El lujo es vulgaridad

Por Pablo Callejón

El 7 de junio 2018, el entonces presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, apareció junto al ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, para anunciar los detalles de un préstamo por 50.000 millones que el ex presidente Mauricio Macri había negociado con el Fondo Monetario Internacional. Se trataba del mayor desembolso en la historia del FMI, que se debería pagar en un cortísimo plazo y vulnerando normativas del propio organismo. Un espaldarazo a las políticas de fuga y bicicleta financiera que someterían a la economía argentina al desembolso de miles de millones de dólares cada año, entre capital e intereses. 17 años antes, Sturzenegger estaba frente a su computadora esperando con ansiedad los datos del riesgo país. Quienes presenciaron el momento recuerdan cuando dejó bajar con fuerza un puño cerrado sobre el lujoso escritorio. El megacanje, que había provocado un multimillonario negocio para un grupo de bancos extranjeros, había aumentado un 65 por ciento la deuda externa del país sin lograr la calma de los mercados. Los especuladores se estaban quedando con todo y querían aún más. En noviembre del 2001, Sturzenegger evitó los gestos estridentes y los puñetazos sobre la mesa cuando abandonó sigilosamente su oficina de secretario de Política Económica. Diez días después, los ahorristas se abalanzarían sobre los bancos que permanecían con sus puertas cerradas y su dinero acorralado. La plaza se llenaba de protestas y muertos, mientras Fernando De la Rúa escapaba en helicóptero desde la azotea de la Casa Rosada.
Federico había nacido en Rufino, una ciudad de 20 mil habitantes enclavada en un sector agrícola de alto desarrollo productivo. Decidió seguir el legado de su padre y se recibió de economista. Fue egresado de la universidad pública de La Plata, donde se hizo fanático de Gimnasia y Esgrima, un club que no necesitó llenar sus vitrinas de copas para competirle mano a mano a Estudiantes el poder masivo en las tribunas. La última vez que fue a ver al Lobo debió abandonar la cancha ante los insultos de los simpatizantes que representan a los sectores populares de la capital de Buenos Aires. En los 80, “Fede” se fue a los Estados Unidos de Ronald Reegan y volvió convencido en la oleada neoliberal que intentaba terminar con el objetivo de un Estado de Bienestar, bajo el impulso de privatizaciones, recorte de salarios y una economía a merced de los capitales financieros.
Sturzenegger regresó al país en los 90 con el gobierno de Carlos Menem y fue nombrado economista jefe en YPF entre los años 1995 y 1998. En ese periodo, la petrolera nacional fue deshaciéndose paulatinamente de sus acciones y en 1999 se resolvió su venta a la española Repsol. Cuando la convertibilidad ya no podía esconder bajo la alfombra los indicadores de desempleo y pobreza que había gestado el menemismo, el economista de sonrisa de Guasón recibió el llamado de Ricardo López Murphy para ser parte de un periodo desquiciado del gobierno de Fernando De la Rúa. En apenas 13 días, López Murphy anunció recortes de salarios y jubilaciones y un desplome de presupuestos educativos que lo eyectaron del ministerio de Economía. Sin embargo, Sturzenegger se quedó en su cargo al aguardo del arribo de su viejo amigo personal, Domingo Cavallo, quien volvía para “salvar” a la Argentina de una debacle social y un ahogo financiero inédito. Ambos gestaron una maniobra de endeudamiento descomunal con dólares que derivaron en extraordinarias ganancias para los bancos Galicia, Santander Central Hispano, Francés, Citigroup, HSBC, JP Morgan y el Credit Suisse First Boston. El fraude obligó a abrir una causa judicial que terminó encajonada en los archivos de la corrupción nacional. Sturzenegger se liberó de su procesamiento al señalar que no tomó las decisiones sino que tuvo un mero rol de asesor técnico. Para la Justicia, ese banal argumento resultó suficiente.
Antes de convertirse en el ministro que aspira a desguazar al Estado nacional, “el Fede” habló del “fracaso de la políticas del macrismo” de las que había formado parte. En 2015 asumió como presidente del Banco Central y durante su gestión improvisó la salida del cepo cambiario con una sangría de reservas, corridas y la disparada inflacionaria que anticipó la derrota de Macri en las urnas en 2019. Siempre tuvo una especial habilidad para limpiar sus fracasos del legajo público y ser convocado a ser parte de un Estado que detesta. Macri había resuelto cambiar a Sturzenegger por Luis Caputo, a quien calificó “el Messi de las finanzas”. Algunos años después, la oposición recordaría al ex asesor y lobista de la banca internacional como “un endeudador serial”.
Sturzenegger y Caputo regresaron con el arribo del gobierno anarco libertario de Javier Milei. “El lujo que me estoy dando”, dijo el presidente tras tomarle juramento al economista que, en las sombras, ya había impulsado la Ley Bases. “El Javo” y “el Fede” coinciden en su desprecio por el Estado, al que ven como “una organización criminal y corrupta” que el neoliberalismo utiliza convenientemente para impulsar los negocios de financistas externos. En una mesa de café, no encontrarían diferencias al señalar que las instituciones estatales no deben intervenir en el desarrollo económico, ni siquiera para responder a la demanda social, proteger la producción nacional o favorecer el empleo. Son mentores de la “mano invisible” del mercado que todo lo puede. El escenario donde el éxito o el fracaso dependen de las acciones individuales, aún a costa del desastre colectivo de la pobreza y la indigencia.
Sturzenegger es un apasionado del cine, y en particular, de Star Wars, el inolvidable clásico de George Lucas. En su biblioteca no faltan las figuras de Darth Vander, Luke, Obi Wan, Yoda y R2D2. Están ubicadas junto a su libro “Yo no me quiero ir”, que escribió en el 2013, cuando soñó que se moría sin ver alguna vez campeón a Gimnasia.
El economista es un “evangelizador de la teoría del equilibrio general”, una rama teórica que busca dar una explicación global del comportamiento de la economía. Según Sturzenegger, si aumentaran las tarifas de energía un 100%, la inflación debería subir en un mismo porcentaje. De esta manera, las familias tendrían menos dinero para gastar en otros bienes y por la caída del consumo, presionarían a una baja de precios. Es la clásica mirada ortodoxa que arrastra un desplome de la producción, las ventas, el poder adquisitivo y las condiciones sociales de una mayoría.
Finalmente Milei se dio “el lujo” de sumar una vez más a Sturzenegger a las estructuras del Estado. En su rol, el ministro tendrá vía libre para ejecutar políticas de desregulación económica y reforma del Estado, que incluirán eliminación de áreas y controles oficiales. Además, podrá derogar normas, eliminar esquemas tributarios, cerrar entidades o cambiar jurisdicciones. En sus manos quedará el poder de despedir, bloquear, diseñar, eliminar, redireccionar, monitorear, acordar o hacer caer acuerdos. Todo puede ser borrado de un plumazo.
En una de las escenas más reconocidas de Star Wars, en medio de una grave crisis política, el canciller presenta lo ocurrido como un golpe de Estado. En medio de una sesión especial del senado galáctico, Palpatine se declara emperador con el pretexto de “preservar el orden y la seguridad de la sociedad”. La amplia mayoría de los miembros del senado acepta la denuncia y le ofrece un prolongado aplauso. La senadora Padmé Amidala advierte lo que ocurre y lanza en medio de la euforia colectiva una frase reveladora: “Así es como muere la Libertad, con un estruendoso aplauso”. Algunos de esos personajes están en las vitrinas del “Fede”, la gran apuesta de Milei para destruir el Estado desde adentro, una remake de los 90 donde el lujo es solo la vulgaridad.