Pocas razones para celebrar

Por Pablo Callejón

Hoy se puede gozar de un trabajo estable, un empleo en blanco, con todos los aportes y derechos laborales en regla, y aún así, ser pobre. Y hablo de una pobreza literal, cruda, descarnada. La que dirime la comida de todos los días, la cuota del colegio, la boleta del gas. Tener un trabajo estable y no poder pagar la cuota de la casa, no aspirar a cambiar el auto ni poder planificar las vacaciones de fin de año. Un escenario demoledor que acumula cinco años consecutivos de caída del poder adquisitivo. La debacle que reveló una pérdida de 20 puntos en los salarios durante el gobierno de Mauricio Macri y la desoladora continuidad durante el mandato de Alberto Fernández, que sumó otros tres puntos de reducción en los haberes.  El crecimiento y la transferencia millonaria de recursos con una inflación de tres dígitos anuales “se la quedaron tres vivos”, como reconoció la vicepresidenta. Quizás fueron algunos más. El país parece fragmentado entre los que pueden con todo y los que no llegan a casi nada. Hay aeropuertos colmados de turistas y comedores comunitarios abarrotados de familias que hacen cola por una vianda. Los antagonismos empujan a la clase media al borde de la cornisa. Y muchos ya cayeron, aunque no quieran reconocerlo. La pobreza roza los 40 puntos y se consolida en un piso demasiado alto. Entre esos 17 millones de pobres hay jefes y jefas de familia que se levantan todos los días bien temprano, laburan hasta caer el sol y regresan a casa con la desazón de saber que tanto esfuerzo no es suficiente. Aquel mandato de los viejos que intuía una vida sin sobresaltos con un empleo en blanco se desmoronó como las mediciones del INDEC. El trabajo, insisto, ya no es garantía para no caer en la pobreza.
Son tiempos en los que se tarjetean los alimentos para fraccionar en cuotas el impacto de los precios del fideo o la yerba. La canasta básica roza los 200 mil pesos, con sueldos promedios que no llegan a la mitad. Un solo ingreso en el hogar implica una vida de indigencia.  Y aún con dos haberes mensuales, un grupo familiar podría transitar un periodo de pobreza. Según datos del Centro de Almaceneros, los cordobeses están cada vez más endeudados y una mayoría, destina más del 50 por ciento de sus ingresos para comprar alimentos. La dependencia de la asistencia estatal es cada vez mayor, como un salvavidas que permite mantenerse a flote pero nunca facilita las fuerzas para volver a alcanzar la costa.
Las fuerzas sindicales se muestran anestesiadas por una CGT que habla bajito, hasta convertirse en una voz imperceptible. El Día del Trabajador encontrará a la central obrera inmersa en disputas internas, sin presencia en las calles y reducida a un comunicado formal, firmado por burócratas alejados de las bases. Los discursos oficiales hablan de la macro economía y el enojo de los mercados, mientras los candidatos del establishment se pasean por la casa de té de un grupo de millonarios en el Llao Llao.
En el diario ya no hablan de ti, ni de mí. Los voceros mediáticos minimizan y hasta ocultan las demandas laborales con la misma tenacidad con la que despiden a decenas de trabajadores a través de un mail. Hay cada vez más empleo y sin embargo, cada vez más pobres. Es una combinación obscena que revela la apropiación de la rentabilidad por parte de los poderes concentrados, a costa de la pérdida de calidad de vida de los trabajadores.
Las familias de los laburantes viven en una permanente desorganización. Las paritarias quedan rezagadas ante la aceleración inflacionaria y solo algunos selectos grupos laborales pueden evitar el desplome salarial. Entre los trabajadores informales, un tercio del contexto laboral, la situación es dramática. Perdieron casi el 40 por ciento del poder adquisitivo de sus ingresos y parecen condenados a deslizarse por un tobogán resbaladizo que nunca les permite volver a hacer pie.
En Río Cuarto, hay 4 mil desocupados, un 6,3 por ciento de la población. Es una cifra que recuerda a mínimos históricos. Sin embargo, unos 13 mil trabajadores siguen buscando empleo porque no llegan a fin de mes. Y unos 8 mil, trabajan menos de 35 horas semanales. Son los subocupados que esperan tener más de un cargo. Los salarios van perdiendo poder de compra desde el 2017, cuando el ajuste y las embestidas devaluatorias comenzaron a licuar el impacto de los haberes en el costo empresarial y productivo.  El hundimiento del consumo superó el 7 por ciento interanual y solo en la primera semana de abril rozó los 14 puntos. Los rubros que mayor retroceso acumularon en el  año son los alimentos, con el 15,3%. Luego, aparecen la baja en las ventas de productos para el cuidado personal (-12,2%) y limpieza (-7,4%). Los almacenes no pueden competir con los precios del supermercado, pero muchas familias los eligen porque apenas pueden compran lo justo y necesario para pasar el día. Volvieron a pedir milanesas por unidad o comprar “lo que alcance” con el dinero que llevan en el bolsillo. Compran de “a puchitos”, buscan la oferta y las terceras marcas. El mercado está preparado para sacarles el jugo. Solo basta sondear la etiqueta para advertir que las marcas tradicionales y las que emergen como consecuencia de la crisis se producen en una misma fábrica, y por los mismos dueños. Los altísimos niveles de concentración en alimentos  convierten  a un puñado de empresas en propietarios naturales de la mesa de los argentinos.
La deuda externa volvió a ocultar la verdadera deuda interna. Macri nos sometieron a una mochila de 45 mil millones de dólares a devolver en tres años. Ese aporte extraordinario, el mayor en la historia del organismo de crédito, no mejoró ningún indicador social, ni dispuso propuestas de desarrollo. El dinero se esfumó dejando un nuevo sometimiento sobre la vida de los argentinos. El acuerdo para enfrentar un lastre insostenible derivó en un estancamiento de la economía con niveles absurdos de inflación. El peor escenario posible.
Hoy no se discute la falta de empleo. El drama es la imposibilidad de compensar las horas laborales con una vida digna, capaz de cubrir las necesidades básicas de las familias. Más del 50 por ciento de los niños y niñas están recluidos en la pobreza. Y suman generaciones de hijos que no vieron a sus padres o abuelos con derechos laborales. La crisis llevó a un escenario aún más complejo, la percepción de no poder alcanzar un bienestar a pesar de cumplir con 8 horas de trabajo diario. La gota no derrama del vaso que igualmente aparece repleto. La pirámide social amplía la base de postergados, en una distancia inalcanzable con los beneficiarios de la cúspide económica. La dolorosa percepción que actúa como advertencia punzante sobre el modelo que deja pocas razones para celebrar.