Con permisito, dijo monchito

Por Pablo Callejón


El muy cabrón no regalaba sonrisas complacientes ni lanzaba una carcajada solo para cumplir con la buena disposición del chistoso de la juerga. A la hora de reírse, Roberto Gómez Bolaños era un cabrón en serio. Para los actores y actrices, lograr el desafío podía implicar varias horas de ensayo y a veces, cualquier posibilidad de ser parte de alguna de sus obras.

Sin embargo, aquel flaco que daba pequeños saltos sobre una misma baldoza y parecía masticar sus propios dientes cada vez que se enojaba, lo convenció para completar el staff de aquella vecindad. Ni siquiera tuvo que impostar un nombre. “Se tú mismo”, le pidió Gómez Bolaños al actor de 47 años que ya había participado de unas 70 películas y platicaba con las damas como un “Roro” recién salido de prisión.

Antes de alcanzar la celebridad en la comedia que le otorgó a México la oportunidad de conquistar el mundo, Ramón Valdés fue un super héroe que parodiaba el modelo de los gringos en Hollywood. El personaje se vestía como un ladero de las historietas de Marvel pero en lugar de salvar a mujeres hermosas al borde de un precipicio solo estaba interesado por ganar dinero. Bajo el lema “Time is money, oh yeah!”, Super Sam se calzaba una capa sin espada para ridiculizar la obsesión de los mercaderes de Wall Street. Nunca tuvo la nobleza del Chapulín Colorado ni los músculos que perdían fuerza ante la criptonita. Super San estaba perdidamente enamorado de los billetes que hubieran alcanzado para pagar todos los años que debía de renta.

Don Ramón era alguien mucho más real. Un tipo bueno que criaba solo a la Chilindrina y saltaba por la ventana de atrás para evitar a Don Barriga. Era también el hombre que vestía todos los días con la misma ropa y devolvía gentilmente las changas que le impedían dormir hasta las 11. Podría ser cualquiera en esos barrios populares de patios compartidos, donde las viudas y solteronas esperaban un ramo de flores a media tarde.

Ramón Valdés murió de cáncer como sus hermanos Manuel y Germán. Tres años antes había comenzado a sentir fuertes dolores de estómago durante una gira con el circo de Kiko, por algunos países de Latinoamérica. Con una biblia debajo de la almohada logró estirar los 8 meses que le había otorgado el médico como expectativa de vida. Los constructores del Mausoleo del Angel en Ciudad de México recibieron un pedido especial de su amiga del alma, Angelines Fernández. La “Bruja del 71” rogó que la enterraran junto al vecino que tragaba saliva ante cada declaración de amor. Y aunque esa última voluntad no pudo ser cumplida, ambos descansan en tumbas casi linderas.

Nunca fue versión impostada de si mismo. Ni siquiera los gestos grotescos de los sckechts impedían verlo así, tal como era. La Chilindrina, el Chavo o Kiko eran adultos que hacían de niños. Doña Florinda y el Profesor Girafales cumplían un rol que no los representaba en la vida real. Valdés, en cambio, era auténtico. Cuando se sentaba a releer los guiones comprendía que ninguna escena le impediría reconocerse en cada gesto. Antes de ser actor había colaborado en fabricar muebles de madera, cortó el pelo, cocinó en fondas de poca monta y manejó el vehículo de cajetillas con maletines de cuero. “Con permisito dijo monchito”, repetía para esfumarse de esos lugares donde terminarían pidiéndole que pague la cuenta o le sacudían los mostachones con una cachetada que lo hacía girar sobre su mismo eje.

Ningún maestro de escuela hubiera tomado lista para llamar al frente a Ramón Antonio Esteban Gómez Valdés y Castillo. Aquel nombre que ocupaba toda una página del documento estaba de más frente a la síntesis unánime del personaje que hoy está en todas las remeras. Su imagen irreverente se parece a las postales icónicas de Jim Morrinson o El Che. Con ese gorrito de jean deshilachado, el rostro anguloso con ojos saltones se descubre en las estampas que nos arrebatan un poco el corazón. Como si aún pudiéramos verlo en aquella vecindad del estado de Chihuahua, donde el cascarrabias de jeans gastados le iba siempre al Necaxa.

Algunos creen que fue el único personaje que nunca le perteneció. Chespirito los creó a todos, pero Don Ramón se hizo a sí mismo. “No hay trabajo malo, lo malo es tener que trabajar”, advertía el actor que confundía los límites entre la ficción y la realidad que comenzó a gestarse en los barrios de Ciudad Juárez. Un día se fue de a deveras. En 1979, doña Florinda ya era la mujer de Gómez Bolaños y pasó a tomar las riendas de la dirección artística. Don Ramón estaba dispuesto a recibir las bofetadas que hacían reír al público, pero no aceptaría más ordenes que la de su jefe original. Sin levantar aires de divismo, resignó los beneficios de la cuenta bancaria y se fue silbando bajito. Antes había pegado el portazo su amigo Carlos Villagrán. Habían quedado suficientes programas grabados como para repetirlos a la hora del café con leche durante más de 50 años. En casi todos ellos, Don Ramón parecía aguantarse las ganas de trabajar. Y no necesitaba más. Le bastaba con la simple decisión de parecerse a si mismo.