Mozo, sírvame un cortado

Por Pablo Callejón

El mozo me trajo “lo de siempre”. Un cortado con dos saquitos de edulcorante, un criollo y una medialuna. El bar me resulta conocido, aunque no recuerdo cómo llegue antes hasta aquí. En otra mesa hay un tipo solo que conversa con todos. Es el de la tele. Tiene unos mostachones que parecen rebosar sobre el café y no deja de hablar a los gritos.
– ¿Disculpe sabe en qué bar estamos?
El hombre lanza una carcajada y me mira con un sesgo de afecto.
– Pibe, el Nippon es el bar de las mejores medialunas, pida dos y póngase a ver cómo se abren esos claros intersticios en la bóveda celeste. No llueve más, nene.
El mozo mira por la vidriera empañada por el agua y me guiña el ojo. “Cococho Alvarez nunca miente, es el tiempo el que se engaña”, me dice antes de volver a la barra.
– Nene esta mañana el Gallego me cambió los imanes del mapa. Me lo hace siempre. Terminé hablando de la conformación de cumulonimbus, cuando tenía que hablar de tormentas de alto impacto. Los meteorólogos a veces le erramos. Olvidesé de pagar el café, este se lo regalo yo.
Buen tipo el Cococho. Le piden que describa al tiempo como le solicitarían otro tema al cantante sobre el escenario. Es curioso, aunque no para de reír, el bigote permanece rígido en su rostro moreno y de pómulos huesudos.

Parece mediodía y acaba de ingresar don Juan. Sobre la mesa colocó dos libros de tapa oscura, como envueltos en cuerina. El mozo se acerca para acomodar el saco de alpaca marrón, pero el escritor se niega amablemente. Tampoco se desprende del cigarrillo que conserva apagado sobre su mano izquierda. Apenas corrige la ubicación de sus anteojos, mientras escribe algo sobre la servilleta detrás del cenicero. Las mujeres pasan y don Juan no puede evitar seguirlas hasta que se esfuman por la distancia. En un rato quizás llegue Paulina, la musa de sus cartas. «Nos conocimos la tarde de un viernes, nos pusimos de novios el sábado, nos comprometimos el domingo y nos casamos el lunes», había asegurado en alguna entrevista. Me levanto para intentar leer la servilleta, pero no puedo. El mozo de impecable camisa blanca advierte mi curiosidad y se acerca.
– “A sor Paloma Fidel le difamó la prosa”. Son palíndromos pibe, trato de memorizarlos desde que estaba en El Imperial.

Hubiera preferido quedarme el bar, afuera el sol tiene el sopor de diciembre. Un tipo canoso, con las piernas en arco pide una cajita de Adams al empleado del quiosco.
– Payo, ¿llevas el Puntal también?
El hombre asiente y mira de reojo a sus hijos. Los pibes gambetean las mesas del bar Intérvalo con la pelota de gajos hexagonales. El balón cruza las piernas de los peatones, sin golpear los zapatos de las damas. Apenas levantan la mirada y dan el pase con la certeza del lugar que ocupará el otro. Pablo ya recibió el aval del Kaiser para quedar en las inferiores de River. Dicen que al Payo lo llamó el mismísimo Passarella para confirmar su interés y que la gloria de Banda Norte le cortó el teléfono. Se pensó que era una joda. El pibe de rulos ya pinta bien en Estudiantes y parece que puede hacer historia grande. “Si juega la mitad de lo que la descocía el padre, en unos años te vendo El Gráfico con su cara”, me dice el quiosquero con la jactancia de los que saben ver el fútbol.

Desde hace algunas horas tengo la sensación de haber perdido la noción del tiempo, sin desconcertarme en el espacio. Es extraño. En El Esquinazo hay solo dos mesas ocupadas, raro para una mañana de bancos abiertos. La mujer de ojos turquesa le pide a Pepi que elija donde ubicarse. Tiene un pañuelo blanco que la protege del calor y del olvido. El mozo la reconoce en esa belleza infinita y su vocabulario fluido. Susana tiene un caminar pausado, buscando sobrellevar un dolor incómodo en la cadera. Hace algunos años, los milicos la vieron encabezar las marchas que reivindicaron a Rita y Gerardo. A su nieta se la entregaron envuelta en una manta un par de matones que nada le dijeron sobre lo que habían hecho con su hija y su yerno. Los que se sintieron dueños de la muerte, perdieron la partida con la vida. La mujer se ubica frente al segundo ventanal y sus manos delgadas parecen entonar la nueva sinfonía de la vieja Olivetti.

