
Tallado con el corazón
Por Pablo Callejón
René nació en un hogar humilde a las afueras de La Plata. Fue en el barrio de trabajadores de frigoríficos que aún hoy lleva el nombre de El Mondongo, ese fragmento del tubo digestivo que servía como parte de pago de la patronal para los obreros que intentaban llevar un plato de comida a casa, cada fines de semana. A los cuatros años, el niño que jugaba entre los pilares de la construcción del Hospital Policlínico comenzó a manifestar su interés por ser médico. Doña Ida lo repetía orgullosa en las reuniones familiares, aunque don Juan Manuel lo esperaba cada tarde en su carpintería. El padre ebanista de René le transmitió el esfuerzo de tallar la madera y la abuela Cesárea, las razones para que una semilla pueda convertirse en un fruto. A esa mujer de sabiduría sensible el doctor Favaloro le dedicaría su tesis por enseñarle “a ver belleza en una pobre rama seca”. Cuando la etiqueta con su nombre aparecía en el guardapolvo blanco de los quirófanos en la clínica de Cleveland, el notable profesor Federico Christmann les recordaba a sus alumnos de la Universidad de la Plata que “para ser un buen cirujano había que ser un buen carpintero”.
Gracias a Christmann comprendió “la simplificación y estandarización” que intentaba aplicar en esas largas horas revisando cinecoronarioangiografías, mientras estudiaba la anatomía de las arterias coronarias y su relación con el músculo cardíaco. Favaloro advirtió que era posible conectar la vena Safena a la aorta, haciendo un puente sobre la zona de la arteria que está enferma. La intervención permitía que el flujo de sangre obstruido pueda ser desviado y llegue al mismo lugar, aunque por otro camino. Al trabajar con tejidos de la propia persona, se minimizaban las posibilidades de rechazo y el procedimiento podría durar muchos años. No se trataba solo de lograr la sobrevida del paciente, sino de permitir la recuperación del corazón. El 9 de mayo de 1967, una mujer de 51 años ingresó al nosocomio norteamericano para someterse a la primera operación programada de bypass aortocoronario. La cirugía a cargo del doctor Favaloro significó un acto revolucionario para la cardiología mundial.
Aunque los bypass salvan unas 50 mil vidas por año en la Argentina y unas 700 mil en Estados Unidos, René prefirió no dormirse en los laureles. “Cuanto más destacada sea nuestra posición individual más grande será nuestro compromiso social. Ha llegado la hora de trabajar con humildad y modestia verdaderas. Hay que aprender a no marearse con las alturas de la montaña. En la montaña de la vida nunca se alcanza la cumbre”, les advirtió el médico que era tapa de las revistas de medicina a los estudiantes que escuchaban admirados la clase magistral en el Glacier Park Lodge, de Montana.
En el Hospital Policlínico próximo a la barriada obrera de La Plata llegaban los casos más complicados de casi toda la provincia de Buenos Aires. Después de las visitas para definir los tratamientos y la medicación, un joven Favaloro regresaba cada tarde para hablar con sus pacientes. Algunas semanas pasaba hasta 72 horas en esas guardias donde los más humildes le pedían que no les soltara la mano. Algunos años después una carta lo convocó a un nuevo propósito. Se iban a quedar sin médico los 3 mil habitantes de Jacinto Aráuz, un pueblo sobre la zona más desértica de La Pampa. La convocatoria era por unos meses para cubrir la ausencia del doctor Dardo Rachou Vega. Fue demasiado tarde para pensar en volver cuando el médico del pueblo murió y los pobladores ya se habían ganado el afecto del doctorcito de Buenos Aires. En aquel sitio sin caminos, el viento y la arenisca curtían las manos en invierno y asfixiaban el cuerpo en verano. A pesar de las adversidades, Favaloro impulsó un centro asistencial que permitió reducir las infecciones en partos, la desnutrición y la mortalidad infantil.
Cuando regresó de los Estados Unidos en 1971, pensó en desarrollar un lugar de excelencia similar al de la Cleveland Clinic, donde había inventado el bypass. Cuatro años después impulsó la Fundación Favaloro y comenzó a formar a más de cuatrocientos cincuenta residentes. El Laboratorio de Investigación Básica y el Departamento de Investigación y Docencia fueron parte del proyecto que promovió la formación de científicos que llegaron a las principales universidades del mundo.
El sábado 29 de julio de 2000, René se levantó más temprano que lo habitual. Diana aún dormía y resolvió despertarla recién a las 9,30, con el desayuno ya preparado. Desde hacía varios meses estaba preocupado por crítica situación económica de la Fundación. Eso lo impregnaba todo. Sobre la mesa del hall había una lista del personal que iba a recibir telegramas de despido en pocas horas más. La joven novia de 31 años intentó calmarlo y le habló del casamiento que programaban juntos. Cuando Favaloro se encontró solo en el departamento que compartían, cerró la puerta de servicio. Con el pijama puesto escribió la última carta y se paró frente al espejo del baño, donde pudo ver al revólver apuntar sobre su corazón.
El médico les había advertido a los burócratas de las obras sociales que no declinaría en sus lineamientos éticos. En su Fundación nadie les pagaría los retornos que exigían. Los mercaderes de aquellos años menemistas dejaron de enviar a los pacientes al Instituto. En su escrito antes de morir, Favaloro apuntó contra los sindicalistas corruptos “que coimean fundamentalmente con el dinero que corresponde a la atención médica” y planteó una especial referencia sobre el PAMI, que mantenía una vieja deuda de casi dos millones de dólares. La conducción de Alderete le exigía esos malditos retornos para reconocer el pago. “A la corta o a la larga te lo hacen pagar”, lamentó el médico dispuesto a no ceder un milímetro en su honestidad. Cuando llegó el gobierno de Fernando De la Rúa, Favoloro creyó que se abría una oportunidad pero el entonces interventor del PAMI, Horacio Rodríguez Larreta, también se negó a reconocer lo que le debían. ”Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento como decía Don Ata”, admitió el hombre que había revolucionado la medicina mundial.
Favaloro aseguró que “el cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable” y señaló que “con ella, me voy de la mano”. La vida ya no le daba esa nueva oportunidad de reinventarse. La corrupción le había ganado una pulseada en la que no iba a firmar un pacto espurio que atentara contra todo en lo que había creído. El último gesto del cirujano que comenzó a aprender a salvar vidas las tardes en que resolvió tallar la madera junto a su papá.
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