
Sentidos del bar
Por Pablo Callejón
Rubén pedía un café con leche y Juancito una Mirinda en botella de vidrio. Lo mío era un cortado doble con mucha azúcar. Si la plata no alcanzaba compartíamos el tostado. En aquel tiempo le decíamos “Carlitos” y el mozo del Oriente nos entendía. El Ale ya era el lungo que optaba por un lomito con huevo que se esparcía entre los límites del pan casero. Cualquier estudio científico serio hubiera ratificado que no hay nada mejor que ir al bar después del boliche y despacharse con la cocinera por la mala fortuna a la hora de los lentos. A los 14 años aún creía que podía aprender a bailar y que las chicas serían compasivas con los flacos que caminan torpe cuando van hacia la pista.
En Stylo estaba Rosendo, un tipo bonachón que nunca esperaba la propina. Nosotros elegíamos la mesa cercana al ventanal bordeado de algarrobo, confiados en despertar la atención de las mujeres que optaban por sentarse prudentemente en el fondo. Un día pedí la carta de tragos y Rosendo me la acercó con rostro compasivo. Entre muchos cócteles extraños me decidí por una mezcla de licor de banana y Coca Cola. Lo empalagoso me obligaba a robar el maní salado de la cerveza de los otros. Los viernes me vestía con jeans nevados, un buzo Nasa que había comprado con el primer sueldo de la radio y las botas Cerro que me dejaban un dolor insoportable en la planta de los pies al final de la noche.
Al salir de Ladrillo nos íbamos por el dos por uno de lomitos en el bar donde aguardábamos el amanecer. El colectivo a Huinca regresaba después de las 7 y la espera siempre era mejor en el bar. Cansado del frío y las caminatas interminables hasta la Terminal de Realicó, logré convencer a mi viejo de conducir cada sábado la Peugeot 504 verde con asientos de paño. Aún era un adolescente con el jopo al estilo Elvis y camisas negras Tascani que me habían costado un mes completo de trabajo. Con el Negro comprobamos que una adecuada conjugación de insistencia y caradurez podrían doblegar la mirada distraída de las doncellas que hubieran esperado un mejor partido.
En el bar de la Terminal los tostados estaban en la sección del manjar. Por alguna bendita razón, mejoraban su aspecto después de las 6 y antes de dormir. Una noche de verano nos encontramos antes de lo previsto. Aquel viernes, sobre una calle a media luz, había cortejado por primera vez a la adolescente de jumper gris que se sentaba en la primera fila del tercer año en el Comercial. El corazón había llegado mucho antes que yo y latía apresurado, con un flujo sanguíneo que apenas me dejaba respirar. En esa misa de parroquianos adolescentes me pidieron que lo contara todo y solo pude decirles que me deje llevar por la iniciativa de ella.
Los jueves antes de la Peña, la cita era en el Buen Manyare. Con 10 pesos nos daban un fernet de gusto extraño en un vaso de cerveza que tomábamos sin reproches. A veces, una mujer rubia de escote desbordante y labios carnosos pintados de un rojo furioso cantaba viejos tangos. Si la buena fortuna se iba a dormir un poco más tarde, ligábamos una ronda de empanadas saladas entre canciones de Gardel y Lepera. Sin celulares a mano, le rogaba al Dios de las citas desafortunadas que esta vez no fallara la estudiante de Biología que había fichado en el comedor de la Universidad. Regims estaba a metros del bar que funcionaba cada noche en dirección prohibida.
En la esquina de Constitución y Buenos Aires, el aroma a café caliente perfumaba aquel Esquinazo. Los domingos caminaba unas 10 cuadras pensando en la infortunada soledad del estudiante que no pudo volver al pueblo y buscaba la mesa más cercana al televisor. El codificado era una frontera infranqueable entre mi billetera y los goles de River. El mozo me veía llegar con rostro resignado. Apenas tenía dinero para pagar un café express y después de dos horas, me quedaba esperando el vuelto. Mi economía universitaria era un mal augurio para el don de las propinas.
Un tiempo después, admitió que aquella primera noche no había hallado demasiados motivos para dar lugar al cortejo. Nos sentamos en una mesa rodeada de libros hasta que un encargado nos advirtió sobre la hora del cierre. Decidimos seguir la charla en la YPF con pocas letras y más café. Me fui con la sensación de haber perdido la oportunidad de besarla, aunque ella no había ocultado algún interés. Por atajo les advierto que al final, llegaron otras noches y otros bares. El desquite fue no caer en el desánimo de los cobardes. La vida que ya no era tan mía lanzaba los dados sobre la mesa de aquel bar. Y embobado por las ganas de seguir le regalé el corazón que aún subsiste en la borra del café.
Ahora, que casi siempre doy propina y el corazón se regala por una mejor ilusión, la chica que arrebató mi cobardía es el primer mensaje del día. Cada mañana me siento en la mesa donde abandonaron el diario y la moza me acerca el cortado sin preguntar qué prefiero tomar. La mañana es un paciente funeral para los que pasan sin entrar y la mejor complicidad de los que ya eligieron su lugar. Afuera la vida transcurre apresurada con demasiado tiempo. Y solo queda espacio para acomodar los granitos de la azúcar, confundir con recuerdos a la muerte y saborear los sentidos que nos facilitan el rescate del olvido sobre una mesa del bar.

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