El necesario peligro de pensar

Por Pablo Callejón

El 4 de noviembre de 1989, Damián Virginilo nació en la sala de partos de la Maternidad Kowalk. Fue el segundo de cinco hermanos, aunque solo cuatro están vivos. Su mamá trabajaba como empleada de limpieza de “un club, un galpón grande”, cuando se descompuso sin saber que estaba gestando a un bebé de 6 meses. Tras perder el embarazo, hizo lo que pudo para evitar que la despidieran.
Damián vivía con su familia en una pieza al fondo del terreno donde residía su abuela, en una precaria vivienda sobre calle Tucumán. Aquella pieza “era cocina, comedor, habitación, todo”. El baño se reducía a un balde que usaban en el patio y que en las gélidas noches de invierno, congelaba el cuerpo y las almas.

A su niñez la disfrutó como pudo. A veces, con las rodillas embarradas por las corridas en el barrio y casi siempre, con el estomago vacío. En la familia solo alcanzaba para una comida diaria y el hambre, fue una incómoda sensación en las aulas. Damián concluyó el primario en la escuela Avellaneda y no pudo terminar el primer año del secundario. A los 13 años empezó a trabajar de changarín con su papá y la plata que recaudaban, siempre quedaba en casa. El adolescente de Alberdi hubiera preferido dedicar su tiempo a otra cosa, pero no había demasiado lugar para elegir.
Su madre consiguió empleo y esa fue la oportunidad para alquilar una vivienda con baño, un par de piezas y un comedor para almorzar en familia. A Damián le daba temor que su mamá regresara sola en madrugada y la esperaba en la garita del colectivo que la acercaba a su casa.
Una noche de sus 14 años, un móvil policial de Juveniles frenó en la parada de colectivos y los efectivos lo interrogaron como a un sospechoso. Eran las 5,30 de un día cualquiera y los agentes solicitaron que subiera al Renault 12 de la Policía de Alberdi. Damián creía que lo iban a trasladar a su casa, pero decidieron llevarlo a la Comisaría. “Me hicieron arrodillar. Venía uno y me pegaba una cachetada, venía otro y me pegaba otra cachetada. Me preguntaban quien robaba en el barrio ó vendía droga, yo no sabía nada”. El recuerdo es una herida abierta de su memoria adolescente.
La madre indignada por la detención arbitraria hizo la denuncia y todo empeoró. A la semana, cuando su hijo caminaba con un amigo por el barrio, nuevamente fue interceptado por un móvil policial. Al otro joven le permitieron irse, pero Damián fue apresado luego de escuchar su nombre en la radio del mismo Renault 12. “Dijeron que yo era al que le gustaba denunciar policías y me detuvieron”, recordó.
Alejado de la educación formal, sin trabajo estable y con los milicos respirándole en la nuca, Damián comenzó a consumir drogas baratas y acumular un resentimiento por el sistema que ni siquiera lo expulsaba.

“Los jueces ya no me importa si viven.
Las lágrimas ya no brotan de mis ojos.
El sufrir ya no es habitual en mis días.
La Justicia ya no es Justicia para mi”
(Fragmento del poema Enojo)

A los 18 años, Damián Virginilo fue detenido por un robo calificado y en el juicio le sumaron otros dos hechos que habría cometido cuando aún era menor de edad. No sabía de leyes, ni de la existencia de derechos. Le impusieron un asesor legal con el que pudo hablar apenas dos veces. El resultado era previsible: lo condenaron a 10 años de prisión en un proceso legal sin complicaciones. Para los pobres, la Justicia es severa y urgente. Si hubo apelación nadie le informó. Al abogado, nunca más lo vio.
En la Unidad Penitenciaria Número estuvo detenido 6 años y 8 meses, hasta que recuperó la libertad por buena conducta. El primer tiempo fue duro. Damián había acumulado un enojo social y hacia la Policía que le carcomía el alma. Si lo habían discriminado, su única respuesta era el odio.

