
Reconocieron a Matilde Glineur Berne con el premio “Julieta Lanteri”
El Concejo Deliberante otorgó el premio “Julieta Lanteri” a Matilde Glineur Berne por su compromiso social, político y comunitario en defensa y ampliación de los derechos ciudadanos.
Por Pablo Callejón
La historia escrita por hombres blancos, de posición acomodada y pluma aristocrática, prefería encerrarlas en un apartado de los grandes relatos. Les delegaron a las mujeres, incluso a las más valientes y osadas, un lugar de damas de compañía de las conquistas que movieron los cimientos del mundo. Aquellos relatos híbridos y pacatos comienzan a desmoronarse en los testimonios que documentan las batallas que dispusieron de sus cuerpos y no pudieron arrebatarles el alma. Matilde Glineur Berne podría haber descansado en una vida acomodada de un buffet de muebles clásicos, con una placa debajo del nombre de su padre. Ella elegió rebelarse a ese destino de abogada con doble apellido de ascendencia francés. La adolescente le advirtió a la pareja formada en los dogmas de la Democracia Cristiana que había resuelto ser médica. En las reuniones militantes de la Facultad y en los nichos revolucionarios del ERP la rebeldía se hizo carne. Tomó la palabra y las armas para enfrentarse a esa oscura trama de represión que perseguía a las brujas como ella, implacables contra el ardor de las injusticias. El día después de una violenta movilización, la joven de ojos ensoñadores, volvió a Río Cuarto para ultimar los detalles de su casamiento. La habían confundido con otra activista acusada por la muerte de agentes policiales, y la detuvieron. Matilde fue torturada. Tantas veces como pudieron. Los efectivos que la secuestraron y la arrojaron en cárceles ilegales representaban a un gobierno democrático. Corría 1975 y en los oscuros despachos de la Casa Rosada un tal López Rega ponía los pies sobre el escritorio y se mofaba de una lista de nombres que llevaban el membrete de la Triple A. Un día la esposaron sobre la camilla y el torturador le puso la 45 sobre la cabeza, mientras en un gesto de piadosa supervivencia, alguien más le colocaba el suero. María Jimena nació entre los gritos agobiados de su madre y la mirada mordaz de los hombres vestidos con uniforme policial. Ambas sobrevivieron a las celdas lúgubres del terrorismo de Estado.
“Fui siempre la oveja negra de la familia. No solo cuando empecé a militar en el ERP. Fui la oveja negra para todo”, recordó entre risas. Matilde defendió sus convicciones aunque el precio fuera su propia vida. No se imaginaba encerrada en una cárcel ni pudo sospechar que iba a parir a su hija en una sala de torturas. En aquellos años, morir era una opción. Sobre todo, si se trataba de ofrendarlo todo por la causa. Con el título universitario bajo el brazo y una niña por cuidar, decidió regresar a Río Cuarto. La inmensa solidaridad de Ingrid y Carlos Vaisman le permitió eludir los prejuicios de quienes solo veían en ella a una presa política. En las salas de neonatología y pediatría dejó emerger a la médica que curó los empachos y gripes de los niños que pedían sanarse con la doctora Matilde. Con ese destino a prueba de mandatos paternos, logró acceder a la salud pública. Fue en la Maternidad Kowalk donde resistió durante 34 años contra los designios de sueldos mal pagos y falta de insumos. “Durante la pandemia nos daban barbijos de tela y llevábamos nuestras propias batas. Es el lugar donde más vida traemos a la ciudad, pero no siempre se valora”, advirtió. Las injusticias no pueden con ella. En medio de las protestas que se expanden en cada sala y pasillo de los hospitales públicos de la Provincia, Matilde exige por una mejora en las condiciones salariales del equipo de salud de la Maternidad. Cuando lo dice, sus ojos recuperan las certezas de la joven que levantaba el puño cerrado frente a los milicos del régimen.
“La próxima vez me vas a ver pelada, pero voy a ser igual hermosa”, me dijo la última vez que la invité a la radio. Y cuando la ví, estaba bellísima, con ese esplendor de las mujeres que jamás podrían pasar desapercibidas. La doctora llama a las cosas por su nombre. No se trata de “una enfermedad dura y larga”, ella prefiere decirle Cáncer. Quizás en la lista de prescripciones de los médicos que la asisten aparezca la necesidad de extender el descanso, evitar los malos momentos y activar todas las respuestas del cuerpo en esa disputa contra las células enfermas. Matilde prefiere llegar temprano a su oficina del PAMI y no faltar jamás a las disposiciones de la Maternidad. La mujer de guardapolvo celeste resolvió poner en jaque a los tumores que no podrían entrometerse en su agenda de mil batallas.
Matilde hubiera querido compartir un café con aquellos que le decían “pequeña burguesa” cuando aún era una niña que desobedecía en casa. Sobre todo con el amigo de su hermano al que los militares arrojaron dormido desde un avión. La médica aún se descubre en aquella militante de causas románticas que aspiraba a un mundo más digno que este. Ella no quería un lugar en este sistema, luchaba para cambiarlo todo. Ponerlo patas hacia arriba para disponer del poder que no pudiera servir en bandeja el sudor de los trabajadores a los mercaderes y lobistas. Pero, las revoluciones necesitan de las almas bondadosas, con la ternura de los que darían la vida por los otros. Y la doctora Glineur fue siempre esa confluencia donde el amor y el coraje se entrelazan sin más razón que las propias convicciones. Como la ganadora del Nobel, Marie Curie, quien decidió no patentar ninguno de sus inventos. La inspiradora Frida Kahlo, resuelta a disponer la mayor pasión en cada pincelada de sus cuadros impregnados de feminismo. Y la decidida Rosa Parks, quien se negó a darle un asiento del colectivo a un hombre blanco antes de encadenarse a los brazos de Martin Luther King, durante las marchas que hicieron temblar al imperio desde Alabama hasta Detroit.
Gustavo Porqueres fue juez y el amor de su vida. El día que la trasladaron a Córdoba sin ninguna orden que legalizara el acto, Gustavo subió al mismo auto en el que viajaba el padre de Matilde. Los policías los detuvieron y simularon fusilar a don Glineur Berne. En las calles de la Docta, impregnadas por el tufillo de la represión, el magistrado pudo asegurarse que Matilde ingresara viva a la temible D2. Hay muchas formas de enamorarse, ninguna podría superar el vínculo de los que deciden poner todo en juego por el abrazo que alguna vez llegará. En esos días de encierro aprendió a valorar el aporte de las ratas. Cuando los roedores se acercaban al depósito de la comida que le dejaban en el suelo los torturadores, sabía que los milicos se habían alejado por un tiempo. Era esa tregua que solo se entiende en la supervivencia.
Ni el maldito Cáncer ni las desigualdades profundas, pudieron con la doctora Matilde, la mujer que muestra sus dientes con un corazón exaltado por tantos años de gritos de bronca. El mandato apretujado en un músculo que siempre latió por las mismas verdades. Y la coherente convicción de la médica capaz de hallar remedio para la pena, como en La Jardinera de Violeta Parra. Un instante para heredar las flores de su rebeldía y curarnos en ellas.

Ahora y siempre
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