Profundamente equivocados

Por Pablo Callejón


Hoy quisiera estar equivocado. Suponer que el mundo que descubro y recorto como en los hexágonos de una frazada logró componer un dibujo mejor. Me gustaría silbar bajito mientras me rio de esa mirada escéptica y siempre desconfiada por este devoto mandato del periodismo. Suponer que el final del año se jactó de mis manías por contradecir los efímeros momentos de optimismo. Quisiera estar profundamente equivocado y poder ver a los ricos sostener el esfuerzo de los que perdieron el trabajo o hicieron la fila del Correo Argentino bajo la luz de los señalamientos. Qué bueno sería ver que los privilegiados dejaron de mirarse al ombligo. Que el norte ya no es el rostro altanero sobre pesados hombros, sostenido por las piernas cansadas del sur que solo empujan hacia el paredón. Perdonen ustedes, pero quisiera estar profundamente equivocado. Poder ver como se democratizaron las cargas de la epidemia. Saber que el virus que impuso una barrera irremediable en los abrazos, dejó de trasladar a empleadas domésticas en el baúl de un auto y nunca obligó al empleado a disimular los síntomas hasta terminar con su tarea. Hubiera sido un detalle de humanidad saber que siempre caímos en un error. Que la vacuna finalmente es un derecho de todos y los banqueros no te quitan la comida de la mesa. Pensar en cuánto hubiéramos cambiado sino perdieran siempre los mismos. Poder mearnos de la risa por habernos creído inmunes a nuestros egos. Reconocer los instantes que hubiéramos canjeado por caminar sin riesgos sobre nuestros propios zapatos. Sentarnos en una mesa del bar, sin más consigna previa que la certeza de estar profundamente equivocados.

La epidemia nos dio un golpe que nos hizo caer de bruces. Nos preguntamos de qué lugar podrían surgir más respiradores en los hospitales y barbijos en las farmacias, mientras los reclutas del miedo cargaban de papel higiénico los changuitos del supermercado. La ciudad quedó irremediablemente vacía. Fueron días y semanas de encierro. La urgencia nos hizo replantearnos en una solidaridad en defensa propia. El tiempo ganado buscó fortalecer un sistema de salud que volvió a importarnos. La prepotencia del virus nos advirtió que los terapistas son indispensables, aunque las prepagas cierran sus locales por temor al contagio. Y hubo una puerta que golpearon todos. El Estado fue el resguardo en las malas, mientras el capital prometió dejar caer la gota cuando se llene la fuente de los dueños de esta y todas las copas.

Los pobres no fueron los primeros en ganar las calles. Las marchas de las cacerolas nunca fueron por hambre. Los agoreros del virus inventado para la ocasión pidieron por la libertad que definen sus antojos, presuntuosos de que nadie podría negarles una cama de terapia. Necesitaron de los mercaderes que hablan por las radios, miran serios por televisión y escriben las tapas de los diarios. Lobistas del miedo que interpelaron la conciencia colectiva sin demasiados prejuicios por la verdad. Y una vez más, la empatía por el drama colectivo dejó lugar a los mensajeros del odio, muchas veces, visceral. Es el discurso que permite que los sectores de trabajo y más humildes decidan votar contra sí mismos. Aquellos que resolvieron perder a cambio de defender los principios de los que no temen perder el trabajo, jamás se fueron a dormir sin una cena caliente, ni lloraron solos en su habitación por que la plata no les alcanza. Les hicieron aborrecer a los de su propia clase desde la convicción de que su esfuerzo sostiene la holgazanería de los pobres, en lugar de desconfiar por la ostentación de los más ricos. Los que nada tienen pagan proporcionalmente más impuestos y carecen de estrategias contables que les impidan evadir el IVA sobre la ropa y alimentos que compran. Nos dicen que son un gasto los fondos que el Estado destina en los más vulnerables y una política de inversión, si los recursos impulsan a quienes más tienen. Las bicicletas financieras, los altos niveles de endeudamiento con tasas usurarias, los millones de pesos que se destinan a evitar las corridas especulativas del dólar, los blanqueos de dinero, los subsidios a los sectores concentrados y los aportes extraordinarios en pandemia para las empresas multinacionales, nunca fueron estigmatizados.

Los gobiernos escribieron un manual que después corrigieron a su antojo. No todos los sectores de trabajo perdieron por igual. El malestar provocó movilizaciones para exigir la reapertura de actividades que debieron reconvertirse para no desaparecer. Los argumentos sanitarios hubieran resultado suficientes para prohibirlos, pero las contradicciones justificaron lo contrario. El control sobre la crisis se desdibujó cuando se impusieron las capacidad de influencia y los acuerdos que eludieron las responsabilidades epidemiológicas. No solo fue el diario de lunes, sino la sagacidad para golpear las puertas adecuadas. Cuando las riendas quedaron solo en manos de la política, cualquier restricción pareció prohibitiva o antojadiza. Los sanitaristas dejaron de aparecer en los debates televisivos y en las conferencias oficiales. El manual de la pandemia dejó lugar a los mandos discrecionales de los gobernantes.

El virus, como la vida misma, se ensañó más con los pobres. Todos y todas podemos contagiarnos por igual, pero el acceso al agua y las medidas preventivas anticipan las diferencias. Los más vulnerables al contagio la tienen más difícil en los procesos de confinamiento y sufren más las dificultades para la recuperación. La muerte es quizás el acto más equitativo de la enfermedad. En pandemia no perdieron las corporaciones. No surgió una sociedad que reformule sus privilegios y defina nuevas sanciones. Perdieron y ganaron los mismos de siempre. La meritocracia fue otra vez el argumento para justificar la desgracia de los millones que deben cruzar mil obstáculos para intentar cruzar la meta. Se les exige mucho más, a costa de ser considerados unos vagos si no cumplen con ese límite flexible. Buscan desprenderlos de sus deseos y confinarlos en sus necesidades. Son los mentores de alianzas para apropiarse del Estado y luego cederlo al mejor postor. Los veedores de los poderes fácticos que se muestran como sujetos ajenos de la política que utilizan en beneficio propio. Hablan del mérito, nunca de las oportunidades. Y siempre encuentran el modo de romantizar los ejemplos de explotación a destajo.

Con la agonía del final de año, sería oportuno estar equivocados. Que los buenos días nos despojen del temor a contagiarnos y no poder superarlo. Que se repartan mejor las cargas y duelan menos las ausencias. Que las cartas tengan destino y las estaciones nunca queden vacías. Que el viento no arrastre las mismas soledades y resulte más fácil olvidar la noche anterior. Que la vida siga con mejores sentidos. Y nos encontremos más justos y felices, profundamente equivocados.

Foto: La Voz del Interior