Los bancos del centro

Por Pablo Callejón

En el centro hay muchos bancos. Cada vez más. De los que captan dinero y devuelven a cuentagotas la plata en un cajero. A esos bancos me refiero. Uno de ellos ocupa el mismo edificio donde solía ir al cine. La última película que vi en el Alvear no me gustaba. Solo saqué la entrada porque sabía que iban a cerrar la sala. Esa tarde había mucha gente, aunque la sensación era de vacío. El Negro Dolina afirmó que la memoria es un género ficcional, donde los hechos simplemente se reducen a lo que podemos recordar. Con algo de suerte, hallamos algunas pistas de lo que efectivamente sucedió. De aquella velada de cine no recuerdo casi nada, ni siquiera el nombre de la película. Solo puedo asegurar que no volví. Aquella fue mi última vez. Hay otro banco donde había una tienda de ropa y uno más allá, donde me gustaba tomar un café. Creo que habrá un banco donde salía a bailar los viernes. El patovica era un hombre alto y bueno. El Gringo juntaba unos mangos para sobrevivir la semana y en algún momento de la noche se reía a carcajadas con nuestro grupo de amigos. En Estación Cero se bailaba lentos después de las cinco y podías esperar a tu chica en el intervalo entre la barra y el túnel que bordeaba la pista. Hay más bancos, claro. Los encontrás en tres de las esquinas que rodean la plaza. También hay sucursales un poco más allá, donde los viejos hacen largas filas expuestos al calor o el frío que cala los huesos. Hay bancos y también financieras. Son cada vez más. Prestamistas de sueños usurarios como el blackjack de un casino.