La ciudad donde vivo

Por Pablo Callejón

La ciudad donde vivo tuvo un pintor que ganó más premios que dinero. Las musas aseguran que solo piropeaba al atardecer, cuando volvía inspirado al taller de calle Tucumán. Se llamaba Héctor Osvaldo Otegui y le decían maestro.

La ciudad donde vivo se rendía a sus proezas. Tenía ojos de cielo y un cabello de cenizas que peinaba con sus manos delicadas y al mismo tiempo, invencibles. Susana Dillon tecleaba en la vieja Olivetti y una marea de palabras revolucionaban los corazones agobiados de dolor. 

La ciudad donde vivo tiene una plaza con vuelta del perro. Hay enamorados que aún esperan a doncellas con las manos en los bolsillos y un aura de caballitos que danzan al ritmo de una cajita musical. También hay perros callejeros con derecho propio, sin más motivos por perder que la soledad.

La ciudad donde vivo lo vio jugar enmarañado en una ráfaga de viento y lanzar la pelota de emboquillada, para eludir el manotazo de Oscar Córdoba. Otras veces, el balón cayó entre las macetas del patio de Mary y la mirada filosa de su hermano Andrés. Una estatua frente a la terminal le rinde un extraño homenaje. Aunque no podría ser Pablo Aimar sin el fútbol que robaron cualquier noche.

La ciudad donde vivo espera que vuelva uno de sus hijos. Sobre el escritorio de roble hay una pila de expedientes y una carta escrita a mano con el pulso de mil noches de insomnio. El dolor nunca prescribe afirma Rosa Sabena, la mujer que empuña el coraje contra los burócratas de la impunidad. 

La ciudad donde vivo tiene un parque que olvidó sus puertas de hierro. Debajo del Rosedal se abre un caminito que nunca nos conduce a Roma. Un lugar donde la Florencita les hubiera cumplido el milagro de cruzar el lago en punta de pies. 

La ciudad donde vivo nunca exige la verdad, aunque no tenga más remedio. Un día creyeron que no llovería y la sal sobrevoló en el espiral del humo que empezaba a apagarse. Cococho hubiera querido llamar a cada fulano para disculpar sus cosas de mengano. En el mapa de etiquetas con imanes, no logró descifrar el enigma que solo se revela en las carcajadas del Gallego.

La ciudad donde vivo tiene dos trazos y una estampita de la virgen de Luján. Entre velas a punto de extinguirse, hay un rezo por los santos del pucherito que se reparte como un kilo de pan. Doña Beda sabe escuchar los ruidos que despiertan por el hambre en madrugada. En Las Delicias aún esperan por la santa de cada milagro en la cena.

La ciudad donde vivo dispone el escenario para una trama de adulterio y relojeros italianos que se descubren en la historia de Papá Lebonard. Un siglo después, sobre los tablones aguardan su turno Susú Abella y las salieris que prefieren ser sus hijas. La música es de un tal Granado asociado con una banda de saxos. La sala está repleta y el aplauso impide reconocer la soledad de los que dormitan cuando cierra el telón.

La ciudad donde vivo tiene a un relator de soldaditos que espera descubrir al amor de su vida detrás del paredón del Nacional. El vozarrón que describe los firuletes del Lobo Telch y puede apoyarse sobre la falda de una banqueta del bar para cantar como la aurora de sus cabellos va pintando el sol. En Buenos Aires se desvivían por apropiarse del hombre que solo esperaba ser digno al final del día. La bufanda del ciclón lucía mejor cuando el Turco cruzaba con pasos apurados la plaza del pueblo.

La ciudad donde vivo tiene barrios humildes que se entrecruzan en pasillos estrechos como las arterias que anudan el corazón. Mary Hansen podría recorrerlos con sus ojos vendados, siguiendo la estela de voces de los que vio parir.  Con una entonación maleva inspirada en Tita Merello, la Mary se desvela en un  santuario peronista de velas apagadas.  

La ciudad donde vivo tiene un puente que pende de algunos hilos y se puede cruzar a pie, mientras contás las casitas que parecen unidas como en el vientre de siameses. Hay otro puente que lleva el nombre de un escritor pintado en Rayuela, que nos pide amad a la dama. Y más allá, un nuevo puente donde lo hubieras visto saludar montado sobre un Zaino, mientras la multitud lo reconocía al grito del “Chicharra”.

La ciudad donde vivo tuvo a un intendente de bastón y bigote aristocrático con fama de contar hasta los últimos chelines. En tres años de gobierno, don Vicente Mójica dejó parir la Maternidad y se dispuso a convertir el vivero municipal en un parque donde las damas curaban su mal de amores.  

La ciudad donde vivo es una anciana de pasos medidos que fue capaz de enfrentar a una horda de dictadores sin más armas que la firmeza de un dedo índice delgado y severo. Antonia sintió el tac, tac, tac de los bastones que golpeaban sus codos, mientras recreaban las rondas de Plaza de Mayo. Un legado que nos contiene en la eterna lucha de memoria y justicia.     

La ciudad donde vive es un río bordeado por playas de arena y una ribera de diminutos barrancos que sostienen la pobreza de sus villas. Cuando llega diciembre, los pulmones de un azud nivelador recrean un piletón municipal que se desmorona cuando no queda más aire al atardecer.  

