
Las preguntas
Por Pablo Callejón
Mis hijas se sentaban en la falda o reposaban sobre el piso, mientras cruzaban los pies y apoyaban el mentón sobre las palmas de sus manos. Era ese instante en el que me preguntaban “¿por qué?”. Y era yo, el que a partir de una simple pregunta, me llenaba de interrogantes. A veces era un “por qué” enlazado a otro, y a otro, más allá del énfasis de mis respuestas. Rara vez les respondía con otra pregunta. Y muy pocas veces, con un “no lo sé”. Me impulsaba, imagino como a una mayoría, intentar dar siempre una respuesta. A veces parcial, muchas veces inconclusa. Respuestas que podían terminar con un “ya vas a tener tiempo para saber de eso”. Y en realidad, en esas preguntas había espacios para otras. Algunas de esas dudas podían llevar a una construcción de la respuesta, de las que ellas podían y necesitaban formar parte. Y en muchas otras, a dudar juntos o imaginar explicaciones mucho más razonables que las lógicas argumentaciones de la física y la química. La luna puede mojar su reflejo sobre las babas del mar y sin embargo, no podremos alcanzarla, aunque se suban en puntitas de pie sobre los hombros de papá. ¿Hubiera resultado más simple decirles que a casi 385 mil kilómetros de distancia, no hay colectivos que nos deje en la parada de los Montes Apeninos? Con el tiempo, ese que debían esperar, comprendieron que hay naves espaciales que pueden alunizar en el Mar de la Tranquilidad y plantar una bandera tan rígida como la regla de la escuela. Y entonces, cambian las preguntas, sin importar demasiado en la adolescencia, aquellas explicaciones de adultos. Es un estado en el que nos sentimos a contramano de nuestro rol de adultos sabiondos. Y en realidad, ¿podemos aseverar que siempre estuvimos en la senda de lo políticamente correcto? Es la obsesión por hallar las respuestas lo que nos impide hacernos mejores preguntas.
No hay una buena lectura, sin una adecuada comprensión. No hablo solo de textos de manual o las novelas en la biblioteca. Me refiero a las preguntas de mi hija, la observación de los espacios en los que convivimos. “Pa, ¿por qué los presidentes no deciden que la comida tiene que ser para todos iguales?”, me preguntó Sabi a los 8 años. Ensayé, sin demasiado éxito, un montón de razonamientos políticos, sociales, culturales, filosóficos, económicos y hasta antropológicos. Hace algunos días, Jaz me preguntó “¿Por qué hay gente que votaría a Milei si parece un meme?”. Estuve a punto de tomar aire y lanzar una serie de lógicas interpretaciones de la realidad, hasta que pude advertir que era yo el que estaba inmerso en una maraña de preguntas.
La utilización del lenguaje como herramienta de aprendizaje, nos impulsa entre los 2 y 5 años a preguntarnos el por qué. Y sobre todo, a repreguntarnos. Como en la irónica representación de La Gallina dijo Eureka, de los Les Luthiers. Y antes de caer en la resignación de que “las gallinitas no hablan”, insistir en las respuestas que nos refieren una y otra vez a esa misma pregunta. Como en las entrevistas periodísticas a los dirigentes políticos en campaña, que apelan a endulzadas evasivas que solo pueden quedar en evidencia con la sana estrategia de la re pregunta.
“¿Por qué nadie ayuda a esa mamá?”. La mujer está amamantando a su bebé en brazos sobre la escalinata del banco. La gente sube y baja por esos escalones con el dinero en la mano que acaba de sacar de los cajeros. Y sin embargo, tienen gestos de preocupación, de angustia. No parecen personas felices o aliviadas por sacar los billetes del banco. Uno de ellos deja algo de dinero sobre una caja de zapatos. La madre con la criatura en sus brazos le sonríe complaciente, mientras otros bajan y suben por esas mismas escalinatas de cerámicos gruesos y fríos. Podríamos ensayar varias respuestas y volver reiteradamente a la misma pregunta.
Quizás lo que mejora nuestra percepción de la realidad no sea solo la búsqueda de nuestras certezas, sino la posibilidad de indagar más profundamente sobre nuestras dudas. Es decir, de hacernos mejores preguntas. Esa búsqueda incesante por ratificarnos, apuntada especialmente por los algoritmos del mundo de la virtualidad y las redes sociales, nos impide cada vez más interpelarnos. No solo dejamos de interrogar, sino que apelamos al frágil escudo protector de leer, mirar o escuchar aquello que confirma nuestros juicios, y a veces pre juicios, de la realidad.
¿Qué estimula más la provocación de pensar?, ¿la respuesta o una nueva pregunta? Podríamos filosofar con nuestros zapatos de goma y cuestionarnos sobre la posibilidad de que no exista esa respuesta ante cada interrogante y hasta suponer que, hay demasiadas formulaciones que puedan ser igualmente válidas frente a una misma consulta. Los interrogantes pueden carecer de jactancia, pero tienen la íntima convicción del aprendizaje. Difícilmente podamos ocuparnos de un tema, sin habernos hecho antes, al menos, una pregunta. Y hasta podríamos intuir que resultaría más fácil reconocer la sabiduría en los otros por la calidad de sus preguntas, que por las sentencias de sus respuestas.
“Pa, ¿Y si se vuelve a repartir todo lo que hay en el mundo de nuevo y le dan un poquito a cada uno?”, me preguntaron después de hablarles un largo rato sobre las desigualdades del mundo con el que iban a lidiar, incluso desde niñas. Les advertí que esa idea implicaba un esfuerzo de todos, no solo de los más ricos. ¿Repartirían ellas sus juguetes? Asintieron, aunque con un gesto de preocupación. Y entonces, “¿por qué todos? ¿ por qué no pedirles ese esfuerzo a los que más tienen?” Intenté argumentar que ese desafío es la gran disputa que se revela en las desigualdades de clases a lo largo de la historia. Aquello de los pocos que se quedan con la mayor parte de lo que producimos todos, y los muchos que esperan que se derramen algunas gotas más del vaso. Y, lejos de aliviarnos, quedamos sentados sobre la misma cama de acolchados de Minnie, colmados de dudas. En ese instante, donde el mundo se presenta con toda su compleja inmensidad y decidimos volver a las preguntas.
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