Historias de pandemia

Por Pablo Callejón

Me hubiese gustado que existieran los disparos de nieve. Esos que hielan el cuerpo y quitan de vergüenza, sufrimiento y cansancio a la carne. Los que liberan el alma. Hubiese sido aún mejor que el disparo de la nieve espesa recayera sobre él. Sobre sus manos heladas, su mirada lasciva, su cuerpo muerto sobre mi cuerpo. Que penetrara los tejidos de su piel, ingresara en las venas y le apretujara el corazón hasta expulsar la confesión que busca desentramar la Justicia. Que me pidiera disculpas y enfrentara todas sus culpas. Que me quitara el dolor de buscar lo que me arrebató aquella noche. Lo que tuve que reconstruir tantas veces hasta que me impidió dormir. Y aún peor, me quitó el derecho a soñar. Ojalá no estuvieran los que lo apañan, lo justifican y hasta lo contienen. Ojalá no fuera yo. Y sobre todo, nunca hubiese estado él. Que el disparo de nieve caiga ahora sobre ese banquillo, ese Tribunal, esos jurados, esos policías, esas miradas que interpelan. Ojalá entre tanta nieve, tanto frío, tantos huesos calados por el asco haya lugar a un acto reparador que vuelva a entibiar la sangre y me devuelva los sueños.

La empleada no pudo comprender la magnitud de su falta. Serían algunos minutos y a la anciana le haría bien algo de compañía. Desde hacía varios días solo miraban televisión cuando los residentes dormían. Eso del virus los ponía nerviosos. Todos corríamos el riesgo de contagiarnos, pero solo ellos podrían morir. Afuera, las siestas de otoño desolaban las calles del pueblo. Cuando la mujer llegó con nuevas mudas de ropa, algo de comida para la tarde y un tupper con la torta marmolada, la dejó pasar. Para evitar sospechas, todos ingresaron por la parte trasera tras recorrer un estrecho pasillo que concluye en el paredón y el viejo lavadero. La mujer abrazó a su nuera y la observó con ojos de madre. No podría saber que las gotículas espesas, que apenas podrían resistir su peso sobre el aire, habían logrado infectarle la respiración. El hijo de la anciana estaba en la ciudad por trabajo. Horas más tarde, el transportista avisó que no podrá volver a tiempo. Lo habían internado por un poco de fiebre y un fuerte dolor de cabeza, nada grave. La peste ya había cargado las arterias y barrios de soledad. Se extendía como una amenaza indivisible de los sanos y una dolorosa advertencia para los viejos y enfermos. A las semanas serían cientos y luego miles. En el Hogar algunos ya no estaban cuando el virus pareció esfumarse sobre el final del invierno. Los rezos finalmente hicieron efecto frente al Santo de los fieles ausentes.

El sangrado había empezado una hora antes. Los dolores le punzaban el estómago, se esparcían por las caderas hasta arrasar por la cintura tiesa y le apretaban con el peso del plomo la zona genital. No era un solo dolor. Aparecía un hormigueo, luego quemaba un punto cualquiera de la panza y se multiplicaban los espasmos que le impedían levantarse de la cama. Hacía varios minutos que el sangrado era permanente. La escena era menos previsible que las advertencias del médico de acento extraño. El sujeto le había dicho que el legrado derivaría en la expulsión de los tejidos que aún permanecían en el útero. Los vecinos escucharon sus gritos y ayudaron a subirla en un móvil policial. Unas cuadras después reposaba sobre una cama hospitalaria que finalmente le salvaría la vida. Cuando las enfermeras le preguntaron sobre lo que había ocurrido, ella les habló con la convicción de la legalidad de sus actos. Su novio le había mostrado algunas noticias en la web y la impulsó a tomar la decisión. Ella apenas podía decidir en sus días asfixiantes por necesidades urgentes. Esa vida de marginalidad sin colegios secundarios, de hombres que se esfumaban por los aires, no era la vida que hubiese querido darle a su hijo. Dos años después, sigue imputada por aborto y nada se sabe de su pareja. Nunca nadie la citó, pero aseguran que hay un expediente con su nombre.

