Alguien dio la orden en Whashington

Por Pablo Callejón

En aquel tiempo, mi mamá cruzaba la acequia hasta la finca para ayudar a su familia en la cosecha de la vid. Habían llegado desde Almería en un buque con escala en Marruecos, donde refugiaban el sueño de una vida mejor los sobrevivientes del fascismo franquista. El viejo, probablemente se haya lanzado por algún camino de ripio, impulsado sobre un tablón de madera que arrastraban dos pares de rulemanes que aseguraban el precario equilibrio. Resultaría más difícil precisar que hacían exactamente el 19 de abril de 1956. La Revolución Libertadora que había masacrado a más de 300 personas tras un bombardeo en Plaza de Mayo, le abrió las puertas al Fondo Monetario Internacional con el aval del presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu. Fue un dictador el que estampó la primera firma. El acuerdo era por unos 75 millones de dólares aunque al final del mandato, la deuda ya superaba los mil millones. El dinero sirvió para fortalecer el poder de las elites con acceso al puerto.
Mis viejos se conocieron cuando ya eran parte de la generación de los 60 que buscaba rebelarse ante el zumbido de los bastones largos. Habían pasado Arturo Frondizi y otro Golpe de Estado que elevó, una vez más, los indicadores de la deuda externa argentina.
El país debía unos 7 mil millones de dólares cuando nació Pamela, mi hermana. Los viejos ya estaban casados y empezaban a pagar las cuotas de la casa en el barrio Unimed. En la radio se escuchaba a un locutor leer el comunicado número uno de la Junta Militar. Dos años después, nací en una clínica sobre la avenida principal en San Rafael. Pesaba 4 kilos 800 gramos. La vieja siempre me recuerda que fue de parto natural, como un gesto de maternidad inconmensurable que me dejará en deuda con ella toda la vida.  
El sueldo de empleada de supermercado y los ingresos del taller mecánico dejaban poco margen para el ahorro. Los periodistas del establishment hablaban de plata dulce y la tele promocionaba productos importados que nunca ocupaban el modular de mi casa. Cuando cumplí 4 años, la Argentina adeudaba 42 mil millones de dólares y aún faltaba una guerra para que los milicos desempolvaran las urnas. El entrenamiento a torturadores en la Escuela de las Américas y el plan económico de Martínez de Hoz habían impuesto la matriz de una nación que seguiría sometida, aún en Democracia.
En 1984 ya no se hablaba de acordar sino de renegociar. El concepto volvería en cada década, con cada gobierno. Aunque resulte paradójico, el desafío de los organismos multilaterales es lograr que la deuda nunca se pague. Al menos, nunca se pague del todo. Los dólares siempre vuelven a las cuentas de sus dueños naturales, en un aceitado mecanismo de fugadores y cómplices. Los intereses garantizan que el acreedor recupere lo prestado y se mantenga el sometimiento sobre el deudor, reducido al rol de un “renegociador”.
Había comenzado jardín en la escuela San Martín cuando Raúl Alfonsín firmó un crédito con el FMI por 1.300 millones de dólares bajo el sistema stand by. En términos criollos, el concepto explica el estado de un aparato electrónico que se encuentra conectado, pero en reposo, a la espera de recibir órdenes. Un tal Bernardo Grinspun debía renegociar los 42 mil millones de dólares que la Dictadura utilizó para sus políticas de bicicleta financiera y campos de concentración.
Había celebrado el gol más lindo del mundo y el cabezazo de Alzamendi a un equipo de Bucarest, cuando mi vieja me pidió comprar el pan para el almuerzo con un billete de 10 australes. Los rostros de angustia en la cena parecían delatar el pacto de apurados caballeros. Las maquinitas no daban abasto y el Fondo marcaba las pautas del tiempo que asomaba. La Revolución productiva fue un caldo de sopa con la marca de los Bunge & Born.
Mientras los bancos dormitaban la resaca del efecto tequila, me había convertido en un adolescente con botas Cerro, camisas leñadoras y el jopo a prueba de ventarrones. Carlos Menem había vendido hasta las joyas de la abuela, pero la deuda no cesaba. En 1995 alcanzaba los u$s 87.091 millones y un año después, cuando Doningo Cavallo fue reemplazado por Roque Fernández, ya era de u$s 90.472 millones. El país había perdido el control sobre la energía, las comunicaciones, el petróleo y el transporte, la pobreza aumentaba a niveles obscenos, el desempleo se multiplicaba por millones y se habían dilapidado todos los recursos para sostener una vida de pizza y champagne.
