Mis tesoros

Por Pablo Callejón

Un libro

Stan va en busca de un investigador de gestos duros y un licor tibio sobre el escritorio. En el tablado de madera oscura descansan dos piernas tiesas y los viejos mocasines Weejun. El actor había nacido en Ulverston, un pueblo grande con parroquia, a 78 kilómetros de Carlisle. Los ingleses recuerdan la capital del condado por su Castillo, una imponente construcción de 1092 que el rey Guillermo II utilizó para someter en prisión a la monarca de Escocia, María Estuardo. El “flaco” que no lograba entender el desaire de los productores de espectáculos era hijo de los actores Arthur y Margaret. A los 20 años se había unido a la compañía de Fred Karno, con un tal Carlitos Chaplín, y varios años después protagonizó tantas películas que no podrían caber en su propio film. Phlilipe nunca ayudó a Stan, que murió sin saber por qué lo habían olvidado los mercaderes del arte. Pero ese no fue el final de la historia, sino el principio de algo más triste y solitario. El libro de Osvaldo Soriano estaba en la única repisa que era totalmente mía. En el tercer tablón reposaban los Tigres de la Malasia, tres pequeñas ediciones de Mark Twain y una fotocopia con anillado negro de la Crónica de una muerte anunciada. Creo que aún no había cumplido 9 años.

Un casette

Tenía 12 años cuando reuní en un mismo TDK las 10 canciones del disco de tapa naranja. Recorté de una revista a la pareja de leones apareándose entre gritos furiosos. Eran sonidos pegadizos y letras que el locutor de la radio pisaba antes de terminar la canción. Cada vez que sucedía, insultaba al reproductor Sanyo, retrocedía con una lapicera bic la cinta magnética y volvía a esperar el momento justo para grabar. Los dioses no saldaron cuentas y las almas eran demasiado corruptibles en los 90. El caudillo carismático aún no le había vendido el alma al diablo de ojos celestes. En un cuaderno Rivadavia de tapa dura estaban las formaciones de cada uno de los seleccionados del Mundial de Italia. Notti magiche inseguendo un goal. Un minuto de Rew, botón de Play. Suena canción animal.

Un dibujo

Una zanahoria, dos cubitos de queso en la boca, el pelo con puntas de espinas y los ojos como una pera vista desde abajo. Dos manos con apenas cuatro dedos cada una, un sweater holgado con cuello de polera y un pantalón Oxford con la bota arremangada. El personaje del dibujo era Felipe, un niño de 7 años que soñaba sus mejores hazañas y luego se abrazaba a las rodillas para intentar sofocar la angustia de la realidad. Un romántico distraído y desgarbado, que evitaba los amores compulsivos de las Susanitas y aguardaba el destino irremediable de los ingenieros elegidos por decantación.

Un video

La caja de cartón estuvo en la vidriera de Pedrín por unos dos meses. Aparecía envuelta en un papel celofán fino transparente y una etiqueta de El Gráfico. Apresurarme a comprarla solo hubiera resuelto una parte del problema. En mi casa nunca hubo reproductora de VHS. Fueron varios mandados reconvertidos en pesos los que tuve que ahorrar para convencer al Gallego. Al final, compré la última revista y el viejo casette. Era un pecado quitar el envoltorio sobre el estante de los libros de aventuras clásicas. La tapa tenía al Beto Alonso en un gesto complaciente para la tribuna. Por debajo, el Enzo corría en puntas de pie, acariciando la Etrusco con la brisa del botín. En recuadros más pequeños, Ariel Ortega y Ramón Díaz gritaban eufóricos con sus brazos abiertos en cruz y más arriba, Marcelo Salas hacía un extraño equilibrio con su pierna derecha después de lanzar el balón hacia la red. La caja es hoy una pieza de colección envuelta en el mismo celofán.

Un CD

El 8 de mayo de 1988, Gustavo Collado fue al bar de los parroquianos de la buena fortuna. Era un baterista de estilos new wave y dark wave que había logrado una discreta notoriedad con Sobrecarga, una banda de culto nacida en un garaje de Trenque Lauquen. En la barra de tragos, un tipo golpeaba el índice y el pulgar con un ritmo hipnótico sobre el filo del vaso. Collado no era un baterista talentoso pero las mejores historias requieren de aciertos y el azar. La tapa del disco eran unas figuras rojas y negras bailando al ritmo de la idiotez que sonaba en la radio. Bang, bang, bang. Los tipos ya estaban haciendo cosas raras y solo necesitaban de un batero calvo cumpliendo años entre birras calientes. La voz arenosa del cantante pudo aliviarse por lo intestino de Camarón Bombay. Furia de guitarras en la ciudad de víboras con cancanes furiosos y un disco que sangraba en la Gibson Les Paul. Fue mi primer CD. En la contratapa, con los créditos de la banda, se puede leer que Collado, además de baterista, tocaba la pandereta.

Una revista

“En lo deportivo el servilismo está a la orden del día”, dijo y me conquistó. Eran seis revistas que estaban debajo de pilas coleccionables de publicaciones esotéricas. Llamaban la atención por el tamaño y los colores pasteles que cubrían falsamente las fotografías. Un tipo de mirada desafiante, con casaca roja y cuello de camisa, aparecía en la portada de los textos perfectamente acomodados y olvidados. Era Luis Artime, uno de esos artilleros que jamás fallaba en el área chica. Reuní a todas las revistas sin poder dimensionar aún el valor inconmensurable que había acumulado en una bolsa de nylon gris. El propietario de aquel canje con olor a asfixia y humedad quizás nunca tomó nota de su error insalvable por unos cuantos billetes. 1963, 1966, dos de 1967, 1968 y 1969. Aún hoy están envueltas en folios infranqueables a pruebas del tiempo. Dicen que el periodista que combatía al establishment con su pluma dejó El Gráfico cuando intentaron obligarlo a publicar un volante con propaganda del economista que pedía pasar los inviernos. Unos textos antes, Panzeri le había reprochado a Alzogaray que usara al fútbol como el opio de multitudes. Tenía 14 años y el narrador de Las Varillas ya había muerto. Atrás habían quedado piezas invaluables de periodismo honesto y tapas con deportistas de esgrima, mezclados entre goleadores de remeras de piqué. Estos son apenas mis tesoros.