Somos parte del problema

Pablo Callejón

Ninguno de nosotros, y hablo particularmente de los hombres, podría suponer que el modo en que nos vestimos implica asumir algún riesgo. En general, tampoco imaginamos que caminar solos nos expone a la incómoda situación de ser acosados. Difícilmente un hombre sospecharía que existe la posibilidad de ser violado, golpeado y ultrajado por circular por un sector menos iluminado. No cruzamos la calle por desconfianza a un grupo de mujeres reunidas en una esquina, ni debemos cerrarnos la camisa o taparnos alguna parte del cuerpo ante una mirada lasciva. En casa, nos sentimos aliviados cuando regresa una hermana o nuestra madre y sabemos que se encuentran bien. Nunca nos dijeron que debemos evitar el exceso de alcohol en un boliche porque podrían abusar de nosotros. Nadie nos hubiera avisado que la borrachera nos impediría, además, recordar a la agresora. Pudimos comprobar desde la niñez que el riesgo lo enfrentaban ellas sin aceptar demasiado que el temor era por cualquiera de nosotros. 

La violación grupal de una joven en manos de un grupo de varones, mientras un par de cómplices “hacían de campana”, reveló un debate que hasta hace pocos años quedaba oculto debajo de la alfombra. Militantes feministas advirtieron que los violadores no son “monstruos”, ni hubo una “violación en manada” por parte de animales que pierden la capacidad de razonar sobre sus actos. Para muchos, hubiera resultado más cómoda la calificación de “bestias” que solía calmar la interpelación a la que nos somete una violación. Suponer que son  “animales” o “monstruos” nos permitiría distanciarnos de la imagen que nos devuelve la fotografía de los abusadores.  Un intento por ocultarlos para dejar de vernos a nosotros mismos. Sin embargo, quienes estaban esposados integran una sociedad que ahora los desestima como parte de sí misma.

La responsabilidad penal recaerá, naturalmente, sobre los autores y sus cómplices. Hablar de las matrices sociales que provocaron que un hermano, un padre, un sobrino, un amigo o una pareja puedan cometer una violación no exculpa al agresor ni busca justificarlo por los mandatos sociales.  Solo intenta visibilizar y poner en debate una masculinidad hegemónica que conocemos como el patriarcado.
“Si la violación es inevitable, relájate y goza”, había señalado el cantautor Cacho Castaña, quien se ufanaba en cada entrevista de sus aventuras sexuales. Gustavo Cordera, ex líder de la Bersuit, aseguró que “hay mujeres que tienen la fantasía de la violación para llegar a un orgasmo”. Las expresiones simbolizan un estado de dominación del hombre que actúa como un dictamen cultural. Ninguna mujer diría jamás una frase como estas, son ellas las víctimas de las violaciones.
Crecimos con el edicto del poder y la posesión. Las mujeres deben ganar menos que nosotros. Somos el sostén de la familia, no podemos ser vulnerables ni admitirnos llorones, tenemos una autoridad y sobre todo, una jerarquía. El machismo emerge como un instrumento de la extorsión económica, los gritos, los golpes, la violación y la muerte. En muchos casos, son expresiones menos visibles, micro machismos que alcanzan igualmente para sostener esa dominación. Ellas siempre tendrán más dificultades para ser intendenta, concejala, presidenta de una institución, rectora, gerenta, jefa de una fuerza militar o de seguridad. Cada vez que alguna rompe la hegemonía y alcanza un lugar de poder, lo destacamos como se festeja lo inédito.


La convicción del abuso sobre la víctima, solo porque se ostenta el poder de hacerlo, es una demostración de la masculinidad patriarcal. En algún sentido, hasta una certificación de pertenencia. No hay violaciones grupales de mujeres a hombres porque no existe ese dictamen social. En eso radica la violencia de género, la decisión de subordinar, violar, golpear o asesinar solo por su condición de mujer. Las suponen inferiores aquellos que fueron formados desde una concepción de superioridad. La Justicia podrá identificar a los autores y condenarlos. El desafío sería observar más allá del hecho que nos indigna y someter a debate el orden fáctico que sigue multiplicando la aparición de golpeadores, abusadores y déspotas validados por una sociedad que intenta desprenderse de sus actos calificándolos como bestias.

La construcción social y conceptual  apeló a justificativos patriarcales para los aberrantes casos de abuso sexual. El varón “probablemente la violó porque estaba ebrio o drogado”, mientras resulta prudente  recordar a la mujer que “no debe emborracharse para evitar perder la conciencia y ser violada”. Las manifestaciones podrían incluir el modo en el que vestía la víctima o las dudas sobre “qué hacía a esa hora, en ese lugar”.  Los intentos de justificación de la violencia nos trasladarían a las charlas de bar o la lectura de diarios donde se hablaba de “crimen pasional” para reflejar el accionar de un femicida que “decidió matar por amor”.  En las violaciones como en los femicidios existen culpables directos y un sistema social capaz de revelar que los violadores o asesinos pueden ser varones que van a nuestras mismas aulas, oficinas de trabajo o reuniones sociales.

La marea de mujeres que visibiliza la opresión del patriarcado ya no solo es la expresión del dolor inconmensurable de las víctimas y sus familias. Son ahora nuestras hijas y compañeras resueltas en un solo propósito: quererse vivas y empoderadas frente a un sistema opresor que debe caer. Desarrollarnos en un mundo contenido en la diversidad nos exige empezar a interpelar nuestras propias conductas. Los abusadores de la joven en Palermo no eran  animales incapaces de revisar sus actos. Ni bestias deshumanizadas. Ni lobos impulsados por el instinto de la manada. Son varones emergentes de un modelo social que nos revela como parte del problema.