No ha cambiado nada

Por Pablo Callejón


No parece haber cambiado algo. Estamos más pobres, algo más cansados, un poco más estresados, voraces del mundo en la pantalla, pero esencialmente iguales. Transcurrimos la mitad del año como un deja vu del día anterior. Lo que llaman normalidad no es tan nuevo como lo suponíamos. Somos la consecuencia de lo que éramos con algunos meses encima de una pandemia que mata por miles. Nos vamos a dormir y despertamos con las mismas miserias, iguales prejuicios y algunas virtudes. Los que debían perder fueron derrotados y los que podían ganar, lo hicieron sin tapujos. Podríamos haber salido mejores, al menos distintos. Pero no cambiamos nada.

Los datos numéricos suponen la verdad absoluta. Las evaluaciones cualitativas, en cambio, son el escenario de lo discutible. Desde niños nos enseñaron que las matemáticas implican la certeza objetiva. Dos más dos es cuatro y punto.  Si intentamos razonar desde qué lugar obtenemos esa suma de dos entramos en el incómodo debate de la subjetividad. La doctora Celia Iriart, profesora emérita y experta en salud pública, nos advierte que el dato en sí mismo no existe. Es un producto de una construcción, cómo los hechos de la realidad. Más de 100 días sin contagios pueden ser la consecuencia de estrictos controles oficiales, pero  un solo caso podría revelar que los límites de la ciudad son un colador sin pasaporte. En esos antagonismos de la matemática naufraga la construcción estadística que nunca interpela el contexto. En la obscenidad de los abismos, un contagio puede significar el todo o la nada. El mundo se desangra en cifras de tono catástrofe, en el país los afectados se cuentan por miles y en la Provincia, localidades que no superan el número de viviendas de la vecinal Fenix rondan el medio centenar de positivos por día. Pero nada de eso importa.  La noticia en letras gigantes nos condiciona a avanzar en cualquier otro debate que pueda superar ese único hecho. El tiempo pasa y nada cambia.

Cada día, después de las 5,  la mujer cuenta los saquitos de mate cocido. Son los que no se utilizaron en la merienda y la única posibilidad de cena en el barrio. Hace dos días que no logran reunir la cantidad suficiente de menudos para mejorar el caldo. La asignación por sus tres hijos alcanza un par de semanas, después nada. La gente ayuda cada vez menos.   En las calles hay caravanas, suenan lejos, del otro lado del río. Hace una semana que no puede llegar al centro y retirar las sobras de alguna verdulería amiga. Perdió por tercera vez el caballo en manos de los controles oficiales y para recuperarlos debería pagar más de 10 mil pesos de multa. Olvidó atarlos cuando dejaron de pastar debajo del basural, entre desechos de verdulería y restos de plásticos.  A lo lejos se escuchan bocinazos de vehículos en una secuencia monótona de silbidos agudos. En el barrio preocupan más las sirenas de ambulancias. Cada vez les cuesta más garantizar la comida caliente, no ha cambiado nada.

En la centralidad debaten el pago de miles de millones de dólares que ingresaron por algún lado y se fugaron por el otro. Una deuda infinita, a 100 años, que no cambió nada. No quedaron mejores hospitales, ni más rutas, ni aulas más amplias, ni una ciencia más equipada. La clave es como pagarles a los bonistas, aunque la realidad se desangre en los únicos que aún no subieron a una caravana. Nadie se movilizó por ellos. La pandemia profundizó la distancia entre ricos y pobres. Los de mayor poder adquisitivo hasta se beneficiaron. La falsa democratización de la enfermedad se quitó la máscara antes que el barbijo. El virus se asentó en los barrios más vulnerables pero los subsidios se multiplicaron para todos: los pobres que no cenan, la clase media que  no llega a fin de mes  y los más acomodados que se resisten a ganar menos. La pandemia que ya nos robó medio año, tantas horas de encierro, el miedo a perder el trabajo, la esperanza de recuperarlo, una cura segura y hasta la vida de miles,  no parece asegurarnos un barajar y dar de nuevo. Si todos perdimos algo, algunos perdieron casi todo. Hay cosas que no cambian.  

El contagio fue un argumento de ajustes, fotos en las redes y la persecución social de quienes pudieron haber estado o no con el paciente. La foto cambia sobre el final. Los escrachados en Facebook abandonan las clínicas entre aplausos y globos, con videos que se  hacen virales junto a miles de likes. La pandemia nos muestra irracionales en el miedo y victoriosos en las ganancias ajenas.
Un irresponsable miente sobre  su status sanitario. En condiciones asintomáticas, resiste la cuarentena sin saber que es portador del virus. Los vecinos denuncian y el informe oficial confirma la peor sospecha. El barrio está cercado, con policías en sus calles y el santuario sin sus misas. De nuevo, las letras de molde, los gestos incómodos y un juego de poker con la calma. El riesgo a la enfermedad parece renacer en la confirmación del caso y no en la posibilidad natural a un eventual contagio. ¿Cuál es la probabilidad real de contagiarnos? Una vez más la construcción del número.  Necesitamos tan solo uno para imponernos el temor de que pudo ser cualquiera de nosotros. Con la advertencia de la noticia, volvemos a taparnos la nariz con el barbijo y a usar alcohol en gel como es debido.  Suponemos que este caso modifica la ecuación del riesgo, aunque el virus siempre estuvo allí. Nada cambia.

Los números como la construcción que hacemos de ellos, pueden convertirse en un buen negocio o llevarnos a la quiebra. Podemos ser una madeja de datos redondos que esconde nuestras diversidades y el saldo negativo de los datos de la sociedad. Podríamos ser miles y tan solo uno. Elegimos qué indicadores sumar y en cuáles, tener la precaución de saber restar. Los números son ganancias de pescadores y el drama de los que pedimos que aprendan a pescar. Cifras que presumen la certeza de que algunos trabajan para mantener a los otros, aunque la proporcionalidad nos indica que son los pobres quienes hacen el mayor esfuerzo impositivo en relación a sus ingresos. No hay nada más incómodo que las cuentas que no cierran. Antes y después de la pandemia, dos más dos es cuatro.  El numerador de los pudientes ocupa cada vez más espacios en el denominador de las riquezas. Creíamos que la pandemia podría cambiar la ecuación de las desigualdades y aquí estamos. No ha cambiado nada.