No salió como pensábamos

Por Pablo Callejón

No resultó como pensábamos. Otra vez, las calles en silencio, las veredas vacías, las noches que parecen mudas, el resguardo en casa y la angustia por las penurias del bolsillo. Suponíamos que podía resultar mejor, que habíamos aprendido lo suficiente. Que ya nada debía sorprendernos. Habíamos sido protagonistas de esa pandemia que nos sentó de culo frente a lo que llamaron la nueva normalidad. Nadie debía contarnos lo que iba a pasar. Lo sabíamos. Y sin embargo, aquí estamos. Algunos volvieron a hacer las colas en el supermercado, con paquetes de arroz que alcanzarán para una tercera ola. Otros, decidieron apresurar sus pasos hacia ninguna parte, en ese último intento por terminar las cuentas pendientes en la agenda de sus vidas mundanas. Estamos más cansados, un poco más enojados, inmersos en la impotencia de los que saben donde está la cornisa y no pueden evitar sentarse al filo del precipicio. A diferencia de aquella primera noche de marzo, esta vez llueve, hace frío, es un día más triste, desolador. Hay quienes suponen que un presidente o un gobernador podrían enamorarse de los confinamientos. Que hay periodistas insensibles que deciden militar el encierro. Son los menos, pero adquieren intensidad en las redes sociales y en algunas mesas de parroquianos de televisión. El aislamiento es el peor de los escenarios. Y al mismo, tiempo la última opción posible. El virus circula en las personas. Para evitar la proliferación de contagios es necesaria la distancia y el barbijo. Cuando esto no alcanza, la única oportunidad es frenar el tránsito social, esquivar el contacto de unos con otros. Si los casos aumentan y desbordan el sistema sanitario los pacientes mueren en los pasillos, en sus propias casas y en las calles.  Ya lo sabíamos y quizás, podríamos haberlo evitado. Pero ya lo ven, no salió como pensábamos.

Nadie eligió quedar envuelto en la perfecta tormenta de una pandemia. Tampoco pudimos elegir plenamente como enfrentarla.  Lo hicimos con las herramientas a mano. Usted dirá: “no fueron las mejores”. Y es verdad. La Argentina es un país con múltiples dificultades, también sanitarias.  Lo que pudimos es decidir  sobre qué valores y convicciones asumiríamos el reto. La confrontación permanente, la soberbia que descalifica y la incitación a cualquier tipo de odio, facilitan los caminos del atasco, ese lugar donde resulta difícil salir, aún con las inoculaciones que curan el virus. La creación de sentido impulsada por sectores políticos, económicos, sociales y judiciales que disputaron el poder a costa de la gente en las terapias, contó con la activa complicidad de algunos medios de comunicación y periodistas. Voceros que fomentaron los  incumplimientos sanitarios, desestimaron la efectividad de las  vacunas y sostuvieron el mensaje del cansancio social como fundamento para el relajamiento público. Los mismos que hoy buscan interpelar con gestos de enojos y palabras en mayúsculas a los que “seguro cuentan con el sueldo a fin de mes y no piensan en los que no tienen para comer”. El señalamiento apunta a quienes advirtieron que las camas de terapias no alcanzarían y los médicos resultaban insuficientes si los casos crecían. Disculpen ustedes, voy a regresar al párrafo inicial de este texto argumentativo. Todos coincidimos en que el peor escenario es el confinamiento. Para evitarlo era necesario cumplir antes, ese momento donde los mismos políticos y periodistas indignados jugaban a minimizar los costos que nos iba a hacer pagar la pandemia.  Los expertos sanitarios advirtieron que debían tomarse medidas parciales para evitar las definitivas. Insistieron con recuperar un mensaje convincente de concientización. Sin embargo, los expertos perdieron lugar en las pantallas y los portales de internet para dar espacio a los mesías de la indignación. El maestro de periodistas Ryszard Kapuscinski advirtió que “el verdadero periodismo es intencional”. “El deber de un periodista es informar de manera que ayude a la humanidad y no fomentando el odio o la arrogancia. La noticia debe servir para aumentar el conocimiento del otro, el respeto del otro”, reflexionó.

Los gobiernos cometieron errores durante la pandemia y fueron más o menos eficaces. No existía un manual único en el mundo, pero se desarrolló un proceso de aprendizaje que no pusieron totalmente en práctica.  En algunos casos, se dejaron ganar por ese debate mediático que suele reforzarse más en la intensidad que la influencia. Volvimos a la presencialidad en la escuela con una actitud dogmática. La convirtieron en bandera los mismos que descalificaron a los maestros que pedían por mejores salarios y más presupuestos. El debate llegó hasta los estrados de una Corte Suprema con firma virtual. Se lo redujo a un problema de competencias entre un Presidente y un jefe comunal, mientras la enfermedad se ramificaba por todo el país. Los medios centrales creyeron que se dirimía una pulseada política con aliados que levantarían el brazo del vencedor. A solo tres semanas, las escuelas debieron volver a la virtualidad. Esta vez, no fue por una decisión política, sino por la voraz imposición del virus.

