
Saber la verdad
Por Pablo Callejón Periodista
No se trata solo del daño provocado, sino de la crueldad. Es decir, la deshumanización en la percepción del otro. Aquello que se rebela como una provocación al sentido mismo de nuestra existencia. Es un escenario impune y mezquino, donde ni siquiera resulta necesaria la búsqueda de la verdad. Hablo de ese lugar donde puede emerger un rencor capaz de alcanzar el goce, donde nadie se vuelve de sus propios pasos para preguntarse cómo está la persona que sufre. Las redes sociales invisibilizan el perjuicio que se genera en los otros. Sin embargo, la validación de los discursos de odio logra trascender la solitaria impunidad de un celular, hasta socializar los mecanismos de insensibilidad en nuestros propios hogares, el encuentro en el club, la charla de bar o el diálogo en el trabajo. Hay una jactancia por el número de despedidos, los recortes de beneficios sociales o la quita de fondos para la educación pública. Ya ni siquiera es un dolor simulado, ni un falso pedido de disculpas. No les genera pudor hablar mal del otro o validar decisiones que harán peores sus vidas. Lo excepcional es alcanzar la empatía frente al rechazo sin atenuantes. Aún cuando solo quede lugar para la tristeza, en aquellos sitios donde todos parecen confabular contra sí mismos. Al fin de cuentas, de eso se trata, saber en qué podemos convertirnos con algunas dosis suficientes de maldad.
En la plataforma Netflix se puede ver – o volver a ver- “Barrio Chino”, una de las obras de arte más valiosas de la historia del cine. A J.J Gites, un detective a lo Philippe Marlowe pero con la mirada desafiante de Jack Nicholson, no parecía movilizarlo el dinero. Al menos, no era lo único que buscaba. Todos los días aceptaba algún cheque de maridos o esposas que sospechaban sobre la vida de sus parejas. Lo hacía muy a gusto, y hasta podría recomendarle a alguna de esas mujeres que hiciera la vista gorda si aún estaba enamorada del tipo que no regresaba a dormir todas las noches. Lo que ganaba le servia para comprar un buen traje italiano y aparecer de vez en cuando en los diarios de Los Angeles. No estaba mal. Podríamos suponer que a un mercader de las emociones ajenas podría importarle poco lo que suceda con sus clientes. Pero J.J. Gites no podía ocultar su talón de Aquiles. Estaba dispuesto a tolerar la ansiedad por la demora en algún pago, aunque le resultaba insoportable no poder hallar la verdad. Era una brutal obsesión que lo humanizaba frente al dolor ajeno.
En una ciudad donde resultaba difícil identificar a los buenos, Mister Gates apostaba por alcanzar objetivos menos pretenciosos. No estaba interesado en juzgarlos por lo que hicieron mal, aunque se mostraba perturbado por reconocer la verdad de los hechos. Lo motivaba blanquear las pretensiones de los millonarios que intentaban quedarse con el agua de la ciudad, resolver un crimen o identificar la secuencia de abusos sexuales que anticiparon el Mee Too desde la propia pantalla del cine. La verdad fue siempre la obsesión de Jake, aunque tuviera que jugarse la vida a puñetazos y corridas en vehículos que terminaban estrellados contra cualquier obstáculo.
El film de Roman Polanski expuso muchos años después al director en su propio laberinto de fabulaciones. El genio cinematográfico no pudo volver al glamour de Hollywood cuando se denunciaron los abusos que habría cometido contra una niña. La humillación era parte del despotismo que sufrían las mujeres en los rodajes, o fuera de ellos. Durante la filmación, Polanski le prohibió a Faye Dunaway que pudiera retirarse para orinar mientras concluían la escena arriba de un vehículo. Cuando todo había terminado, la estrella de la película hizo pis en una taza y se la arrojó a la cara al director. Una auténtica Faye le exigió a Nicholson que la abofeteara de verdad y el actor lo hizo, después de negarse varias veces. Podrán suponer cuál fue la escena que finalmente se incluyó en la edición final.
Después de Chinatown, Jack Nicholson rechazó todos papeles que le ofrecieron como detective. Solo quería estar asociado a J.J. Gittes, como si fuera posible volver al lecho del río de agua dulce capaz de vomitar los muertos ahogados con agua salada, o subirse a un sedán convertible del año 35 y manejar sobre las autopistas de Burbank y Pasadena, que conducen a los barrios de Burbank. Es el destino de los que parecen transcurrir sus días motivados por el dinero hasta que logran volver de sus propios pasos. Ese momento en el que pueden aparecer los actos de compasión y empatía sin ningún motivo aparente. La humana obsesión de los que necesitan, al menos, saber la verdad.
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