
Por ellas, y por las que no pudieron
Por Pablo Callejón
Cuando volvían de las oficinas de Tribunales después de narrar el horror de los abusos sexuales que sufrieron, el reclamo no era solo por ellas sino por las que no pudieron hablar. Las compañeras que evitaban hacer referencia a sus dolores físicos y se alejaban del entrenador en el predio universitario, antes de regresar llorando a casa. El abusador saludaba a sus padres por su nombre, a veces golpeaba a la puerta de sus hogares y se quedaba a cenar.
Era un hombre amable, de trato formal, que se ganaba la confianza de los otros. En los entrenamientos, en los viajes del equipo, y en esas viviendas donde lo recibían como alguien más de la familia, el docente respetado se convertía en un monstruo. Las chicas, algunas de solo 13 o 14 años, temblaban de miedo cada vez que estaban solas. Se acercaba para preguntarles de algún dolor físico o las obligaba a buscar elementos deportivos en los vestuarios de las canchas del campus. El sometimiento era brutal y se extendió por años. El profesor de hockey reconocido por la Federación, admirado por sus pares, parecía intocable. Los resultados deportivos convirtieron a la Universidad de Río Cuarto en un rival siempre temible. Sus equipos podían ganar partidos y liderar los campeonatos. El infierno reaparecía al concluir los cotejos. Al abusador le otorgaron en el Concejo Deliberante el reconocimiento de Ciudadano Destacado del deporte. Lo habían colocado en un bronce, negando el drama de las sobrevivientes. Una de las jóvenes decidió contar en las redes sociales lo que debió padecer y todo comenzó a desmoronarse. El agresor tenía ahora un nombre y un apellido. Las denuncias se multiplicaron en las oficinas jurídicas de la Universidad como si fueran meros actos administrativos. La institucionalidad contuvo al “profesor” y desestimó el dolor de sus víctimas. Lo cambiaron de lugar, lo sentaron en una oficina y le resguardaron su sueldo. Paso mucho tiempo hasta que la Justicia decidió actuar y las víctimas optaron por hacer público los hechos. En la fiscalía del doctor Daniel Miralles debieron destinar un espacio único para recibir a tantas mujeres abusadas desde niñas. Al académico de los éxitos deportivos finalmente le quitaron los honores parlamentarios y lo echaron de la Universidad. Habían transcurrido más de cinco años de la denuncia inicial y más de 20 años de las primeras agresiones sexuales a niñas que rompieron el cerco de silencio cuando ya eran mujeres adultas, madres de familia y hasta docentes universitarias de la carrera que había considerado al abusador como un Dios del hockey. Si la Cámara del Crimen termina de ratificar las formalidades del proceso, Mario González deberá enfrentar el banquillo de los acusados por “abuso deshonesto agravado por la condición de educador de la víctima en cuatro hechos, abuso sexual con acceso carnal, abuso sexual simple agravado en ocho casos, y abuso sexual gravemente ultrajante reiterado y abuso sexual con acceso carnal en grado de tentativa”. Según surge de la investigación judicial, González abusaba de sus alumnas en la cancha de hockey del campus universitario. En otras ocasiones las obligaba a trasladarse a “El Bajo”, el “Bosquecito”, la cantina del polideportivo, la pileta, y en espacios de otros deportes, para que sus compañeras no pudieran ser testigos. El agresor las sometía a tocamientos con el presunto objetivo de “evitar lesiones o aliviar dolores musculares”, y les exigía silencio como prueba de confianza. Si las chicas se ausentaban de los entrenamientos por miedo y angustia, las exponía al regresar. Las dejaba afuera del equipo o les gritaba para sumarles un temor que las paralizaba. Algunas abandonaron sin explicar por qué. Hubieran sido felices en ese deporte que amaban pero habían conocido el horror de ser abusadas y no poder contar lo que les había sucedido. Hay denuncias que refieren a hechos a ocurridos en los años 90. El docente admirado por sus colegas y respetado por las autoridades deportivas, gozaba de la impunidad que sometía a sus víctimas. Ellas temían no ser escuchadas y, aún peor, que no les creyeran. El abusador era afable con los adultos, los convencía con sus relatos de disciplina y victorias deportivas. Les hablaba como “un señor” que había cambiado para siempre la historia del hockey en Río Cuarto y la provincia. En la instrucción del fiscal Daniel Miralles incorporaron los relatos y las pericias psicológicas a las sobrevivientes. Comprobaron que no habían fabulado y en la coherencia de sus relatos se expresaron las consecuencias psicológicas y físicas que les provocaron los abusos. La sensación de asco y miedo, los acuerdos para volver juntas y evitar al docente, y las pesadillas que las obligaron a complejos tratamientos psicológicos y psiquiátricos. Las denunciantes dejaron de ir a la Universidad y perdieron su vida social. Sufrieron úlceras nerviosas, alteraciones en el sueño, conductas de aislamiento y la convivencia con el temor de volver a ser victimizadas. Algunas, hasta manifestaron su deseo de cambiarse el apellido, entraron en pánico y soportaron síntomas de taquicardia al pasar por el campus. “Él se manejaba con omnipotencia porque la Universidad se lo permitía”, afirmaron las familias de las denunciantes. ¿Si no las contuvieron cuando los hechos ya eran públicos, cómo imaginar que lo hubieran hecho antes, cuando el docente era una especie de ciudadano ilustre? Las víctimas se empoderaron en su dolor, en el reconocimiento de otras compañeras abusadas dispuestas a denunciarlo. Los que normalizaron las conductas de abuso se recluyeron en un silencio que se pareció al ostracismo. Funcionarios que acomodaron papeles para que el docente acusado solo fuera cambiado de lugar. Tras las primeras presentaciones, lo esperaron al regresar de vacaciones y le sugirieron que presentara una carpeta médica y evitara participar de los entrenamientos. Luego, le aconsejaron que no viajara a Córdoba a ver los partidos. Un día le dieron un puesto administrativo en el que trabajaba una de las víctimas. La mujer quiso golpearlo, le gritó hasta quedar casi descompuesta en aquella oficina. Les contó a las autoridades que ella también había sufrido una violación y el acusado dejó de ir al Campus. La expulsión llegó mucho tiempo después, el 3 de mayo del 2023, cuando González ya estaba imputado judicialmente por al menos 13 de hechos de abuso sexual. La notificación oficial se conoció un par de días antes del cambio de gestión universitaria. En la resolución rectoral para la cesantía de Mario González se advirtió que, “esta autoridad coincide con el sumariante designado, en cuanto ha quedado demostrado a lo largo de las actuaciones, la existencia de los hechos y la autoría de los mismos por parte del sumariado”. El docente despedido insistió en vano revocar la decisión. Sin embargo, nunca fue detenido. “A veces lo veo pasar en bicicleta, como si nada, y creo que me va a estallar el estómago”, confió una de las víctimas. Las denunciantes volvieron a reunirse para hablar sobre lo ocurrido. Ataron cabos y reconstruyeron relatos que recordaron a otras compañeras. El dolor por primera vez las encontraba fortalecidas a la espera de un acto reparador de la Justicia. No solo por ellas, sino también, por las que aún no pudieron.
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