Odiaba las vacunas

Por Pablo Callejón

La verdad, odiaba las vacunas. No se trataba del dolor, ni el temor por la aguja amenazante sobre el vaso sanguíneo más visible del brazo. Lo que odiaba de las inyecciones era que me robaran el tiempo. Podía soportar la hinchazón en el lugar de la punción, algún mareo, un moretón, dolores musculares y hasta la aguda sensación que acompaña cada inoculación de esa espina líquida impulsada por decisión de una enfermera. Todo era efímero, no importaba demasiado. El único efecto insoportable eran los minutos y horas que debía destinar al proceso rutinario de la vacunación y la recuperación de sus inmediatas  secuelas. No resulta fácil de entender que alguien pueda sufrir el perturbable sentimiento de odio hacia una mera inyección con la endeble excusa de no perder el tiempo. Voy a explicarlo mejor. La historia comenzó a los 8 años.
 No hay peor sensación que la falta de aire. Es desesperante. Cuando cada intento por respirar llega acompañado por el silbido de los bronquios, el tiempo que transcurre será cada vez peor. Te aconsejan que busques tranquilizarte para coordinar mejor el ejercicio de inhalar y exhalar en espacios algo más simétricos. Para el asmático, resulta imposible. La inflación de las vías áreas te impulsa a buscar el aire con mayor celeridad, hasta forzar pequeñas bocanadas como el pez que abandona el agua. La sequedad de la boca y los gestos desenfrenados de la caja torácica por expulsar los pulmones se parecen al encierro de la muerte. Puede parecer exagerado, pero no lo es. Nada se acerca más al óbito que la falta de aire.
Habían pasado casi dos horas del primer día del año y en el cielo aún se esparcían los destellos de los últimos fuegos artificiales. Podía percibir los pasos apresurados en el hall, en una secuencia rítmica que parecía adecuarse a la música de la radio. Estaba cansado y me había desplomado sobre un sillón de tela color tiza. Mi mamá me había quitado los zapatos. Ella no toleraba que pusiera los pies calzados sobre el tapizado. Durante algunos minutos me dormí y al despertar, el silbido se escuchaba cada vez que intentaba aspirar el aire. En apenas 15 minutos había alcanzado un tono agudo, infinito. Alguien llamó a mis papás y comencé a advertir las voces nerviosas, el caminar apresurado, el ruido del motor auto, la oscuridad de la noche y el pasillo iluminado de la clínica. Desperté al mediodía, con mi mamá a mi lado. Me habían colocado una dosis de Duo Decadrón para desinflar los bronquios. Ahora respiraba a un ritmo normal, aunque me sentía débil. Podía sentir la misma sequedad en el paladar y la lengua. Aquella noche me perdí el baile en el salón, la mesa de dulces, los fuegos artificiales, las corridas entre las piernas de los adultos, la sidra sin alcohol, el café de las cinco. Podría haberle echado la culpa al violento cuadro asmático, pero decidí odiar a la vacuna. Suponía que podría haberlo superado solo, recuperar el flujo del aire con alguna mejor estrategia. Pensaba que la vacuna me había robado el tiempo de jugar. Mi tiempo.
En el segundo grado de la primaria comencé un extenso tratamiento de vacunas contra el asma y la alergia bronquial. La señora Rita interpretaba Caminito o la Tetera de Chocolate, mientras formábamos en el patio de la escuela Sarmiento antes de salir. Mis amigos iban a tomar la leche, lanzar el guardapolvo blanco sobre la silla y apropiarse de la plaza Argentina, los canteros del boulevard Olivero y las escalinatas del Banco de Córdoba. Yo debía cumplir antes con la vacuna. Al principio iba todos los días, luego tres veces a la semana, y más tarde, cada 15 días. Llegaba a la Clínica y me esperaban con una sonrisa. Aprendí el nombre de las enfermeras y podía identificar cuando el pinchazo sería rápido y doloroso, o demoraría algunos minutos más, sin provocar un apretón fuerte de mis párpados. Mi vieja me compensaba con algunas porciones de pan y manteca polvoreadas con azúcar. En aquel momento sentía que las vacunas me arrebataban el tiempo que mis compañeros podían disfrutar después del timbre de la escuela.
Con los años, acompañé cada instante de mi vida con el “aparato” Ventide, Ventolín, Beclasma o Seretide. Alguna dosis de Hexaler, aerosoles para la nariz y remedios que incorporan la Mometasona y Beclometasona cuando la piel inflamada enrojecen por la alergia. Aprendí a controlar los silbidos para evitar que deriven en un bronco espasmo y lamenté la falta de aire cada vez que debía correr en un picado de fútbol. Poco a poco fui normalizando lo que ya era normal para el resto: andar en bici, correr más de una cuadra, volver desabrigado por la noche y hasta vivir con agitación un partido de River por la tele. Podrá parecer extraño, pero no lo es. El asma surge también en los momentos de ansiedad en los que falta el aire y emerge, una vez más, el ruido del silbido.
Debió pasar mucho tiempo hasta que logré reconciliarme con las vacunas. A mis hijas las convencía con algunas golosinas cada vez que debían inyectarse las dosis obligatorias por la BCG, Hepatitis B, Neumococo, Quíntuple Pentavalente, Polio, Rotavirus, Meningococo, Hepatitis A, Triple Viral, Triple Bacteriana, VPH y doble viral.  La vida me convenció del profundo gesto de amor que emerge de la vacunación.  
La pandemia por el Coronavirus revolvió sobre esos recuerdos que naturalmente ocultamos, pero no olvidamos. Nadie podría olvidar los días en que creyó morir por falta de aire. La batalla es inmensa, individual y colectiva. No puede haber peor desesperación que no poder ayudar a quien no respira. Se necesita de una celeridad oportuna y la calma necesaria para cumplir con los pasos definidos con anticipación. Eso me ayudó con mis hijas, quienes no pudieron evitar heredar el asma de su padre. Hoy Sabi me preguntó si podía acompañarme. Me hubiese gustado que viniera, como en los días de elecciones en los que me ayudan a colocar la boleta en la urna. Lo hacemos parte de un aprendizaje social signado por los valores del afecto. Prometí contarle todo. Hoy tengo el privilegio de ser vacunado, como otros muchos millones de argentinos y argentinas.  Iré con la convicción de haberlas dejado de odiar hace muchos años. Y solo tuve que destinar un tiempo para comprender que las vacunas me habían salvado la vida.