El hambre verdadero

Por Pablo Callejón

“Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre. Y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero”.

El texto de Martín Caparrós lanza una interpelación al sonido de las tripas vacías, el dolor que endurece la boca del estómago, debilita los pasos y las bocanadas de aire, hasta provocar un vómito de furia sobre la sequedad del paladar que adquiere la textura de un papel de cigarrillo. Hambre que duele y a veces, mata. No es solo la representación de un niño de piel negra, con el vientre hinchado y la mirada severa sobre los lentes de la cámara. Hablamos de algo más próximo y que sentimos más real. El hambre de los que se van a dormir con un mate cocido. De los que envían a sus hijos a la copita de leche para evitar que duerman nerviosos porque tienen hambre.  Una sensación tan real que multiplicó los comedores en cada barrio, sobre la misma cuadra. Mujeres, sobre todo mujeres, que decidieron salir a buscar la comida, organizar sus tareas, recoger a los niños y tratar cada día de evitar la sensación del hambre. Saber que el esfuerzo no siempre alcanza. A veces, sus hijos, y los hijos de sus vecinas, van a la escuela con hambre. Y llegan con sus tupper a pedir las viandas los que antes tenían trabajo, un hogar y la comida caliente cada noche. Hacen fila frente al comedor con el impulso del estómago vacío. En muchos hogares surge ese ruido de estómagos que vibran entre la carne ociosa y el cuero delgado que abraza el vientre grácil de los que sufren por hambre. Y cada vez hay más comedores en Río Cuarto. Y son miles en toda la argentina. Acciones comunitarias que nacieron en los 80 en plena hiperinflación, se multiplicaron en la crisis del 2001 y nunca más cerraron. Convivimos con la frecuencia de querer comer algo. Una, dos, tres veces al día. Y sin embargo, nada resulta más real que el verdadero hambre.

Gastón preguntó primero, Brenda dos días después. Se habían sumado a la copita de leche antes del arribo de la pandemia. Cuando terminaban de merendar el té con dos fracciones de pan, se quedaban un tiempo más. Apropiándose de ese espacio de tablones y paredes de ladrillo block, que alguna vez fue el garaje de una casa en las 400. Brenda preguntó si también habría cena y así empezó todo. La copita se hizo comedor. Los niños debían ir a clases sin la cena del día anterior. “Cuando no comen bien se mueven mucho en la cama, nerviosos. El sueño es más fuerte”, me advirtió uno de los colaboradores del lugar. En toda la ciudad se multiplicaron las ofertas de asistencia. Creció la demanda hasta extenderse como las ramas de un árbol. Más allá, sobre la calle que desemboca en la nueva costanera, a unos 200 metros del puente colgante, las filas son cada vez más largas. En el hall advierten que ese día se entregarán unas 150 raciones. Algunas mujeres trabajaron la quinta unas horas antes del almuerzo. En la cola hay personas que no levantan la vista. Nunca antes debieron hacer la fila por comida. Al menos están lejos de casa y los vecinos no lo sabrán. Ya vendrán tiempos mejores.

El sistema digestivo activa los nexos hacia el cerebro. El hambre puede volvernos impulsivos y hasta quitarnos la habilidad de tomar decisiones. Con hambre cuesta pensar y resolver. Los médicos recomiendan un buen desayuno antes de empezar el día, ir a clases, comenzar el trabajo. ¿Qué sucede cuando ni siquiera hubo una cena? El hambre tiene escalas. Todos podemos tener hambre durante algún momento del día. Hablamos, una vez más, del hambre verdadero. El que a veces mata. La Organización Mundial de la Salud advirtió que 10 mil niños y niñas fallecieron por mes en todo el planeta como consecuencia del hambre, asociado a la pandemia del Coronavirus. Otro medio millón padece desnutrición “representada en miembros delgados y estómagos distentidos”. El retraso en el crecimiento puede provocar “daños permanentes físicos y mentales en los niños, transformando las tragedias individuales en una catástrofe generacional”.

