Cuando el mundo tira para abajo
Por Pablo Callejón Periodista
El joven lánguido
Las Madres querían protegerlo. Gustavo Niño era demasiado joven y con algunos rasgos físicos que podían confundirlo con los hijos que buscaban. Aunque no había hombres en aquellas reuniones, Azucena Villaflor lo aceptó. Fue un modo de proteger al “ángel rubio” que aseguraba tener un hermano desaparecido. Las mujeres habían comenzado a inquietar a la Dictadura que les negaba el ingreso a las oficinas de la burocracia de la muerte y las obligaba a caminar alrededor del centro de la Plaza de Mayo “porque había que circular”.
Antonia Cisneros había llegado a Buenos Aires para buscar algún rastro de Ignacio. “Corcho” Cisneros Iraola había sido secuestrado en la esquina de Esquel y Ranquel, en el barrio Santa Isabel de Córdoba, y luego, fue trasladado a los centros clandestinos de detención de La Perla y La Cacha. La historia pudo ser reconstruida muchos años después y Antonia murió sin poder hallar los restos de su hijo. La ausencia de Ignacio la obligó a golpear las puertas del ministerio del Interior, y en esas largas esperas, pudo vincularse con otras madres. “Qué haces acá, porque venís… Así nos conocimos y así empezamos”, recordó la mujer que nunca olvidó abrazar la campera de su hijo colgada en el perchero de un angosto pasillo.
Antonia conoció a Gustavo Niño en los encuentros en la Iglesia de la Santa Cruz y como el resto de las madres, también buscó cuidarlo. “Era un jovencito lánguido que lloraba por su ´hermano desaparecido´ y decía que venía ayudarnos”. Las Madres estaban recolectando recursos y firmas para la publicación de una solicitada en el diario La Nación en la que pedirían por la aparición con vida de sus hijos. El 8 de diciembre de 1977, Esther Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco fueron secuestradas por un grupo de tareas. Las sobrevivientes pensaron en abandonar la divulgación del escrito para buscarlas, pero Azucena decidió que debían visibilizar la petición. En la mañana del 10 de diciembre, una patota de la Marina secuestró a la Madre fundadora cuando salió de su casa para comprar el diario en el que estaba publicada la carta. La Dictadura sabía de ella y de cada una de las mujeres que la acompañaban. El delator era un capitán de Fragata que había estado al mando del operativo de secuestro. Al ingresar a la Iglesia, el hombre se jactó de la confianza que había alcanzado y abrazó a cada una a las madres para “marcarlas”. Los secuestradores esperaban esa última señal para actuar. Gustavo Niño les había impartido la orden.
Los cuerpos en el mar
Alice Domon llegó al país en 1949 y se vinculó con tareas solidarias en comedores comunitarios y el dictado de catequesis en pequeñas poblaciones. En 1967 arribó Léonie Duquet y decidió involucrarse en la lucha contra la explotación de los campesinos cultivadores de tabaco en Perugorría, un pueblo de la provincia de Corrientes. Las monjas francesas era parte del movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y para los dictadores, esto representaba una reivindicación del comunismo. Léonie colaboraba en la Iglesia de la Santa Cruz, donde a veces se reunían las Madres de Plaza de Mayo, y Alice solía acompañarla. Los militares se ensañaron especialmente con ellas cuando fueron trasladadas a la ESMA por un grupo de hombres al mando de Alfredo Astiz. Testigos revelaron como fueron torturadas durante horas y días, hasta que decidieron arrojarlas desde un avión, junto a la Madre de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor. Los cuerpos de Duquet y de otras Madres fueron encontrados en las costas de diferentes balnearios argentinos, aunque nunca se pudieron hallar los restos de Domon.