En el predio militar la foto de su padre reposaba sobre el uniforme que utilizaría para viajar a Chipre. Las noticias revelaron la conmoción por la muerte del enfermero de 55 años y describían los homenajes que se multiplicaban por las redes sociales. En unas horas, el avión lo llevaría a ese paraíso en el centro del mundo con temperaturas que superan los 40 grados. Su misión no serían las cálidas aguas del Mediterráneo oriental, ni las regiones vitivinícolas del interior escabroso. Quizás podría conocer Paphos, la ciudad que resguarda los sitios arqueológicos en el culto de Afrodita. El convoy militar podría acercarlo también a Nicosia, la capital en la que se exponen tesoros recolectados entre los periodos neolítico y bizantino. Allí también se dejan ver las puertas de Famagusta y Kyrenia, de la ciudad antigua. Pero su principal misión fue sumarse a las fuerzas de las Naciones Unidas desplegadas desde 1964. Su padre había sido parte de ellas y aquel era su primer orgullo. Fue tanta la entrega del enfermero fallecido por sus pacientes que no pudo evitar ofrendarles su propia vida. Lo sabía el joven soldado que aguardaba la orden de embarcar. Solo quedaba cumplir con su legado.

Nunca antes había recibido ayuda económica directa del Estado. No aparecía en los registros del ANSES ni tenía cuenta bancaria. Ante los ojos del sistema financiero y la economía formal era un don nadie, uno de los millones invisibilizados por la grieta entre empleados formales y en negro. La changa no da lugar al aguinaldo, ni la jubilación. Nunca fue el sueldo seguro a fin de mes, aunque decide el plato de comida caliente por la noche. Para recibir el primer Ingreso Familiar de Emergencia tuvo que completar todos los ítems de la planilla. Cada uno de ellos. Nombre, dirección, estado civil, ocupación. Después de tanto tiempo de trabajar para los más ricos, entendió que los subsidios están justificados si ayudan a sostener al capital en lugar de asistir a los más pobres, que bien podrían aprovechar sus piernas y brazos sanos. Aquellas largas colas a la espera de cobrar el único beneficio en medio de la pandemia lo avergonzaban. Si pasaba el patrón en su pickup evitaba saludarlo. No quería estar allí. El virus cultural se había inoculado antes que el sanitario. Las grandes empresas habían recibido la asistencia de la maquinaria estatal, pero fueron los anónimos del sistema quienes debieron hacer la fila.

Siempre quise ser maestra de primario, incluso a pesar de mi madre, quien hubiera preferido verme con el título de contadora pública. Yo amaba las matemáticas, pero fundamentalmente, deseaba enseñarlas. 15 años al frente de las aulas habían saldado el debate. Sobre todo ahora, que logré la estabilidad como docente titular de primer grado en un centro educativo de barrio, donde la escuela educa y también sana. Han pasado demasiados años de incertidumbre, licencias y cobertura de horas que no alcanzaron para pagar el maldito alquiler. De todos los desafíos posibles nunca hubiera imaginado pasar por este. Solo al principio, mis alumnos y alumnas pudieron cumplir con una devolución a mis consignas. El paso de las semanas y meses lo complicaron todo. Uno de ellos me contó que tenía que esperar hasta la madrugada para apropiarse del único celular en casa. La más entusiasta del grupo debió acompañar a su mamá en la venta “casa por casa” de empanadas caseras. Solo recuperaba las tareas los fines de semana, casi siempre los domingos. El niño que siempre se sentaba en la primera fila y cuidaba la letra con la prolijidad de un cirujano, me había dejado de responder. Decidí visitarlo diariamente y dejarle las tareas en las rejas de la ventana. Al principio no tuve ninguna respuesta, hasta que las hojas comenzaron a completarse de letras y números. Fue una caricia de alivio entre tanta decepción y stress. Mi madre quizás hubiera tenido razón. Sería difícil explicarle por qué me quedaba esperando la bolsa de pan con los cuadernos de deberes del niño de la primera fila. Cómo podría contarle cómo son los días en los que regreso a casa y solo me quedan fuerzas para ponerme a llorar.