonado plato de “baicon con huevos”. Podría ser el resultado natural de la cultura pop estadounidense en el poder, pero es una construcción aún más compleja que sus torres en la Quinta Avenida. El magnate con más de 4 mil millones de dólares de reservas personales puede decidir con una simple llamada telefónica la muerte de un general todopoderoso a 10.181 kilómetros de distancia y bloquear la vida financiera de un país hasta facilitar su implosión social. Lo hace mientras devora una triple de queso frente a la pantalla de un plasma que no deja de repetir su nombre cada día, a las siete de la tarde. Ladies and gentleman, vean ustedes a estos cachorros de buenas personas.

Foto: Detención de una madre y su hijo en la frontera de Estados Unidos.