El concepto de “Córdoba no para” debió ser una de las peores argumentaciones comunicacionales de un gobierno en pandemia. Convertir en slogan una campaña sanitaria podría colisionar contra los condicionantes de un virus mucho más real. Y Córdoba debió parar. Lo hará desde hoy y , al menos, por 9 días. Quizás debió reducir la circulación antes y monitorear el ascenso de casos para evitar que el freno tuviera este impacto. Ninguna medida hubiera resultado efectiva si no se cumple. El convencimiento social necesitaba un mensaje diferente al concepto de una Córdoba resuelta a no parar.

Las vacunas son la gran esperanza, pero aún no son suficientes. La Argentina no ocupa la centralidad de los países que dominaron la recepción de dosis. Tal vez el Gobierno no tuvo la capacidad de gestión que reclaman desde la oposición declaracionista. El país ya recibió más de 12 millones 600 mil vacunas y se esperan nuevas partidas por más de 5 millones en los próximos días. El objetivo era alcanzar una alta inmunización de mayores de 60 años, personas con factores de riesgo, personal de salud y seguridad y docentes. Los avances fueron importantes, pero aún insuficientes. El virus reveló un alto nivel de contagios en personas adultas jóvenes que comenzaron a enfrentar el desafío de las terapias y el respirador. La demanda es creciente. En un país devastado económicamente, con alta inflación, recesión profunda, niveles escandalosos de pobreza y pérdida del poder adquisitivo, las vacunas suponen la oportunidad para consolidar una vida sin mayores restricciones. La experiencia en los Estados Unidos, Europa y Latinoamérica nos reveló que los planes vacunatorios no pudieron evitar una segunda ola. En algunos países, hubo terceras y cuartas. La escasez de producción y la concentración en la distribución abrió una batalla desigual con los laboratorios, que dejó afuera del banquete principal a muchas naciones. Mientras las partidas llegan, las únicas alternativas conocidas son el cuidado estricto y las medidas preventivas. Algunos voces científicas nos revelan que el uso del barbijo y el distanciamiento deberá permanecer aún después de vacunados.
“No tenés que actuar con culpa porque vos tenés derecho a eso, sos una personalidad que necesita ser protegida por la sociedad”, le dijo el procurador General del Tesoro Carlos Zannini al periodista Horacio Verbitsky, según reconoció el funcionario en una entrevista periodística. Ambos se saltaron de la fila. Lo de Zannini es aún más grave. Ostenta un alto cargo que aumenta su capacidad de influencia. Los privilegios en el proceso de vacunación hicieron mucho daño. Como lo hacen recurrentemente, algunos medios y políticos sustituyeron la parte por el todo. Lanzaron la consigna del “se robaron las vacunas”. El concepto incluye la generalización. Las dosis que no alcanzan, “las tienen ellos”. Usaron los actos repudiables  de Zannini y otros allegados del poder para golpear al plan de vacunación más importante de la historia argentina, mientras lamentaban que algunos miles de argentinos debieran hacer el esfuerzo inconmensurable de viajar a Miami para poder darse la inyección.

Termino de escribir esta columna de madrugada. Con el mismo silencio, las mismas calles vacías. Parece que dejó de llover y quizás, aparezca el sol durante el día. No se escuchan voces ni ruidos de autos. El día tiene los vacíos de una tarde de domingo. La gente no camina apresurada como ayer. Pasaron 14 meses de la primera cuarentena y comenzamos a transitar, una vez más, por el mismo proceso. El Gobierno le puso fecha de finalización el 30 de mayo. El dictamen real lo impondrán el número de casos y la capacidad del sistema sanitario. Aunque reducirnos a esos parámetros nos volvería a sentar sobre la misma calabaza. Esperar a que falten camas y nos indigne el número de muertos es el error que ya cometimos. Nadie quiere nuevos confinamientos. Hasta que alcancen las vacunas, hay que volver a las fuentes de lo que aprendimos. Dejar de indignarnos y advertir que aún estamos en un tiempo de pandemia. Es verdad, no salió como pensábamos. Pero, aún tenemos la oportunidad de enfrentar al virus con la única certeza inobjetable: saber que estamos vivos para contarla.