La peligrosa validación del odio

Por Pablo Callejón

No es un día o dos. En una sociedad puede ser la construcción permanente y sostenida durante años. Una aversión hacia las diferencias que no aceptamos, las que deshumanizamos en nuestras antipatías, hasta querer desterrarlas. El odio es un sentimiento repulsivo, donde las razones que provocan la sensación de ira quedan sometidas a la emoción. Nos puede resultar asfixiante y buscamos huir tratando de erradicar lo que odiamos. Si estos efectos encuentran un relato que los contenga y un escenario que representa a un colectivo de personas, puede emerger un estado de peligrosa validación.
El lingüista Marc Angenot señaló que el discurso social problematiza lo decible y lo opinable en determinado momento y estado de sociedad. Advirtió que se trata de un sistema regulador de los discursos, sus reglas de producción y de circulación. Los medios de comunicación devenidos en grupos de negocios, que no interpelan el poder sino que forman parte del mismo, han edificado junto a sectores políticos y económicos una manifestación del sentido capaz de culpabilizar al pobre de su pobreza, invisibilizar derechos de minorías, descalificar a la oposición política y desestimar los valores culturales que la representan. Son maniobras intensas que desechan todo lo que pueda ser contrario a los intereses que defienden y resguardan. Para alcanzar los objetivos construyen una realidad en donde los que piensan distinto o persiguen motivaciones diferentes son una amenaza.
“Son ellos o nosotros” afirman. Es una lógica donde no hay lugar para consensos ni acuerdos. Es el sometimiento o la erradicación. Ese lugar alcanza un alto nivel de efectividad a través del odio. El cajón con la inscripción de la UCR que Herminio Iglesias quemó ante una multitud se convirtió en ícono de la derrota del peronismo en 1983. Una sociedad que buscaba superar la noche más larga, no soportaba más simbolismos violentos. El ex presidente Raúl Alfonsín, en cambio, apelaba a seductores discursos que arengaban hacia un camino democrático irreversible. Los resabios de la dictadura se representarían más tarde a través de militares carapintadas y un mercado económico dispuesto a utilizar el lazo de la hiperinflación. Casi cuadro décadas después, los poderes fácticos disputan el sentido con los medios hegemónicos debajo del brazo. Resultan habituales en marchas las imágenes de bolsas mortuorias con nombres de dirigentes políticos o Madres de Plaza de Mayo, las guillotinas con los rostros apilados en una caja de cartón de referentes opositores y los gritos enardecidos a cámara pidiendo por la cabeza de aquellos a los que deshumanizaron, hasta reducirlos a un descalificativo o apenas una sola letra, los K.
Desde hace una década, un grupo de investigación sobre Ideología y Democracia del Instituto de Gino Germani, bajo la dirección del investigador del CONICET Ezequiel Ipar, comenzó a estudiar las nuevas modalidades de autoritarismo social. En el informe “Discursos de odio en Argentina” revelaron que un 26,2% de la ciudadanía argentina promovería o apoyaría estas manifestaciones, mientras un 17% sería indiferente y un 56,8% los criticaría o desaprobaría. Cuando se observa el resultado de la encuesta por regiones, se revela que en el centro del país, el porcentaje de validación es aún mayor: un 30,7% de los encuestados promueve estos discursos.
Los odios sociales y políticos han fragmentado distintas etapas de la vida del país. Desde el fusilamiento de Manuel Dorrego por orden de Juan Lavalle, las manipulaciones del voto popular y las proscripciones de dirigentes políticos, hasta la sucesión de golpes de Estado, la desaparición y tortura de personas. La disputa es siempre económica. La Argentina de hoy es profundamente desigual. Mientras que el 50 por ciento de la pirámide ganaba hasta diciembre del año pasado 368.050 pesos anuales, el 10 por ciento superior obtiene en promedio 13 veces más: 4.850.920 de pesos. Con una inflación que podría alcanzar el 100 por ciento en un año, los asalariados son los más afectados. La pobreza impacta en más del 37 por ciento de los hogares y ser trabajador formal ya no es garantía para evitar ser pobre. La clase media se aferra a un status cultural que pierde los beneficios económicos y sociales que la representaban. Hay aeropuertos llenos de turistas en cada fin de semana largo y miradas agobiadas en las colas de supermercados. El discurso hegemónico refiere a la necesidad de ajustar y vivir con lo propio, sin revelar al sujeto que pagará el costo de mayores restricciones. En los últimos años, aún en medio de la pandemia, quienes ostentan el mayor poder adquisitivo aumentó su riqueza mientras se redujo abruptamente la de sectores medios y bajos.
Familiares que ya no se reúnen, amigos que abandonaron la mesa del bar, compañeros de trabajo que no se hablan, vecinos que dejaron de ir al club, son parte de esa secuela discursiva donde no hay lugar para los que interpelan las ideas que solo buscan ser ratificadas. Las redes sociales son la expresión más burda de las manifestaciones violentas. La impunidad se contiene en la soledad de un celular o una computadora. El otro se reduce a un mero posteo. No hay un rostro que interpele ni un tono de voz que defina el dolor o el enojo que pueden provocar las palabras. Esa presunta democratización de la horizontalidad discursiva donde todos pueden opinar, sin importar el tema ni el aporte que puedan realizar al debate, es la representación que puede multiplicar intensas expresiones de odio. El hombre que apuntó con su arma sobre la cabeza de la vicepresidenta y gatilló dos veces sin haber colocado correctamente las balas en la recámara, se tatuó simbología neonazi y forma parte de grupos xenófobos y violentos en las redes. Para él, ya no son necesarias las marchas de activistas fascistas para que puedan visibilizar sus violentos relatos. Las redes son el escenario donde confluyen. Aún si fuera un lobo solitario que actuó por decisión propia, el acto no puede desprenderse de los discursos que influyen en millones de personas y solo necesitan de una que esté dispuesta a gatillar el arma. Los necesarios debates que la Argentina debe impulsar sobre la distribución del ingreso, el rol del Estado, la altísima desaprobación de la Justicia, el sentido de los medios de comunicación, los vergonzantes índices de pobreza o la proyección de un país que se fortalezca en sus potencialidades en lugar de ser un reservorio de la especulación financiera, están hoy sometidos al estupor por un intento de magnicidio y las fragmentaciones que no hallan ningún punto de convergencia. La implosión de fantasías autoritarias que apuntan sobre todos nosotros.