¿Cuánto vale la vida?

Por Pablo Callejón

El funcionario del gobierno norteamericano acomodó su espalda hacia atrás, sobre el respaldo de una cómoda silla de cuero brillante que suele encabezar las mesas de las reuniones oficiales. “Alguien tendrá que hacer el trabajo sucio”, lanzó ante un grupo de burócratas de la política y las leyes que rodean al perito de tasación. Michael Keaton, en realidad el especialista en mediaciones Kenneth Feinberg, piensa en aceptar el desafío. Hacer el trabajo sucio implica determinar el valor de las 6 mil personas afectadas por el atentado terrorista en las Torres Gemelas. En definitiva, lo que debe preguntarse el abogado que dirime las disputas entre las víctimas y los demandados es cuánto valen cada una de esas vidas.

Y vos, ¿alguna vez te preguntaste cuánto podría valer la vida de un ser querido? ¿A cuánto cotizan las muertes de otras personas? Disculpen ustedes, de eso se trata, de poder ser capaces de definir el monto más adecuado para los que ya no están, los que murieron. ¿Y cuánto vale entonces nuestra propia vida? Uno de los documentos que siempre me atormentó al firmar fue un seguro de la ART que recibí pocos días después del nacimiento de mi primera hija. Si algo me sucedía, ese papel me valuaba en 147 mil pesos. No tenía una casa, me había comprado un Volkwagen Gol modelo 1993 y recién empezaba mi carrera en blanco. No tenía mucho más. Imaginaba que si yo le faltaba, ella solo tendría ese monto como compensación. Nada. En ese papel, no valía nada. Cuando hablo de mi vida hablo también de los otros, de los que uno ama. La ausencia de las víctimas fatales requiere pensar la compensación de quienes llorarán su muerte.

El seguro que impone la ley laboral es siempre exiguo y lo paga el propio trabajador. Se lo descuenta cada mes de su sueldo. Lo que realmente se pone en juego ante la muerte de un empleado es el costo judicial por un accidente laboral. La demanda en estos casos es una ecuación casi matemática. Hay poco margen para el debate. Las vidas tienen un precio y algunas cotizan mejor que otras. Eso dependerá de una calculadora que logre medir el resultado del mejor salario, los años aportados y los que aún restaban en el cargo. La pandemia incorporó el contagio por Covid como una enfermedad profesional que debe ser indemnizada si se confirma que la persona se infectó en su puesto laboral. Todo forma parte de las ecuaciones del mercado, pero cada vida cuesta diferente. Si ocurriera una tragedia en una oficina y murieran el gerente junto a su secretario, los deudos del administrador recibirán más dinero que el de su empleado. Se trata del mismo accidente, dos víctimas y un único lugar, aunque cada persona tiene un valor diferente. El modelo puede parecer excesivamente mercantilista. Y entonces, ¿cómo podría adquirir mayor sensibilidad la cotización de una vida?

Si la demanda es civil no solo importa el resultado matemático, también influyen el lugar social que ocuparon las víctimas antes de morir. Porque la muerte, también tiene su status. En la tragedia del 11S confluían las demandas laborales de quienes trabajaban en las torres gemelas con los reclamos civiles de los pasajeros a la Aerolíneas propietarias de los aviones que atravesaron los edificios en Manhattan. Ante la complejidad de dirimir cada una de las acciones de 6 mil víctimas, el gobierno norteamericano propuso un fondo común. Pareciera una búsqueda equitativa. Pero, ¿realmente lo fue? Se podría suponer que valen lo mismo un hombre o una mujer que dejaron huérfanos a sus hijos, quizás en edad escolar, que un adulto a punto de jubilarse o una persona sola, sin familiares cercanos que pudieran disputar la indemnización. Si está buscando argumentos para esta pregunta habrá alcanzado el punto inicial de este debate. Más allá del monto que le adjudique a cada uno de los fallecidos, usted cree que esas vidas tienen un valor económico. La discusión entonces, no puede alejarse demasiado de las calculadoras. Podemos poner en debate las fórmulas, pero cada persona puede tener una cotización, o como usted prefiera, un precio. En las demandas civiles, por un accidente, por ejemplo, se incorporan algunas variables más complejas. No solo se trata de los ingresos de la víctima, sino el daño moral sobre su familia, el lucro cesante y otros aspectos más subjetivos. Aquí aparece el status, la influencia social, los vínculos con quienes deben resolver el monto. Es una buena oportunidad para recuperar el concepto que ya habíamos descripto: la muerte, como la vida misma, tiene su status.

Quizás no sean necesarios las oficinas burocráticas, los despachos judiciales, los papeles con membretes de la ART, ni el estrado de un juez para comprender que en forma cotidiana le ponemos valor a nuestras vidas y a la de los otros. Hay una referencia personal y afectiva por nuestros seres queridos y una escala resuelta por las normas sociales. Hay quienes entienden que los presos no deberían acceder a los mismos derechos humanos que el resto de la población. No solo se trata de privarlos de la libertad, también cotizan menos sus reclamos por una comida digna o un espacio sin hacinamientos. Las leyes exigen un trato digno, aunque en la práctica esto no sucede. En su mayoría, quienes desbordan los pabellones carcelarios, vivieron en la pobreza o la marginalidad. La cárcel es un espacio más de esa exclusión. La sociedad ni siquiera le pone precio a sus muertes. No se trata solo de los números de un cheque. La muerte de un joven en un barrio marginal suele quedar poco tiempo en la portada de los medios de comunicación. Aunque si la víctima fallece sobre la cama de un country, el caso podría remover durante años los cimientos mismos de la política y el poder judicial. Insisto, no se trata solo de ponerles un precio sino, de otorgarles valor. Al final de la película, el éxito radica en haber superado el número de familias que adhirieron al acuerdo colectivo por las indemnizaciones. El mediador ya no se reduce a un perito experto en números. Es también un negociador con rostro humano capaz de escuchar a quienes sufren la ausencia de sus muertos. Y la respuesta podría llevar a la calma de los espectadores. Podría suponer, incluso, el final típico de una película de Hollywood. El desenlace parece el esperado, aunque la pregunta no deja de interpelarnos. ¿Cuánto vale la vida?