Ya estaba en la Universidad el día en que Fernando De la Rua anunció otro acuerdo stand by con el Fondo. Al desastre interno se sumaron la crisis asiática, el colapso ruso y la debacle financiera en Brasil. La convertibilidad era una bomba de tiempo y el presidente que se jactaba de ser aburrido, no quiso interrumpir la fiesta. Con José Luis Machinea anunciaron un blindaje que llevaría la deuda externa a más de 100 mil millones de dólares. Poco después, Domingo Cavallo junto a Federico Sturzenegger, firmaron el decreto que habilitó la operación del megacanje, un paso al vacío por otros 50 mil millones de dólares. Ningún pacto con el Diablo logró evitar el corralito, las muertes en la Plaza, la renuncia de un presidente en estado de sitio y la debacle de la Argentina del 2001.
Trabajaba de día y estudiaba de noche para asegurarme los últimos meses en la Universidad. Me recibí unas semanas después de la asunción del quinto presidente en apenas cinco días. La Argentina había caído en default por 140 mil millones de dólares y lo celebraba con aplausos en el Congreso. Por esas cosas de las renegociaciones, en 2002 y 2003 se firmaron más documentos de stand by. ¿Recuerdan? Eso de estar en reposo a la espera de recibir órdenes. Carlos Menem se bajó del ring antes de la segunda vuelta y Néstor Kirchner asumió la presidencia. La mayoría de los compañeros y compañeras de la facultad habían regresado a sus pueblos. Conseguir trabajo era una quimera. Los más afortunados debían soportar regímenes inéditos de precarización. Alguien me recordó que tenía doble nacionalidad y me habló de las bondades de la España de José María Aznar, un licenciado en Derecho de bigote aristocrático que jugaba a lanzar misiles junto a George Bush. Preferí quedarme. La deuda externa argentina superaba los 189 mil millones de dólares y ya no solo estaba en manos del Fondo o el club de París. Aparecían también abogados de jubilados italianos entremezclados con fondos buitres que compraban bonos basura con la convicción de convertirlos en oro en polvo. Kirchner renegoció con una fuerte quita la maraña de endeudamiento y con valores récords de los commodities resolvió en 2006, pagarle 9.500 millones de dólares al contado al Fondo. Los muchachos de traje gris levantaron sus oficinas del país y no regresarían durante 10 años.
La Argentina comenzó a financiarse con otros organismos multilaterales y apostó a convenios con Venezuela a tasas del 14 por ciento en dólares, muy por encima de las ofrecidas en el mercado. Se pagaba más, bajo la premisa de la libertad en el modelo económico.
A los 37 años era padre de dos hijas, tenía un trabajo estable, un auto con aire acondicionado, un álbum de fotos con un par de viajes a Brasil y mis primeras canas. Mauricio Macri había asumido como presidente y un año después, aceptó retornar a las revisiones anuales del FMI. El 8 de mayo de 2018, Macri arrancó la cadena nacional con un efusivo “buenos días” y segundos después, confirmó que la Argentina volvería a endeudarse con el Fondo. No se trataba de un simple Stand By, ni una ayudita de algunos amigos. El acuerdo implicaba el mayor préstamo en la historia del FMI, unos u$s 56,300 millones. Del total, se desembolsaron 44.000 millones, que debían ser devueltos antes de terminar de anotar los números en la planilla contable. El disparate habría servido para solventar la fuga de capitales y los pagos de deuda. La decisión fue, sobre todo, política. Macri se jactó de que podría volver a acordar con el Fondo “en solo 5 minutos” y reconoció en una entrevista a la CNN que los dólares se utilizaron “para pagar a los bancos comerciales que se querían ir porque temían que vuelva el kirchnerismo”. Como en 1956 y en cada uno de los acuerdos, stand by y renegociaciones posteriores con el FMI, el dinero nunca generó desarrollo ni reactivación económica. Al final de 2019, tras cuatro años del gobierno de Cambiemos, el PBI se redujo de 643 mil millones a 450 mil, la actividad económica se contrajo un 4,5 por ciento, la inflación pasó del 29 al 55 por ciento y la pobreza llegó al 40,8 por ciento. La calamidad económica sumó unos meses después la pandemia mundial por Covid. El presidente ya era Alberto Fernández y el FMI solo esperaba un alivio en el impacto sanitario para dar un nuevo zarpazo.
A mis 40 y pico, con dos hijas en la secundaria, anteojos para leer, una casa a pagar en 18 años y un automóvil 2012, las deudas externas siguen golpeando adentro. Mis viejos subsisten en la jubilación de los 70 y mi hermana, debe lidiar con la adolescencia de sus tres hijos. Hoy el presidente Fernández anunció un entendimiento con el Fondo, un modo más amable para explicar el acuerdo de la renegociación. Aseguró que no habrá ajuste, aunque el ministro Guzmán admitió el camino hacia la baja del déficit, el freno a la emisión monetaria y la suba de tarifas. Ningún pacto podría asegurar la victoria del bando de los deudores. Es viernes 28 de enero y la deuda externa Argentina supera los 268 mil millones de dólares. El artefacto ya no está en reposo. Alguien dio la orden en Whashington.