Ya es tarde, supongo. Una brisa que apenas despeina entibia la tardecita en el centro. Dos adolescentes colocan un afiche frente al Teatro y llaman la atención de un par de parroquianos. El fin de semana tocan el Negro Granado y la orquesta Tropical. Unos días después el eximio pianista estará con Dany y sus muchachos, antes de finalizar la gira de las Estrellas de Medianoche. El arquitecto Tonelli toma nota. Podría disfrutar del maestro del jazz al concluir la función del cine club. El viernes estrenan El Regalo, de Guillermo Fogler, y desde hace tiempo prepara minuciosamente el avant premiere del cortometraje.

El Zota lo llama al barman y le pide que me traiga un cortado. En Valentino suena un disco de orquesta con la voz del Poroto Ficco. Es una caricia a los nostálgicos. En un ratito llegan los pibes y copan hasta la noche la parada musical. Dumont se sienta junto al Turco y pareciera que la charla comenzó varios años antes en alguna barra de Gibbons. La voz imponente de Osvaldo envuelve la mística del bar. Se ríen cómplices de historias que vivieron o les contaron. Da igual. Cambio de mesa para intentar escuchar algo. El Turco acomoda los sobrecitos de azúcar como si fueran los soldaditos del duelo entre cuervos y quemeros en el patio de la casona de los viejos. Hablan de minas, creo, pero cada tanto hay alguna cita sobre la Peti. Las damiselas del imperio no podrían competir con la niña que escuchaba del otro lado del paredón al relator de los goles de Sanfilippo y la oveja Telch.

Es extraño, parece que ha pasado una vida y no me siento cansado. El Turco saluda con un gesto respetuoso a quienes ocupan la mesa a su derecha y se retira. Hace algunos minutos, ingresó el médico pediatra a la reunión con amigos. El doctor Lubetkin, es ahora Alberto. De impecable guardapolvo blanco, corbata azul marino y un maletín de cuero marrón, se ubica del lado de los buenos. El aura de eminencia se esfuma en sus gestos sencillos. Miguel Granero le dice algo al oído y ambos se ríen. Hace años que se reúnen a la misma hora, en cualquier bar.

Lubetkin parece advertir el ingreso de la doctora Bacigalupo y se levanta para saludarla. La médica asiente con una mirada de agradecimiento. Son las 10 de la mañana de no importa que jueves. En un instante todas las salas de pediatría parecen hallar las respuestas en un mismo bar. Debe ser La Barraca. Así lo advierte la inscripción sobre la camisa blanca de la moza. Carlos Lucero Kelly pide disculpas por la demora y se sienta junto a la médica en la primera mesa que da hacia Constitución. A pesar de una extensa noche en la Sala de Poliomenitis, María Teresa conserva el temple que resiste al cansancio. Hoy leerá y escribirá poesías antes de llegar a clases en la escuela de Enfermería. La moza la observa con una admiración sin reverencias. Ha escuchado mucho sobre esa mujer que ayudó a fundar una escuela y llevará, años más tarde, el nombre de una calle en la ciudad.

Adriana lo toma de la mano para acompañar su paso. Don Héctor le cuenta sobre una alumna a la que desea regalarle un cuadro y escribirle un poema. Su hija sonríe cómplice. El bar del Boulevard que alguna vez fue vidriera del paso peatonal hacia las vías del tren, nunca cierra. El pintor pide un vaso de Seven Up y descubre sobre la mesa de madera oscura una revista de Río Revuelto. Aunque las calles del imperio lo citen diariamente, él prefiere cobijarse entre las musas de Alberdi. El dedo índice recorre las viñetas de Jericles, como calcando el dibujo. Le pregunto a Adriana si puedo saludarlo y don Héctor acerca el oído para evitar infidencias. Cinco minutos después logré una cita de café en la casona que Don Salustiano le ayudó a comprar tras alcanzar el compromiso de la boda con Miguela del Carmen. El pintor me cuenta la anécdota y se ríe como solo ríen los niños. Miro el reloj y las agujas aparecen unidas por el imán del tiempo. Le doy mi palabra a Don Héctor y confirmamos el encuentro. Afuera, las golondrinas me indican el regreso a casa. En un mediodía de noviembre, en cualquier bar.