“Nada me preocupa más que el hambre de los argentinos”, afirmó el presidente Alberto  Fernández al anunciar la ampliación de beneficios para “niños y niñas de hasta 14 años”. La Argentina desde hace un largo tiempo sumó una preocupación que contradice su enorme capacidad de generar alimentos. La situación se agravó por la crisis económica y la pandemia. No es el hambre de todos los días. Aparece como algo realmente verdadero. La madre de un hijo cobrará 6 mil pesos de subsidios. El bono por 9 mil pesos lo recibirán quienes tengan dos niños y se incrementará a 12 mil pesos para las madres de tres o más hijos. La inversión es de 250 mil millones de pesos, un 0,7% del PBI. El programa se revela en la Tarjeta Alimentar, un plan asistencial para paliar el impacto del hambre. En un periodo de inflación que supera el 40 por ciento interanual, el dinero vale muy poco. Sobre todo, en las góndolas del supermercado. 
“En este momento no hay nada más violento que el precio de la comida. Pienso en esas madres y abuelas que con el calor del amor se las ingenian para estirar lo que ya es inestirable, en la frustración de esos chicos asqueados de comer siempre lo mismo, que piden cosas ricas, que sueñan con un alfajor o un heladito” Mayra Arena cuenta lo que ve. La plata no alcanza en un país inmerso en una recesión infinita donde los alimentos no paran de aumentar. Ganan los dueños de los productos básicos, aún a costa del hambre. En la pobreza la comida es lo que hay. En la indigencia, se convierte también en un privilegio. 19 millones de argentinos son pobres y casi 70 mil riocuartenses conviven en esa condición.  El drama se extiende en los 16 asentamientos marginales, frente al rostro de los que comen todos los días. Más de 15 mil vecinos de la ciudad viven en la indigencia. Ese lugar donde el hambre es algo mucho más real. 

Alberto Fernández admitió que “no hay dinero que alcance para poner en los bolsillos de los argentinos que lo necesitan, si siguen aumentando los precios”. Es insuficiente.  En cada mes de inflación galopante aumenta la pobreza. El esfuerzo por la crisis lo hacen los que menos tienen.
Anoche no hubo carne en el comedor, hoy tampoco. Las cocineras buscan darle un sabor distinto a la salsa que contendrá el mismo tipo de fideos. La molida ya es un lujo en los comedores de los barrios pobres. El precio de la carne creció por tres en apenas un año y medio. Los clientes ya no compran por kilo, ni siquiera por unidad. “Deme por 300 pesos”, lanzan por lo bajo. La unidad de medida es el tope del dinero que se lleva en los bolsillos. Quizás sirva para cambiar el sabor de la salsa, nada más.
Alberto Fernández aseguró que el objetivo es “salir de la Argentina de la gran concentración hacia una Argentina que distribuya mejor sus ingresos hacia más argentinos y argentinas”. La desigualdad nunca estuvo oculta. En Río Cuarto, los barrios humildes conviven con los countries, en un complejo entrelazado de casuchas sin espacios y unidades habitacionales aristocráticas. No es necesario poder ver para advertirlo. Alcanzar con solo mirar.
“Siempre recuerdo a alguien que dijo que comer no es alimentarse. Alimentarse es poder darle al cuerpo los nutrientes necesarios. Me preocupa que tengamos semejantes niveles de pobreza entre niños y niñas, porque en esa edad se está formando el hombre del futuro”, afirmó el presidente.

Hay personas obesas por el hambre. Mal alimentadas, inmersas en una oferta de harinas y pan. Ese lugar donde solo se come lo que hay. El hambre no se reduce a las ganas de comer y la necesidad de hacerlo. Puede ser también el padecimiento intenso y prolongado de muchos, quizás millones. El “hambre” es un colectivo de personas hambrientas. ¿Cuándo fue que caímos en la desgracia de hablar en este país del hambre? Mauricio Macri prometió la pobreza cero y pidió no perder la esperanza. A los pobres siempre les piden que esperen, aún con la impaciencia del hambre. Los males, sin embargo, habían comenzado mucho antes. Sin datos precisos en la evaluación por ingresos, la información disponible advierte que en 1974 la pobreza alcanzaba al 8 por ciento de la población y al final de la Dictadura, un 22 por ciento de las personas sufrían necesidades básicas insatisfechas. Hubo gobernantes que profundizaron las desigualdades y hoy la Argentina nos habla del hambre. La disputa es por la comida de todos los días.
Nos interpelamos en una palabra con demasiadas cargas. Se usa de tantos modos que, a veces, también se oculta. Aparecen variantes algo más complejas y enredadas. Hablamos de inseguridad alimentaria o malnutrición para no hablar de hambre. Y ellos hablan por nosotros. Los que piden comida, las que cocinan la misma salsa de ayer, los que irán a dormir pensando en que otra vez tienen hambre. Un lugar en el que somos privilegiados por saciar la demanda que llega del estómago tres o cuatro veces al día. Mientras los otros, conviven en el drama de un hambre tan real, que resulta verdadero.