Matar por la espalda
A la salida del Liceo de Señoritas de Callao y Corrientes, Dagmar Hagelin fue a visitar a una amiga que militaba en Montoneros. Caminó algunas cuadras hasta llegar a una vivienda en Sargento Cabral al 300. Los vecinos hablaron de una ráfaga de disparos y contaron sobre un grupo de hombres de civil que escondieron en el baúl de un auto a “una chica rubia que parecía estar todavía con vida”. Un día después, el padre de Dagmar irrumpió en la comisaría de Morón, acompañado por un cuñado militar. Buscaba cualquier dato que le permitiera hallar a su hija. En las anotaciones del Libro de Guardia se alertaba sobre un operativo a cargo de marinos de la Escuela de Mecánica de la Armada, que llegarían “en tres Ford Falcon y un Chevy”, los mismos vehículos que habían observado los testigos de la balacera criminal. El registro del procedimiento tenía como objetivo advertir a la Bonaerense sobre la orden para liberar la zona.
Astiz había gatillado contra la espalda de Dagmar convencido de estar cumpliendo con el objetivo de asesinar a Norma Susana Burgos, quien había sido secuestrada el día anterior. Norma y la joven sueca tenía un parecido, “eran rubias, con un estilo nórdico”.
Botines de guerra
En la ESMA ingresaron más de 5 mil personas secuestradas y solo sobrevivieron unas 200 víctimas. Las mujeres eran torturadas, violadas y obligadas a realizar trabajo esclavo. En una sala inmunda, donde se podían escuchar los gritos de sus compañeros sometidos a golpes y quemaduras de picanas, Silvia Labayrú, dio a luz a su primera hija. Los represores la obligaron a representar el rol de hermana de Astiz, cuando “Gustavo Niño” se infiltró en Madres de Plaza de Mayo. Una llamada milagrosa por los vínculos de su familia con los militares le salvaron la vida en 1977.
Los juicios por la Memoria, Verdad y Justicia reconocieron el caso Labayrú en la primera sentencia por crímenes de violencia sexual cometidos contra secuestradas durante la Dictadura. En las audiencias sobre la mega causa de la ESMA, Silvia afirmó ante el Tribunal Federal que “las mujeres éramos el botín de guerra” de los torturadores.
El uniforme con galones
Con el objetivo de “limpiar su carrera”, tras un legajo oscuro como agente encubierto de la ESMA, Alfredo Astíz fue enviado por los altos mandos como jefe de “una fuerza de elite” para resguardar la integridad de obreros, en una vieja fábrica de las Islas Georgias. La orden era que pudieran hacer frente al enemigo “hasta la muerte”. Sin embargo, la foja 277 del expediente militar revelaría que el 17 de mayo de 1982, el capitán Astiz “rindió su tropa al enemigo, sin efectuar la debida resistencia”. No había realizado un solo disparo, a pesar de los cruentos combates que antecedieron a la foto de la sumisión. En aquella imagen que recorrió las portadas periodísticas del mundo, un Astíz de barba desprolija sentenció en el buque Plymouth uno de los actos más humillantes de la historia militar argentina. Las fuerzas británicas lo trasladaron a Londres y ante el pedido de extradición de Suecia y Francia, la premier Margareth Thatcher optó por devolverlo como prisionero de guerra. En el Imperial War Museum aún puede verse el uniforme con galones que Astiz debió entregar junto a la firma del acta de rendición.
El deja vú libertario
“Soy el mejor capacitado para matar a un político o a un periodista” afirmó el represor en enero de 1998, durante la entrevista que le realizó Gabriela Cerrutti para la revista Tres Puntos. Alfredo Astíz aseguró que las fuerzas armadas le habían enseñado a “destruir, colocar bombas, infiltrarse, desarmar organizaciones y sobre todo, a matar”. “Yo digo siempre: soy bruto, pero tuve un acto de lucidez en mi vida, que fue meterme en la Armada”, expresó. En la celda del penal de Ezeiza, Astíz solo parece emerger de la oscuridad en el lascivo recuerdo de los negacionistas sentados sobre las bancas que los genocidas desterraron durante la noche más larga. Los diputados libertarios Beltrán Benedit, Lourdes Arrieta, Guillermo Montenegro, Rocío Bonacci, Alida Ferreyra y María Fernanda Araujo, fueron a visitarlo en un gesto de cortesía de los que aún tiran el mundo para abajo. La guarida que encierra entre barrotes carcelarios el destino final del ángel asesino.
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