Números

Por Pablo Callejón

Nos hemos acostumbrados a medir la pandemia en cantidad de casos y respiradores. A veces también en calificaciones por contacto estrecho o comunitario. Los pacientes son cifras de contagios, la solidaridad se revela en cantidad de plasma y el volver a casa es un rótulo con el número de recuperados. Datos sobre tramas, recuadros, epígrafes, filminas, títulos, videograph, infografías, planos, grillas. Muchos datos cuantitativos y comparativos. Sabemos cuántos positivos tuvimos en el día, qué porcentaje de camas están ocupadas y la totalidad de PCR ejecutados. Las estadísticas nos impidieron conocer, sin embargo, cuantos médicos y médicas recorren los pabellones hospitalarios. No hay índices que hablen de enfermeros y enfermeras. Ni de camilleros, personal de limpieza o terapistas. Los informes parecen deshumanizar la gesta. La matemática que nos enseñaron no se desploma cansada sobre la camilla de cuerina oscura, no llora sola en la pequeña cocina vacía, no corre para cambiar el suero ni medir los latidos del paciente que apenas respira. Son ecuaciones sin guardapolvos blancos, ni barbijos que enrojecen los rostros. Allí no hay datos del cansancio, de los pies hinchados, del miedo por volver a casa y contagiar a los hijos. Sumas y multiplicaciones de casos sin nombres propios. Ninguno.

Tampoco hay fotos y videos. Conservamos postales de funcionarios posando frente a los respiradores. Prolijos anuncios publicitarios frente a los centros médicos donde se resguardan los invisibles de los números y las postales. No hay registros de la batalla real, de los que volvieron a casa más tarde, de las que esa noche no llegaron. Nunca fueron invitados a compartir la cámara. No están ni siquiera en los datos. Pero están. Los pacientes les toman de la mano cuando tienen miedo a morir y la respiración cruza como una navaja que atraviesa por la faringe, la traquea, los bronquios y los pulmones. Están en el frente donde no hay armas para medirse con un virus desconocido, capaz de contagiar con la celeridad de la luz.
Y a veces los contagiados son ellos. Y tienen los mismos temores, los mismos cansancios y la misma falta de aire. Dormitan en similares camillas, inhalan por el respirador que dejaron libre y se toman de la misma mano. Y otra vez, no hay números. Son una parte y el total. Algunos los estigmatizan, les envían cartas intimidatorias, les temen. Son los que observan con recelo por la mirilla de la puerta y se dejan convencer por el odio. Los que presumen que el blindaje a la enfermedad supone ir contra los que la enfrentan cada día. Quizás los mismos que destilan sus prejuicios cuando un pibe con gorra camina por las calles del barrio. Transcurren sus días inoculados de miedos y desconfianzas. No aprendieron de empatía, pero conservan esos lugares comunes de la oscuridad del alma donde la solidaridad es una moneda al aire que siempre cae del lado de la dádiva.

Y algunos ni siquiera creen en los datos. No los asustan las cifras, ni las imágenes de los muertos abandonados en los pasillos sanatoriales de la Europa que dilapidó el estado de bienestar. Nunca se acongojaron por las protestas con tumbas sobre las playas de Copacabana, los gritos desolados del bajo Santiago, las madres que lloran sus hijos en las calles de La Paz y la enfermera que pide por los latinos que dejan morir sin camas en Nueva York. El mundo es solo su mundo. Salieron a las calles a mofarse de la maldita suerte. Se dejaron llevar por los agoreros que les prometieron soluciones inteligentes ante la cuarentena de los bobos. Descalificaron con la etiqueta de partidarios a infectólogos, sanitaristas, investigadores, científicos y expertos. Los salieris de las salidas inteligentes solo quieren descubrir un mundo que preserve la cotización del dólar. Nunca entendieron que la cuarentena podía terminar, pero la enfermedad no. Nunca se sonrojaron por mantener el ministerio de Defensa y degradar el de Salud. Fueron convencidos del costo que debían pagar, de las libertades que debían defender y las muertes que debían aceptar. En un berrinche colectivo sacaron sus cacerolas para reprochar el encierro y cuando pudieron salir habían olvidado cómo hacerlo. Se multiplicaron los contagios, aumentaron los muertos y ocuparon las camas de terapia. Algunos médicos salieron de sus hospitales a pedir que dejen de aplaudirlos, que olviden esa novela tilinga de balcones en Florencia y simplemente, vuelvan a casa.