La ciudad donde vivo es un café frente a la Plaza y un guardapolvo blanco con el nombre bordado de Alberto Lubetkin. La mesa donde reposaba el maletín negro, el estetoscopio, algunas cartas con dibujos infantiles y el secreto de varios apuntes de medicina que su amigo Miguel ordenaba junto a lo saquitos de azúcar.  

La ciudad donde vivo es una niña con pulmones de acero que puede alcanzar los 50 metros en un par de pestañeos. La adolescente que se sube al podio de las victorias épicas, sin la aristocracia de Jeanette Campbell. La mujer que buscabas en los diarios de Toronto para conocer en qué lugar había llegado Macarena Ceballos.

La ciudad donde vivo es un estadio inmerso en un denso banco de niebla celeste. El pase largo de Adrian Peralta para alcanzar el pique del Pampa Rosané. Un toque corto a Gastón Bottino y la aparición por la línea de Mario Mentil. La pelota sobre el pie de Roberto Mouzo y Nahuel Caielli que habilitan el ingreso de Sergio Coleoni. Y la corrida fulminante de Ignacio Hesar que pondría cifras definitivas al sueño de una historia nacional.

La ciudad donde vivo es la madre que interpela la conciencia de los asesinos de su hijo. 17 años tuvo que esperar para abrazar el duelo del niño desaparecido. Sesgada por el dolor de mil batallas, Rosa Arias se plantó a las corporaciones del encubrimiento con la certeza de ya saberlo todo.

La ciudad donde vivo es un smash que despabila al campanario de la Catedral de Encarnación, en Málaga. Siempre eligió ser la banca de los que llegan de punto. Ferrero declinó las armas en el último set ante la bravura de un Calleri con título copero. En los bares de la Playa de Medralejo los parroquianos no recuerdan una batalla similar desde la resistencia de los fenicios ante el Imperio Romano.   

La ciudad donde vivo tiene a miles de estudiantes con tonadas diferentes resueltos a poblar el campus y sus aulas. El portal de acceso de la educación pública donde decidieron recluirse. Y el sitio donde los hijos de los trabajadores pueden volver a casa con un título de ingeniero.

La ciudad donde vivo es una conquista del último eslabón del mundo. El vuelo rasante sobre la masa de hielo donde hacer base. El vicecomodoro que lideró la operación Enlace para la conquista de una península de 50 grados bajo cero. Gustavo Marambio tuvo que destinar varias noches en el Casino del Area Material para lograr recrear un relato más convincente que la lucha en el mar de la Habana del viejo Santiago.   

La ciudad donde vivo es un centro alfabetizador que recuerda a Berta Perassi. Los militares no podrían imaginar que la lucha proletaria pudiera gestarse en una fábrica de galletitas. La patota policial que la abordó frente al Acordeón tampoco pudo prever que al secuestrarla inmortalizarían su nombre como un acto de resistencia.   

La ciudad donde vivo es un grito de don Ibrahim sobre la sala de guardia. El silbido del tren que despierta a los primeros transeúntes del Boulevard. Las callecitas de empedrado que soportan el eco de las espuelas por el arribo de los carruajes. Las despedidas que duelen más en los bancos vacíos de la estación sin viajeros.

La ciudad donde vivo es una mesa de té en la estancia del Durazno mientras contás las horas para llegar al puerto de Southampton. La voz del capitán Edward Smith que pide acelerar la travesía como un último desafío a los témpanos gélidos del sur. El menor de los 8 hermanos Andrew prefirió cambiar el boleto del previsible Oceanic por la ostentación del invencible Titanic. La jugada de suerte que no pudo completar sobre los botes que pudieron finalmente llegar al mar.

La ciudad donde vivo tiene un tablao con cuerpos danzantes y manos que parecen dibujar las notas de un pentagrama. El despliegue de castañuelas que marcan el paso de Norma Moriones y su ballet, en una representación de las rosas de amor que corren deprisa antes de que el mundo se amargue.

La ciudad donde vivo es un otoño en la Quirico Porreca. Un domingo de junio sobre Guardias Nacionales. Un martes cualquiera en Constitución. Un jueves por la noche al llegar a Buenos Aires. El lunes a primera hora en General Paz. Una sábado por la tarde en un café de San Martín. El viernes por la noche, sobre calle Cervantes.

La ciudad donde vivo tiene una foto de Laura Rizzo en cualquier aula del Conservatorio Julián Aguirre junto a Lydia Latorre de Ornaghiaula. Las melodías agudas que inspiran el último acto de la Opera Lucia di Lammermoor e Ilia. Es también la ciudad que vuelve a sonreír en septiembre con un Conejito que los obligó a preguntarse por el cuarteto que nace fuera de la Docta. La ciudad de un festival en el que Deolinda cambia lo superficial y lo profundo.  

La ciudad donde vivo tiene vidrieras encantadas bajo un manto de neón. La sinuosidad de callecitas donde ya no quedan lugares. Veredas de corazones acelerados y marquezas que hubieran hecho sonrojar a Sobremonte. La ciudad donde vivo es una mesa de cualquier hora, en cualquier bar. Y la complicidad de los que nunca parten sin tener la certeza de querer volver.