“Me quitaron la vida.
Me ofrecen la muerte y estoy intoxicado de vida”
(Fragmento del poema Una realidad)

En las celdas, los días y noches pasaron con la compañía de porros marihuana y pastillas para calmar la ansiedad. Debieron transcurrir dos años, hasta que las maestras del CENMA 73 Arturo Jauretche lo convencieron de empezar las clases y concluir el secundario. La decisión la compartió con Emiliano Martínez, un pibe de 20 años al que conocía del barrio.
En la biblioteca del penal obtuvo el libro de Camilo Blajaquis, un autor que también había estado privado de la libertad. Damián dejó la publicación durante días sobre una mesa de luz, hasta que se convenció de leerla. Una frase le cambiaría la vida: “Es más peligroso un pibe que piensa, que un pibe que roba”. Y entonces, decidió ser un peligro real para los que habían resuelto discriminarlo, someterlo, detenerlo y aislarlo.

“Todo se apaga en un instante,
comienzo a vivir en un mundo nuevo,
donde sólo entran los que yo quiero)”
(Fragmento del poema Fugitivo)

En el pabellón se tatuó una lágrima debajo del ojo derecho y otros dibujos en los brazos, sin demasiado sentido. La tinta se obtenía quemando máquinas de afeitar debajo de la tapa de una olla de aluminio. El humo quedaba impregnado sobre la tapa y al rasparlo, se obtenía un polvo que debía ser mezclado con agua y dentífrico. La fórmula permitía hallar una tinta oscura que se impregna, como el hedor de la Cárcel, para toda la vida.

“Quizás este peor, o tal vez no.
Tan solo respiro.
Y creo vivir”
(Fragmento del poema Creo)

Damián no solo decidió leer, sino que empezó a escribir. Palabras, párrafos aislados, textos y finalmente poesías. Sabía con anticipación el día en que recuperaría la libertad y lo único que pidió a sus hermanos fue que nadie intentara pasarlo a buscar. Quería volver a su casa caminando, alejarse de los espacios reducidos y mirar los árboles.
En libertad, publicó un libro, consiguió trabajos estables en un taller de piezas artesanales de fibro fácil y en la Fundación por la Cultura, se enamoró de una mujer y asumió el rol de padre con “un hijo de corazón”. Fue la excepción de las reglas resueltas a descartarlo de todo. A los 25 años conoció el cine por primera vez y hoy puede llegar al centro sin bajar la mirada cuando se acerca un móvil policial.
Su amigo de celdas y letras no tuvo mejor suerte. Emiliano había terminado el secundario en la Cárcel y participaba de talleres audiovisuales y teatrales. Por su adicción a las drogas, lo derivaron a un proceso de recuperación en Bower y no lo volvió a ver. En el 2012, recuperó la libertad y dos años después, un 27 de abril, un disparo certero le arrebató la vida en la puerta de su casa.
Damián decidió incorporar los textos de su amigo en su primer libro, en un homenaje que los volvió a reunir varios años después de un adiós abrupto y definitivo.

“Esos muros viejos y cansados
no me impedirán percibir
lo que la bella naturaleza nos ha brindado.
Depende de mi tiempo que lo disfrute del otro lado”
(Fragmento de Primavera sin flores, de Emiliano Martínez)

“Empecé a ser libre cuando comencé a leer”, aseguró el autor de la Falla del sistema. En el Servicio Penitenciario elogian sus logros, aunque no lo dejan volver. Le hubiese gustado ayudar a otros presos como en sus tareas comunitarias en el Obrero, pero la orden de un burocrático ministerio le impide contar su vida dentro del penal. Su historia y sus poemas son una advertencia para los que lo hubiesen preferido verlo de rodillas en la fría madrugada de una comisaria vacía. Damián, en cambio, decidió resguardarse en el necesario peligro de pensar. Y esa, es su mayor certeza de libertad.

Foto: La Voz