Un día se acabó el encierro, subimos al auto, caminamos por las veredas que ya no estaban vacías, ingresamos al mercado y al comercio abierto hasta las 18. Fuimos al bar, a un restaurante, al paseo con la mascota, al domingo con los viejos. Volvimos a encontrarnos, a mirarnos a los ojos. Nos pidieron que mantuviéramos distancia, usar barbijo y no tocarnos. Pero fuimos por todo. Pedimos que cercaran la ciudad y sus ingresos, que los controlaran a todos. Los mesías de las soluciones mágicas nos advirtieron que los casos llegarían por un sistema policíaco endeble y no por nuestras propias conductas. Y otra vez los datos, las selfies y los cruces por Twitter. Las maestras, policías, bomberos y voluntarios nunca aparecieron en las estadísticas mediáticas. Nos explicaron la cantidad de controles, los vehículos que ingresan por día, a cuántos les tomaron la temperatura y qué porcentaje reveló anticuerpos en algún número preciso de test rápidos. Números, datos que hacían ruido. Y afuera, en casillas frías y controles sin resguardo estaban ellos y ellas. Los que debían cumplir con el mandato del control infranqueable. Los que debían garantizar cifras de las que nunca serían parte.

Pero usted sabe, están los datos. Esos que nos enseñaron a ver. 19 contagios en un solo día en Río Cuarto. 58 casos desde que comenzó la pandemia. Datos, muchos datos. La carga de transmisión comunitaria está por debajo del 3,1 por ciento de los casos, el resto es por contacto estrecho. Casi 4 mil infectados en la Provincia, 3.964 para ser más precisos. Las estadísticas así lo exigen. Que nadie suponga que se ocultan cifras debajo de la alfombra. 337 localidades cordobesas sin casos activos. 26 pueblos y ciudades que sumaron positivos en la última semana. Datos, infinidad de datos. En solo 14,5 días se duplica la tasa de contagios y el índice de ocupación de camas críticas supera levemente el 6 por ciento. Tome nota, relájese, en la sala de espera de los impacientes hay lugar para más informes con décimas, centésimas, milésimas, y diezmilésimas y hasta cienmilésimas. Tenemos 2101 personas recuperadas de coronavirus, un 53 por ciento de los afectados. Del total, 70 realizaron donaciones de plasma. Algunas lo hicieron hasta 4 veces. Desde el inicio de la pandemia se realizaron testeos con hisopados a 152.597 personas. 40.579 personas estudiadas con PCR por cada 1 millón de habitantes. 77 son los muertos en Córdoba por la enfermedad. Tranquilo, habrá más datos. Muchos datos. Diarios, semanales, en promedio, buscando la media, totales, en porcentual. Datos aislados, en conjunto, parciales. Datos que importan, que ya olvidamos.

Esa noche volvió cuando todos dormían. Se lamentó al principio, pero fue un alivio no tener que evitar un abrazo hasta que pudiera quitarse la ropa, tomar una ducha tibia y estar segura de no contagiar a los que ama. Estaba cansada. Aquel martes vio gente correr y desplomarse sobre incómodas sillas de plástico. Observó familiares con la mirada perdida sobre el piso, compañeros con los ojos agrietados de sangre y médicas con sus pómulos transpirados después de largas horas con el barbijo sobre el rostro. Escuchó ruidos monótonos, el chirrido de camillas, los silencios de las terapias. El peor momento finalmente llegó. ¿Y cómo saber si no habrá momentos aún peores? Los datos hablan de un récord y luego de otro. Hoy hablaron de la vacuna mientras tomaban un té. Eran tres en la cocina de enfermería y al rato, solo ella. Otra vez el ruido de camillas. Cierra los ojos, en casa todos duermen. Son las 2 de la mañana. Estuvo 10 horas trabajando. Casi 7 días sin descanso. Eran 12 en el piso. Había 2 pacientes graves. Lloró algunas veces, quizás dos. Números.